Hace ya varios días que no está
entre nosotros. Ahora es un vacío lo que siento en cada instante. Se ha ido y
aun no puedo aferrarme a sus recuerdos. Llegará el día en que su memoria
probablemente me dibuje una sonrisa, pero ese día todavía no ha llegado. Lo que
ahora siento es su ausencia en cada rincón en el que acostumbraba a
encontrarlo; busco y no encuentro esa mirada noble que andaba por mi casa
alerta a cualquier gesto; una mirada de profunda bondad, de lealtad, de amor
sin límite, incondicionado. Repito los ritos acostumbrados y todos me parecen
incongruentes, vacíos o incompletos. Salgo a media tarde y siento que me falta
algo, y entonces reparo en que son sus pasos apresurados que han venido
corriendo a mi llamada, y su plácido deambular a mi lado, y su jadeo cadencioso
en el regreso. Algo falta, y uno lo siente y no logra acostumbrarse. Ya nunca
podré abrazarlo y apretar con mis dedos su cuerpo fuerte y pequeño. Ni podré
alzarlo al aire cuando estalle de alegría, ni escucharle romper el silencio y regañarle
medio en broma medio en serio. Ni podré ya tocar sus orejas puntiagudas, ni
sentir su lengua áspera y caliente. Ni acariciarlo. Ya no viene a buscar mi
mano cuando estoy sentado, ni me recibe cuando llego a casa. En vez de él es el
silencio el que me ladra cuando subo los peldaños, para decirme que no está,
que ya se ha ido.
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