La rampante y tantas veces deprimente actualidad política española, abre
diarios y noticiarios con el descubrimiento de una insólita y cada vez confusa trama de espionaje que, sin
dejar de poner al desnudo las vergüenzas de unos cuantos, bien pudiera proporcionar los
mimbres de un excitante thriller tan del gusto de los amantes del
género.
Y es que las tramas sobre espionaje han servido de pretexto y argumento para que
grandes escritores demostraran su talento. La enigmática ambivalencia del espía,
leal y traidor a según qué propósito o bandera, su eventual implicación en
altas cuestiones de política o estado, y su vivencia al filo de la navaja,
siempre a riesgo de ser fatalmente descubierto, proporcionan valiosos
condimentos sobre los que urdir la intriga novelesca que tanto seduce al lector.
Ello no obstante, y aunque espías y traidores existen desde que el mundo es
mundo, la novela de espionaje es un género relativamente moderno.
Si nos fiamos de las crónicas literarias, uno de sus precursores resulta ser
el magnífico Rudyard Kipling, el mismo autor de El libro de la selva, y
de aquel poema excelso e imprescindible, If ( o sí, en español),
acaso uno de los textos más brillantes de la poesía moderna. En 1901
Kipling publica Kim, para algunos la primera novela de espionaje, aunque
también una novela de aventuras ambientada en la rivalidad entre el imperio
británico y la Rusia Zarista.
Muy alejada todavía de los cánones
de la novela de espías que todos tenemos en mente, merece una mención especial,
por la popularidad de sus versiones cinematográficas, La pimpinela escarlata,
escrita en 1905 por la Baronesa de Orczy, sobre las peripecias de un atildado
aristócrata inglés que, valiéndose de una doble identidad, dedica los ratos
libres a combatir el Reinado del Terror que impusieron los revolucionarios franceses.
Entre los más conocidos
antecedentes es también obligado citar a Sherlok Holmes, personaje creado por
Sir Arthur Conan Doyle, que a sus famosas aventuras detestivescas añade algunas
incursiones en el espionaje patriótico. Es el caso de Aventura del tratado naval y Aventura de los planos de Bruce-Partington, en las que
Holmes protege secretos británicos de vital importancia de espías extranjeros,
o Su última reverencia, en la que el tan excéntrico como brillante
detective se convierte en un agente doble dedicado a suministrar información
falsa a los alemanes, en los prolegómenos de la primera Gran Guerra.
Un retrato alejado del
enaltecimiento patriótico que a veces acompaña al espionaje, lo
encontramos en El agente secreto, de Joseph Conrad, que nos presenta una
realidad no exenta de miserias y trágicas consecuencias, más acorde con los
parámetros de lo que, aunque abarcando un espectro más amplio, se ha venido a llamar novela negra.
Tras un extenso interludio de
sequía, en lo que a novela de espionaje se refiere, la Segunda Guerra Mundial va servir de pretexto
para que antiguos agentes de inteligencia tomen la pluma y se dispongan a
relatar noveladamente sus experiencias. Es el caso del prolífico Somerset
Maugham, de Compton Mackenzie y de Eric
Ambler. También cabe destacar en esta época a la escocesa Helen Maclnnes, cuyas
intrincadas tramas ambientadas en los acontecimientos históricos le reportaron
un enorme éxito.
No obstante, si ha habido un
periodo en el que el espionaje literario han encontrado una rica e inagotable
fuente de inspiración, este ha sido sin duda la Guerra Fría y la soterrada pugna que se libró entre las potencias de oriente y occidente. En sus truculentos avatares se gestaron las novelas de Graham Greene, al que debemos
algunos clásicos del género: El americano impasible, ubicada en Saigón durante la contienda franco-indochina, Un caso inacabado, sobre el Congo Belga, o El factor humano, ambientada en el descubrimiento de filtraciones en el servicio secreto británico, así como una de sus más populares novelas, Nuestro hombre en La Habana, que narra en tono de comedia las andanzas de un espía
británico en la Cuba precastrista.
A lo largo de las décadas de los 50
y los 60 ven la luz las afamadas novelas y relatos de James Bond, personaje
creado por Ian Fleming, que nos aporta un peculiar arquetipo de espía
internacional, en el que la sofisticación y el atractivo seductor conviven sin
aparente contradicción con una sorprendentemente acrítica condición de criminal
de estado, provisto de “licencia para matar”.
Rasgos bien distintos a los de 007
presentan los personajes turbios y complejos de John le Carré, en cuyas novelas
la moralidad del espionaje y sus métodos y fines se ven sometidos a un ácido
juicio crítico del que no sale muy bien parado. El espía que surgió del frío, El topo o La chica del tambor son sólo algunos de los exponentes más
conocidos y brillantes de la prolífica obra del autor.
La década de los 70 es una época en
la que la producción de thrillers políticos vive un gran apogeo, y a la ola de
interés del público por el género se suben autores que alcanzan notable éxito.
Son los casos de Frederick Forsyth, que publica El día del chacal, en el que se recrea un hipotético atentado contra de Gaulle, y Ken
Follet, que saca a la luz El ojo de la aguja, un retorno a la Segunda Guerra Mundial, sobre un frío espía alemán que accede a un información de capital importancia. A éstos autores cabe añadir otros menos conocidos como Donald Hamilton y sobre todo Robert
Ludlum, autor de La herencia escarlata, para algunos el inventor del thriller
de espías moderno, y creador del que para algunos señala al prototipo de espía del siglo XXI, el superagente Jason Bourne.
Con la caída del Telón de Acero el
género de espías parece alejarse de las preferencias del gran público, aunque
mantiene un nutrido sector de incondicionales que sacian su afición de la mano
de autores consagrados como Nelson DeMille, W.E.B. Griffin y David Morrell.
Es un momento en el que las grandes
editoriales parecen olvidarse del género, no obstante lo cual surgen algunas
novedades dignas de destacar, como las que encarnan Joseph Finder, Gayle Lynds
y Daniel Silva, periodista de la CNN que se convirtió en escritor tras el éxito
en 1997 de The Unlikely Spy, publicada en España con el título Juego de espejos.
A tratarse de un género tan apegado
a los avatares de la política, ya sea nacional como internacional, y a los potenciales peligros que amenazan la paz mundial, los acontecimientos de terrorismo precursores y subsiguientes al 11S, y la irrupción brutal de las nuevas
tecnologías, con su poderoso atractivo y su propia parcela de
actividad criminal, abren nuevas perspectivas a un género que siempre ha sabido
adaptarse a las cambiantes circunstancias.
Ello no obstante, aun cuando no faltan sugerentes propuestas como El afgano, de Forsyth, que trata la infiltración de un agente en al-Qaida, lo cierto es que hoy por hoy cuesta encontrar referencias tan incontrovertibles y solventes como las de los
grandes clásicos que generó el pasado siglo.
En cuanto a la novela de espionaje
español, su evolución ha venido también marcada por el devenir de nuestra
historia, en el que el largo periodo de la dictadura no resultaba el más
propicio para un género en el que siempre subyace una
crónica política y de crítica social que el franquismo se ocupó de silenciar.
También resulta curiosa la escasa
atención que entre nuestro autores ha despertado el terrorismo de ETA, tal vez
el de mayor alcance en toda la orbe europea, que sin embargo y con la
excepción de Lobo, un topo en las entrañas de ETA, de Manuel Cerdán, la
novela de espionaje española apenas ha querido retratar.
Aun así, en los últimos
años parece que se atisba un despertar del género, del que recoge una buena
muestra este interesantísimo blog que os acompaño.
En fin, no están todos pero todos los que están son importantes. Unas cuantas propuestas para disfrutar leyendo.
Y si os gustan las novelas de intriga, aquí os dejo una última sugerencia, con mis mejores deseos.
Y si os gustan las novelas de intriga, aquí os dejo una última sugerencia, con mis mejores deseos.
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