jueves, 13 de junio de 2013

'Indignados' en Taskin?





En El País digital del día 12 de junio, bajo una fotografía que reproduce un paisaje dantesco de llamas y encapuchados, el titular de la noticia informa que "Los indignados toman Taskin tras ser dealojados por la policía". El lenguaje bélico que utiliza el periodista probablemente sea descriptivo del clima de revuelta social que se está viviendo en Turquía, sin embargo, la alusión a los "indignados" como protagonistas de la noticia no me parece adecuada y resulta cuando menos sorprendente.
Hasta ahora la violencia no ha sido una seña de identidad de quienes tomaban las plazas para expresar con determinación su descontento; la violencia, cuando ha existido, no ha sido más que la desviación de  un movimiento que había encontrado en la protesta pacífica uno de sus más sólidos fundamentos. Los indignados eran y son hombres y mujeres corrientes, empleados, profesores, amas de casa, venerables ancianos y jóvenes trabajadores y estudiantes cuya fuerza radica, precisamente, en una suerte de superioridad moral frente a instituciones caducas y culpables. En España era una democracia desvirtuada por la corrupción y la inoperancia la que sucumbía frente a la frescura de las asambleas callejeras que ponían al descubierto las vergüenzas del sistema. Equiparar a esos indignados con sujetos encapuchados que reaccionan violentamente distorsiona gravemente el concepto.
INDIGNAOS!, clamaba José Luis San Pedro en su prólogo al celebre 'Indignaos!' de Stéphane Hessel, pero añadía a continuación: "sin violencia".
Entre nosotros la indignación sigue latente acumulando argumentos a golpe de políticas absurdas y un sufrimiento cada vez más extenso que reclama soluciones que no llegan. Pero ni el debate en las plazas ni el ingenio en las proclamas a la postre resuelven los problemas. Participar o no en la política real es también una de las claves del debate; la desconfianza es comprensible pero agotado el ímpetu de la asamblea ciudadana no existe otro camino que el de la participación democrática.
Eso debieron pensar quienes desde el municipio de Torrelodones demuestran que otra forma de hacer política es posible; para mí ellos también son indignados que han tomado el camino de asumir responsabilidades; debieran servir de ejemplo para que otros sigan sus pasos y trasladen también su indignación desde las calles y las plazas al seno de los partidos y los órganos de decisión de las instituciones; pero por favor, que no los confundan con los encapuchados de la plaza de Taskin, no se trata de establecer comparaciones, simplemente son otra cosa.




sábado, 8 de junio de 2013

La misma ciudad, de Luisgé Martín. (Reseña)

El 11 de septiembre de 2001, Brandon Moy, un lustroso abogado con despacho en la planta noventa y seis de la Torre Norte del World Trade Center, llegó tardé al trabajo; eso le salvó la vida pero también le proporcionó la ocasión de cambiarla para siempre.

'La misma ciudad' es una novela corta que que te atrapa desde la primera línea. En sus páginas Luisgé Martín (Madrid, 1962) profundiza en el corazón de la crisis existencial en la que en plena madurez sucumben tantos hombres, cuando comprueban que cada día vivido es una copia idéntica del anterior, y que los proyectos y ambiciones de juventud no fueron más que una quimera, pues la realidad los devuelve convertidos en una confortable pero insulsa sucesión monocorde de sucesos previsibles, pasiones domesticadas y frustraciones más o menos consentidas.

Con una prosa impecable y sin concesiones al engolamiento poético con que a veces se adornan los relatos, el autor nos regala una narración en estado puro, aquella que se concentra en las descripciones y reduce los diálogos a lo estrictamente necesario para apostillar la voz del narrador y no a la inversa. 

En la combinación de argumento y estilo literario, 'La misma ciudad' se ubica en el equilibrio para provocar el placer de la lectura en sus dos principales dimensiones: el deleite en un lenguaje culto y sofisticado sin dejar de ser cercano, y el interés por una historia original y sugestiva en la que es fácil sentise identificado. Una historia que habla de sentimientos que de algún modo todos compartimos: del miedo a cambiar, de las segundas oportunidades, del amor y del afecto, que tantas veces se confunden, de los deseos ocultos y de la libertad del hombre, que nace plena y poco a poco se debloga a la insulsa imposición de los compromisos, las convenciones y la inercia de lo cotidiano.

'La misma ciudad' es un libro denso y profundo que interroga sobre aspectos existenciales, pero es también un libro ameno que nos traslada a diversas circunstancias y escenarios, desde Boston a Bogotá y después en una carrera frenética y temeraria hasta Hermosillo en el norte de México; desde allí a Madrid para retornar a Nueva York donde culmina un proceloso y vehemente viaje de ida y vuelta.

Transmutado en Albert Fergus, un arquetipo de la libertad idealizada, Brandon Moy experimentará todo aquello que un día anheló y dio por perdido, la eufórica sensación de renacer cada día sin el peso ni las ataduras del pasado, la seducción y el sexo sin compromiso, las drogas, la velocidad suicida, el sentido de la solidaridad y el inesperado éxito literario. Pero Moy no podrá eludir el desengaño ni el amor a los seres más queridos, para a la postre descubrir que la felicidad reside en otro lado.





martes, 4 de junio de 2013

Dudas de un escritor rechazado

Después de esperar dos meses hoy he recibido la respuesta; la misma que me esperaba, la agente editorial, esa chica tan amable con la que he hablado un par de veces, me comunica que la agencia rechaza mi novela. Con tacto profesional y no exento de delicadeza me dice que la novela es correcta y que el desarrollo narrativo es bueno, aunque la corrección no es suficiente y al parecer le falta algo: singularidad y atractivo son las palabras que emplea.

Las cartas de rechazo constituyen todo un género, no me atrevería a llamarle literario, pero sí desde luego digno de ser estudiado. Un género que responde a unas reglas definidas de antemano aunque siempre supeditadas al talento de quien las redacta; el comienzo ha de ser la excusa por el retraso, porque no hay agente puntual en responder a una propuesta; con eso ya te vas haciendo el cuerpo y adivinas lo que viene, porque es fácil entender que si tu propuesta hubiera interesado no habrían tardado tanto en contestarte. El tono ha de ser cortés y educado, entre aséptico, lastimoso y solidario, y señalar siempre algún aspecto positivo que deje abierta una puerta a la esperanza del autor, al que por supuesto se deseará suerte en la empresa. Debe ser duro redactarlas a poca sensibilidad que se tenga. Aunque es verdad que hay que asumir que decir no forma parte del trabajo; no es personal, lo sabemos.

El escritor rechazado, por su parte, sabe que es un trance habitual y no debe desanimarse. En realidad, durante la tediosa espera uno intuye e interioriza que va a ser rechazado; la sorpresa sería lo contrario. Tampoco faltan argumentos para consolarse: el momento editorial que es malo (a él también alude amablemente la agente) y sobre todo que no son pocas las celebridades que antes de triunfar fueron reiteradamente rechazados por  agentes y editoriales que no supieron valorar lo que tenían en sus manos. No digo que este sea el caso, pero la duda siempre cabe y con mayor o menor fundamento a esa duda siempre podemos aferrarnos.

Porque es la duda lo que envuelve permanentemente al escritor; dudas que se acrecientan cuando te dicen que no van a apostar por tu novela. En realidad no te extrañas, porque eres tú quien mejor conoce o cuando menos intuye sus defectos y limitaciones, y cuando alguien los señala en realidad no hace otra cosa que confirmar lo que tú sabes.

Una vez hablé con una escritora de éxito y le conté que a veces sentía que lo que escribía valía la pena y otras veces que en realidad era muy malo; ella me contestó que sentía lo mismo, lo que en cierto modo puede servir de consuelo. La diferencia es que ella escribe, publica y es admirada por miles de lectores.

En todo caso tras el rechazo la sensación de frustración resulta inevitable. Una sensación que, no obstante, poco a poco se irá disipando porque estamos biológicamente diseñados para superar adversidades, y algún resorte interior en poco tiempo nos ilusionará con que el éxito, o el reconocimiento cuando menos, nos está esperando detrás de alguna puerta o al abrir algún correo que ni siquiera esperábamos.



domingo, 2 de junio de 2013

'Todo lo que era sólido', de Antonio Muñoz Molina (Reseña)


"No está el mañana ni el ayer escrito. El fatalismo de que nada podrá arreglarse es tan infundado como el optimismo de que las cosas buenas, porque parecen sólidas, vayan necesariamente a durar"

'Todo lo que era sólido' es ante todo una crónica de las veleidades y excesos que nos han traído al abismo en que nos encontramos; pero es también un relato ameno, sugestivo y magistralmente escrito. 

En tiempos de crisis es de agradecer un discurso regenaricionista en el sentido clásico; aquél que se hace presente para constatar las razones de los fracasos colectivos: el que ahora comprobamos y sufrimos a diario en nuestras carnes. 

A través de una mirada inteligente y reflexiva 'Todo lo que era sólido' nos explica porqué en realidad nada lo era, señalando causas y culpables a veces evidentes y otras no tanto: la cultura del pelotazo, administraciones mastodónticas y artificiales, políticos adevenedizos más preocupados por medrar y perpetuarse en los cargos que por el servicio público, la corrupción como un cáncer, el clientelismo y la traición a los principios para abrazar el boato de las moquetas y los coches oficiales. 

Pocos ámbitos escapan de las culpas: políticos, banqueros, financieros, expertos, ciudadanos, periodistas. De todo eso nos habla Muñoz Molina con la misma clara evidencia con que todo ha sucedido a nuestros ojos, hace muy pocos años en un país que ya no es éste. 'Todo lo que era sólido' es un viaje a un pasado en el que abrumados por la ofertas de áticos, adosados, viajes exóticos y automóviles de alta gama, sentimos la osadía de creernos protagonistas de un milagro ilusorio que ahora comprobamos que era tan frágil como un castillo de naipes levantado  al albur del capricho, la codicia y los delirios irresponsables de unos y de otros, sostenido por burbujas de ladrillos insufladas de unos créditos que nos creimos baratos.

El libro rezuma pesimismo a lo largo de sus páginas, y también un irónico desencanto sustentado en una prolija recopilación de datos que son como pinceladas con las que el autor pinta el espejismo que dejamos a nuestras espaldas. Porque aquello fue un espejismo, un engaño, y es por ello que constatar su fracaso abre también un resquicio a la esperanza.

No fueron tan buenos tiempos aquellos en que nos creímos ricos e importantes, cuando de la mano de la construcción descontrolada de inútiles autopistas, aeropuertos fantasma, rotondas, campos de golf y aberrantes urbanizaciones de viviendas adosadas, dilapidábamos riquezas lentamente acumuladas: bellos paisajes que ya nunca volverán a serlo, bosques, arboledas, playas vírgenes, arquitecturas populares borradas a golpe de promociones especulativas que han inundado nuestros pueblos y ciudades. Imbuidos del consumismo, la cultura del dinero fácil y un concepto de modernidad insufriblemente hortera, hemos perdido sin inmutarnos ni darnos cuenta un inmenso y precioso capital:

... los ritmos y los pormenores de las tareas del campo, las artesanías de los materiales humildes, el mimbre, el barro, el esparto, la destreza para abrir acequias y controlar el curso del agua de riego, para hacer jabón con el aceite muy usado y cocinar a base de sobras platos muy nutritivos y sabrosos, para aprovecharlo todo y no tirar nada, todo el caudal de una cultura de la pobreza que no era de tosca resignación sino de una fertilidad inventiva urgida y limitada por la escasez pero del todo soberana en sus mejores logros, en hallazgos de belleza austera, de instintiva armonía, de una fuerza expresiva que se manifestaba igual en la forma de una herramienta pulimentada por el uso que en la de una casa blanqueada, o en las líneas de un huerto o en una canción popular, o en el talento para contar historias, para convertir en relatos la propia experiencia.


Todo aquello también fue sólido y sin embargo en poco tiempo se ha esfumado. Uno se pone a pensar si esos vientos favorables, si ese potencial cultural se hubiera conciliado cabalmente con el progreso tecnológico, cuántas facturas nos habríamos ahorrado, y sobre todo cuánto lo estaríamos disfrutando.


'Todo lo que era sólido' es un relato de las sombras de nuestro reciente pasado, pero también es una vindicación de sus luces y sus logros incontestables. De una democracia que con todos sus defectos, que son muchos, ha deparado unas cotas de libertad inimaginable en los postreros años de una dictadura tan larga y cruel como fue la que sufrimos. De un sistema sanitario ejemplar, gratuito y universal, al igual que el sistema educativo, y de la garantía de una vejez digna y asistida; de derechos equiparables a los de las naciones más avanzadas, y de cotas de seguridad inimaginables en tantos otros lugares del mundo.

Pero todo eso que hoy sigue pareciendo sólido puede desvanercerse mañana, poco a poco, sin apenas advertirlo, como un castillo de arena cuyos muros podemos socavar con leves arañazos hasta provocar que se derrumbe y convertirlo en un irreconocible montículo informe.

En nuestras manos está evitarlo, en la todos, tomando consciencia de lo que nos va en ello, procurando hacer bien nuestro trabajo, cada cuál el suyo; nos jugamos nada menos que el futuro, el nuestro y el de nuestros hijos.