Lo cierto es que ante el panorama
sombrío que nos acecha, uno debería sentir tranquilidad al comprobar la
convicción con que nuestros gobernantes afirman su seguridad de que andamos por
el buen camino, pues, según afirman sin torcer el gesto, el conjunto de sabias (y dolorosas) medidas que se están
aplicando, pasado un tiempo, acabarán por dar sus frutos y sacarnos de la crisis.
Si así fuera, y aun a costa de tantas cesiones ideológicas
como a las que la política neoliberal obliga, podría pensarse que valdrían la
pena los esfuerzos. Sin embargo, cuando uno repara en quiénes son aquellos que nos marcan el camino, lo cierto es que no faltan
motivos para que surjan las dudas. Reparamos, de este modo, en que quien diseña
y ejecuta nuestra política económica es el señor de Guindos, en cuyo
currículum destaca el dudoso mérito de haber sido un alto ejecutivo de la
inefable Lehman Brothers, denominación de referencia de un estrepitoso fiasco
financiero, incapaz de vaticinar y amortiguar su propia ruina, y con ella el
inicio de la más grave crisis financiera de los últimos tiempos, de la que
todavía no nos hemos recuperado.
Uno puede imaginar que con la
misma autosuficiencia y seguridad que ahora dictamina la imprescindible
reducción de déficit, a costa de servicios e inversión, asesoraría en su
tiempo, que para eso es de suponer que tan generosamente le pagaban, que la
estrategia especulativa en que su patrón andaba envuelto era la antesala del desastre más
absoluto. Sin embargo, nada de eso consta que ocurriera, lo que nos lleva a
pensar, por salvar su buena fe, que en realidad de Guindos era incapaz de
anticipar el futuro al que llevaban aquellas estrategias, tan sesudas en apariencia y a la postre tan descabelladas y suicidas.
Tampoco hay que olvidar que de
Guindos, al igual que Montoro, su compañero de viaje y de gobierno, y
condiscípulo del reduccionismo liberal, tuvo un importante papel en aquellos
gobiernos de Aznar en los que se insufló la burbuja de ladrillo; aquella que al
estallar descubrió cuán frágiles fundamentos estaban sosteniendo nuestra
economía.
No son, por tanto, nuestras autoridades
económicas, los mejores y más acreditados exponentes del talento y la sabiduría
que una situación tan difícil reclama y necesita.
Pero es que, además de las personas, el modelo también genera dudas. La prometida “confianza” que
con el sólo cambio de gobierno se asentaría, empieza a comprobarse que no era
más que una entelequia, y un recurso en el discurso electoral, que escondía las verdaderas consecuencias de una apuesta cargada de ideología.
Una apuesta basada en el efecto expansivo de las políticas de austeridad, que se nos quiere hacer ver como exclusiva e inevitable, incontestable, cuando en realidad no es más que la opción estratégica del conservadurismo global; una opción discutible y discutida, contrapuesta al modelo alternativo que defiende el incentivo y la inversión, por el que apuestan opciones más progresistas. Que no se nos venda, porque no es cierto, que no cabe alternativa. Las medidas que está tomando el gobierno encuentran valedores bien conocidos, pero también muy serios argumentos en su contra.
En España y a día de hoy, lo evidente es que al compás de estas medidas se
oscurecen los augurios, las dudas se multiplican y las bolsas se precipitan. Y
uno se pregunta si es que no sólo muchos ciudadanos, sino también los mercados, siempre astutos, empiezan probablemente a comprender
que en nuestra situación, una política de reducción del déficit que,
a la vez, no impulse la inversión y el consumo, es una política erronea que nos llevará irremisiblemente a
la ruina.
No hay comentarios:
Publicar un comentario