En vez
de regresar por la autopista Álvaro prefirió dar un rodeo y tomar la antigua
carretera que circunda el bosque; un trayecto algo más largo pero también más
agradable.
Al echar un vistazo
al cielo divisó negros nubarrones que se acercaban amenazadores; por la
ventanilla medio abierta percibió un golpe de aire frío y húmedo que le sacudió
las mejillas y le alborotó el pelo obligándole a cerrarla; era uno de aquellos
días que a mucha gente entristecen, pero que a Álvaro, sin embargo, le sumían
en un estado de lánguida tranquilidad muy placentero.
Como
la prisa no le apremiaba decidió abandonarse al placer extraordinario de hacer
las cosas con calma. En la cima de un repecho encontró un café de carretera,
desde cuya terraza se disfrutaba de espléndidas vistas sobre aquellos frondosos
parajes. Allí detuvo el automóvil, junto a la puerta de entrada, y una vez en
su interior se sentó en una mesa cercana a un ventanal, tras cuyos cristales
empañados una suave llovizna difuminaba el paisaje y empapaba el suelo y las
plantas del jardín, avivando el color de las violetas y las dalias silvestres,
desperdigadas en derredor sin orden ni concierto.
Álvaro
se regocijaba del instante. Saboreando el coñac que acababa de servirle el
camarero, encendió un cigarrillo y fumó plácidamente mientras veía caer la
lluvia desde el porche acristalado. Pagó la consumición y volvió corriendo al
coche en el momento en que arreciaba el aguacero.
Por aquel
camino la ciudad distaba apenas tres kilómetros a través de una estrecha
carretera que se interna en el bosque y serpentea entre los álamos para evitar
las quebradas. En los días de buen tiempo era un placer escuchar el trino de
los pájaros y percibir el colorido encarnado de las copas de los árboles.
Entonces, con suerte y un poco de atención, se pueden ver ardillas y garduñas
jugueteando veloces por sus ramas, y al azor sobrevolando majestuoso el límpido
cielo azul de la montaña.
Ahora
las hojas caídas cubrían el bosque de una alfombra esponjosa de tonos terrosos
y naranjas. Con la lluvia cesaban los cantos de los pájaros y todo lo inundaba
el rumor crepitante de millones de gotas estrelladas contra el suelo, y el
viento silbante penetrando impetuoso entre las ramas y los troncos chorreantes
de los árboles.
Al
abandonar el bosque, el camino desciende por una suave colina a cuyo fondo,
tras un recodo, se levanta el Pueblo Viejo alrededor de la torre oscura de su
imponente y vetusto campanario.
Álvaro
deja atrás una rotonda y se introduce en un laberinto de callejuelas estrechas
de casas bajas con las puertas y postigos cerrados a cal y canto. Por los
tejados se precipitan cortinas de agua que se estrellan contra el suelo, y en ocasiones
anega el parabrisas impidiendo la visión por un instante. Justo al alcanzar la
vieja plaza comprueba que está escampando; al bajar la ventanilla percibe un
aroma conocido, de bizcocho, canela y azúcar quemado. Desde el coche divisa la
panadería de donde proviene el aroma, y a través de los cristales, en su
interior, la figura de una mujer hermosa que le está mirando y a la que él
también mira durante apenas un instante para después continuar la marcha.
Enseguida la lluvia cesa por completo y la gente vuelve a tomar las calles con
el bullicio acostumbrado y el ánimo más fresco y limpio, exactamente igual que
el ambiente que respira la ciudad después de aquella efímera aunque hermosa
tormenta de otoño recién llegado.
No hay comentarios:
Publicar un comentario