lunes, 20 de abril de 2015

Paso del Estrecho



Comenzamos a subir a un bote de madera en el que mal podían caber más de una veintena de personas. Aunque me habían asegurado que esa noche embarcaría, me preocupé pues éramos más de treinta las que esperábamos en la playa y temí ser una de las que se acabara quedando en tierra. Lo mismo debieron pensar los demás y los nervios se apoderaron de cada uno de nosotros. Todos queríamos subir precipitadamente, pero los matones que organizaban el embarque no lo permitieron; con gritos y empujones lograron formar tres filas: una para los diez marroquíes, que fueron los primeros en subir, otra para los asiáticos, que sumaban cinco plazas, y una tercera para los negros, en la que reservaron los tres primeros puestos a las únicas mujeres del pasaje. Egoístamente me tranquilicé al comprender que habría una plaza para mí.
Conforme íbamos subiendo el patrón nos indicaba dónde debíamos colocarnos, procurando repartir el peso y mantener en equilibrio la embarcación. Cuando habíamos embarcado los marroquíes, los asiáticos y las tres mujeres, pensé que ya no había sitio para más, pero el patrón continuó llamando a nuevos ocupantes, obligando a los que ya estábamos en el bote a que nos apretáramos para hacerles sitio.
Cuando habíamos subido veintiséis se ocuparon todos los huecos posibles y el patrón con un gesto terminante señaló que ya no cabían más. Al menos una docena se quedó en tierra, mirándonos con envidia a los que pudimos embarcar, que al tiempo cruzábamos entre nosotros miradas de temor, conscientes de que en esas condiciones nuestro ansiado viaje acababa de convertirse en una muy peligrosa locura. Sólo el patrón iba provisto de un mugriento salvavidas.
Nos hicimos a la mar de madrugada, sobre las dos o las tres de la mañana. La embarcación, impulsada por un pequeño y silencioso motor enfiló el horizonte en una noche sin luna. Al frente, en el horizonte, se divisaban líneas y grupúsculos de pequeñas luces que brillaban al otro lado del Estrecho. Más a la izquierda un resplandor más intenso evidenciaba la presencia de una ciudad; el patrón la nombró señalándola: “Algeciras”.
La noche era tranquila pero conforme nos alejábamos de la costa el balanceo del bote iba cobrando intensidad y en ocasiones el mar se acercaba peligrosamente al borde de la embarcación amenazando inundarla. Todos, incluido el patrón, éramos conscientes de la delicada situación y, por eso, todos guardábamos un temeroso silencio. Pasaba el tiempo y las luces de la costa seguían percibiéndose a la misma distancia. La escasa potencia del motor, la sobrecarga del bote y lo engañoso que ahora yo comprobaba que era medir una distancia en el mar, me hicieron comprender que la travesía no sería tan corta como había imaginado.
Conforme avanzábamos mar adentro, nos adentramos en una zona de bruma que se fue haciendo cada vez más densa, hasta que una espesa neblina nos impidió divisar las luces de la costa. Ahora dependíamos del sentido de la orientación del patrón, lo que no resultaba muy tranquilizador. Cada cual en su interior recordaba las terribles historias de pateras a la deriva y trágico final que todos habíamos escuchado. Probablemente para rebajar la tensión, con gestos y un lamentable francés, el patrón nos explicó que en realidad aquella niebla en cierto modo podía beneficiarnos, puesto que al igual que nosotros no podíamos divisar la costa, tampoco el bote podía ser fácilmente avistado por las lanchas, helicópteros y puestos de vigilancia que con seguridad nos estarían acechando. También nos dijo que en todo caso podíamos ser detectados por algún radar, si  ien el tráfico en aquella zona era muy intenso, lo que reducía las probabilidades de que llamáramos la atención.
Como en todas las empresas y aventuras la suerte era un factor con el que había que contar y en esta ocasión parecía que la fortuna había venido a ponerse de nuestro lado. Por inquietante que resultara, la espesa niebla que nos rodeaba no amenazaba el éxito de la travesía sino que por el contrario jugaba a nuestro favor. Al menos eso era lo que el patrón sostenía.
Así transcurrieron varias horas que se hicieron eternas y en las que el ruido sordo del pequeño motor y el suave roce del bote surcando el mar fueron los únicos sonidos perceptibles. Cada cual en su credo, todos rezábamos para nuestros adentros.
Pasadas varias horas que se me hicieron eternas, por fin el sol anunció su salida en el horizonte, y hacia el oeste el cielo se fue pintando de un tenue azul plomizo cada vez más claro. La bruma impedía ver más allá de unos pocos metros alrededor. El mar se encontraba en calma, como una balsa de aceite, y el bote lo surcaba deslizándose suavemente. Con el alba la temperatura descendió súbitamente y sentí el frío y la humedad que comenzó a calarme los huesos. Los demás en el bote, igual que hacía yo, dirigían sus miradas en todas direcciones intentando divisar alguna señal que indicara la cercanía de la tierra.
De pronto el tenue calor del sol comenzó a disipar la niebla y en un momento, como una repentina aparición, la tierra se hizo presente frente a nuestras miradas impacientes. En pocos instantes la costa española apareció impresionante y tan cercana que se podían distinguir nítidamente no sólo sus recortados contornos, sino también los pequeños detalles del paisaje, los acantilados y las calas, los árboles e incluso los matorrales y las plantas más pequeñas.
Estábamos muy cerca del lugar de destino y el patrón alzó la voz y sonrió anunciando el próximo fin de un viaje que había comenzado hacía ya casi ocho horas. Excitados por la próxima llegada y para desentumecernos después de tanto tiempo encogidos, todos nos removimos sobre nuestros asientos, lo que provocó que el patrón nos llamara a gritos la atención, pues el bote se tambaleó con peligro de anegarse y zozobrar.
Cuando estábamos a unos veinte metros de la playa el patrón nos dijo a gritos que bajáramos del bote, se supone, pues nadie le entendía, que de uno en uno y con cuidado, si bien algunos no sabíamos nadar y aunque estábamos muy cerca de la orilla no nos atrevíamos a saltar. Le pedimos al patrón que se acercase más a la playa, pero él volvió a echarnos a voces y una gran confusión se apoderó de la embarcación. Algunos se echaron saltando al agua y el bote comenzó a dar tumbos a punto de volcar. Yo, aterrorizada, me asía a la borda como podía para no caer, pero en uno de los bruscos movimientos no me pude sujetar.
Caí al mar y al sumergirme sentí que había llegado mi final. Inmovilizada por el terror notaba cómo me hundía. Abrí los ojos bajo el agua y pude ver la figura desdibujada de otros compañeros a mi lado que afanosamente luchaban por ganar la superficie. Hacia abajo podía ver el fondo rocoso muy cerca de sus pies, pero me resultaba imposible impulsarme para ascender y tomar aire. El tiempo se me hizo eterno y lamenté amargamente mi mala fortuna. Apenas a unos metros de alcanzar aquella tierra tan ansiada, sentía que todo se iba a acabar. En un instante pasaron por mi mente infinidad de secuencias de mi vida: el rostro de mi madre mirándome ensimismada, la cara de un hombre que supuse que sería la de mi padre, me vi también a mí misma corriendo con otros niños en los primeros días en la misión, mi primer encuentro con el mar en las cercanías de Melilla, el rostro amable de sor Ángela, la mirada pícara y bonachona de Mehamed, y la amplia y confiada sonrisa con que Anna me miraba mientras paseábamos cualquier tarde por las calles de Matadi. Sensaciones olvidadas afloraron vívidas desde lo más recóndito de mis recuerdos, y en un momento pude ver con nitidez mi propia imagen descendiendo lentamente al fondo de un abismo que me tragaba y me llevaba consigo para siempre.
Pensé que todo había acabado y cuando ya no me quedaban ni fuerzas ni esperanzas me dispuse a morir. Sin embargo, de pronto sentí cómo alguien me asió del pelo y tiró de mí con fuerza y hacia arriba. Al momento sentí el aire en la cara y la intensa luz del sol que me cegaba. Intenté pero no pude respirar. Mis pulmones estaban anegados y una sensación de angustia se apoderó otra vez de mí. Estaba apunto de desvanecerme cuando mi cuerpo se estremeció con una brusca convulsión, y un intenso dolor se me clavó en el pecho a punto de estallar; entonces arrojé una bocanada y comencé a toser sin control expulsando el agua que me ahogaba. Por fin pude sentir nuevamente el aire llenado sus pulmones y supe que me había salvado; que a pesar de todo no iba a morir. Avancé un poco más con torpes brazadas y al momento mis pies tocaron un fondo pedregoso. Junto a mí, el joven que me había ayudado me miraba sonriente; habíamos llegado a la costa española y ya la estábamos pisando. Exhausta me tumbé en la orilla y percibí en la arena una suave calidez. Pegué mi boca al suelo, lo besé y me eché a llorar balbuceando una oración y dando gracias.
Tuvimos suerte y nadie del bote pereció. Todos estábamos a salvo en la playa. Algunos rezaban sus oraciones, otros escrutaban los alrededores pensado en el siguiente paso que habría que dar.
Según nos habían asegurado alguien debía esperarnos en la playa, pero por allí nadie apareció. El grupo de marroquíes parecía más informado y propuso buscar algún camino secundario que nos llevara a cualquier lugar habitado; allí nos dispersaríamos y mezclaríamos con la población. Pareció lo más razonable y, sin darnos tiempo al descanso, todos nos dispusimos a dejar la playa cuando, de pronto, escuchamos el sonido de vehículos que se acercaban y, al instante, el estridente ulular de una sirena. En apenas un minuto el lugar se llenó de policías y soldados. Los agentes se apostaron alrededor y uno de ellos, con un megáfono en la mano, comenzó a dar instrucciones que al menos yo no podía comprender. Permanecimos agrupados e inmóviles en la playa y los agentes avanzaron hacia nosotros. Observé sus uniformes militares y quedé sumida en la desolación. Sin embargo, me fijé en el rostro y la mirada de un agente y me pereció amable y amistosa, lo que me tranquilizó.
Después busqué entre mis compañeros al joven que me había salvado la vida hacía solo un momento en el agua. Fui mirando uno a uno a cada uno de ellos y, sin embargo, no lo pude encontrar. Debía estar entre nosotros, seguro que lo estaba, pero ninguno de los rostros que escrutaba se parecía al de aquel joven que buscaba. Entonces me vino a la memoria una conversación que mantuve hacía muchos años con sor Ángela.
 —Sor —le pregunté—, ¿qué son los ángeles?
Ella me sonrió, como sorprendida, antes de contestar.
—¿Los ángeles? 
—Sí, madre.
—Bueno, según se dice son espíritus celestiales de los que se sirve Dios para hacer su voluntad.
—Pero, ¿de verdad existen?
Sor Ángela se encogió de hombros en una mueca escéptica que enseguida quiso matizar.
—Desde luego es una cuestión de fe, pero si te soy sincera creo que sí —me dijo usando un tono de confidencia—. ¿No has sentido algunas veces que algún problema que te angustiaba y te parecía imposible de resolver, de repente, ha dejado de existir? ¿No has sentido alguna vez cerca el peligro y, sin embargo, casi milagrosamente has logrado esquivarlo? ¿No te ha pasado que, estando dispuesta a hacer algo en contra de tu conciencia, al final lo has evitado? Yo creo que, a veces, detrás de algunas situaciones incomprensibles está la voluntad del Señor, y un ángel que se ha encargado de aquello suceda así.
—Pero, si son espíritus, no los podemos ver, no tienen cuerpo como nosotros...
—Precisamente por ser espíritus pueden hacer cosas que nosotros no podemos. Pueden tener cuerpo y pueden no tenerlo. Tal vez, fíjate —me dijo—, cada uno de nosotros pueda ser un ángel, si esa es la voluntad del Señor.

 Pasados unos minutos los agentes nos trajeron mantas y botellas de agua que todos bebimos con fruición. Me arropé con la manta y me tumbé en la arena, pensé que no me harían daño y por fin pude descansar.

El fragmento pertenece a la novela Una luz más allá del horizonte, si te ha gustado y quieres leerla puedes descargarla aquí

domingo, 19 de abril de 2015

El Madrid que yo recuerdo



Si uno pudiera adivinar los zarpazos que la vida nos tiene reservados, sin lugar a duda alguna que intentaría evitarlos; otra cosa es que sirviera para algo.
Comenzaré por deciros que nací en Madrid un ocho de mayo de 1910, y que fui el primero de los siete hijos que mi madre trajo al mundo, por lo que gocé del muy dudoso privilegio de encarnar las más altas esperanzas familiares, y asumir ser el modelo en que pudieran fijarse mis hermanos.
Mi padre era un modesto abogado que además de bregar con los pocos pleitos que llegaban al despacho, desempeñaba el cargo de secretario de cierto círculo de comerciantes, conocido por La Cámara, lo que a pesar de ser tantos de familia nos permitía llevar una vida relativamente regalada, sin grandes lujos pero exenta también de graves necesidades. En casa, por ejemplo, siempre hubo sirvienta, que era un signo de distinción y cierto desahogo, pero jamás veraneamos en la playa, como acostumbraba hacer entonces la gente verdaderamente adinerada.
Era mi padre un hombre afable y animoso,  moderadamente culto, moderno para su tiempo y abierto a cuantas novedades irrumpían, entonces casi a diario, acompañando el ímpetu prodigioso con que arrancó el nuevo siglo. De semblante adusto y serio, y circunspecto en los ademanes, ocultaba sus facciones tras una espesa barba que acentuaba la profundidad de unos ojos muy oscuros. No era amigo de ir a fiestas ni a encopetadas o pomposas recepciones, a las que, sin embargo, debía acudir de vez en cuando obligado por los comprimisos y responsabilidades del cargo. Era familiar y por lo que sé buen esposo. Gustaba de sacarnos de vez en cuando de paseo por las tardes y llevarnos de excursión al campo o a comer o merendar al Retiro los domingos. También lo recuerdo jugando con nosotros tirándose por el suelo de la casa como un niño. No era jugador ni mujeriego, creo, tampoco bebedor, aunque recuerdo verlo llegar a casa alguna vez algo achispado, igual que la mirada afilada y de reproche con que lo recibía mi madre en esos casos. A veces se mostraba en extremo reservado y en algunas ocasiones irritable y malhumorado, y entonces era mejor no importunarlo.
Mi madre fue una mujer guapa y dotada de una naturaleza generosa y saludable, que mantuvo su atractivo aun después de tantos embarazos. Tenía un pelo muy oscuro, casi negro, que de joven llevaba siempre recogido en la nuca en un gran moño, según dictaba la moda de la época. Bajo unas cejas sutiles y arqueadas, sus ojos grandes y verdes le otorgaban una expresión tranquila y sosegada, a veces melancólica. Unos labios grusos en su boca ancha, y una nariz pequeña y recta completaban los rasgos de su cara, que al sonreír marcaba dos pequeños hoyuelos en las mejillas muy blancas. Se casó muy joven y enamorada, suponiendo que al hacerlo se aseguraba el ideal de vida que desde niña seguramente había imaginado. Era una madre tierna aunque no excesivamente cariñosa, y una mujer inteligente y muy consciente del suelo que pisaba. Medio en serio medio en broma le gustaba darse algunos aires de grandeza, pues sostenía que procedía de una distinguida familia de Toledo, ciudad de la que, según aseguraba, mi tatarabuelo había llegado a ser alcalde.
Antes de continuar voy a detenerme a presentar brevemente a mis hermanos, a los que iréis conociendo a lo largo del relato, pues por razón de las circunstancias compartí con ellos no sólo los primeros años de mi infancia, sino también otras muchas vicisitudes de mi vida.
La primera en nacer después de mí fue Magdalena, a la que siguieron mis otros cinco hermanos: Carlos, Carmen, Miguel, José, al que primero llamamos Pepito y después Pepe, y por último Pilar, la más pequeña.
Cuando nació Pilar yo tenía dieciséis años y en ese periodo habían nacido mis otros cinco hermanos, lo que al echar cuentas resulta que cada poco más de dos años celebrábamos un bautizo.
Vivíamos en el número veinticuatro de la calle de Preciados, casi en la esquina de Callao, en una casa grande y nueva que mis padres alquilaron nada más casarse. Entonces los niños madrileños pasábamos mucho tiempo en la calle y aquella era una zona que ofrecía numerosos atractivos y posibilidades. La Gran Vía, justo al lado de mi casa, era una avenida nueva, muy ancha y despejada, que se había convertido en el orgullo de todos los madrileños. Era el paseo más concurrido y siempre estaba animado. En las interminables tardes de la infancia, los niños nos sentábamos en sus aceras a observar el deambular frenético de los primeros automóviles, los tranvías que la atravesaban haciendo sonar su campanilla, y el trasiego incesante de gentes que a pie o en carruajes la subían y bajaban. A veces nos dejábamos caer por la cuesta de Santo Domingo hasta la Plaza de Oriente, y en aquellas grandes explanadas jugábamos partidillos de fútbol, poliladron, el pincho o la lata, y las niñas al zirigizo, la comba, el corro o el elástico.
El Madrid que yo recuerdo de niño era una ciudad de callejuelas estrechas con casas de pocas plantas y sin apenas rascacielos, aunque ya empezaban a levantarse los primeros. Salvo las avenidas principales, las calles eran polvorientas y malolientes, pues había obras por todas partes, los animales defecaban en cualquier sitio y todavía en muchas zonas no había alcantarillado. Durante el día el trasiego de gente no cesaba un instante. Caballeros con sombrero hongo y damas con sombrilla se cruzaban con obreros de boina y mono azul, y mujeres malvestidas ataviadas con pañuelos a la cabeza y delantales. De vez en cuando te topabas con pandillas de niños descalzos y vestidos de andrajos que correteaban por todas partes dando gritos y molestando con descaro a los viandantes, a los que no dudaban apedrear con saña y sorprendente tino si alguno osara regañarles. Había pocas tiendas porque la gente compraba sobretodo en los mercados, en cuyos alrededores y agrupados por oficios se instalaban los negocios de los artesanos, los sastres, los zapateros, los carpinteros y los barberos, que todavía entonces algunos eran también sacamuelas.
Al caer la noche, cuando era invierno, las calles se vaciaban pues, salvo en las principales avenidas y plazas, donde empezaba a llegar el alumbrado eléctrico, en cuanto uno se apartaba sólo había luz de gas y la oscuridad lo inundaba todo. La gente se acostaba muy temprano, ya que no había nada que hacer una vez que se acababa la jornada, ni siquiera escuchar la radio, que eso vino mucho más tarde. Entonces la calle era de los borrachos que abandonaban tambaleándose las últimas tabernas, y de las putas y los puteros que, en los estrechos callejones y al abrigo de las sombras, se ocupaban de sus sórdidos y ancestrales cortejos mercenarios.
En verano, por el contrario, las noches de Madrid eran muy animadas. Como hacía calor en las casas la gente sacaba las sillas a la calle y se formaban corros de vecinos que charlaban hasta altas horas, esperando que refrescara. En las plazas se organizaban animadas verbenas, con música de organillo y baile, a las que acudía el vecindario y donde los novios formales bailaban abrazados a la vista de todas las miradas. Recuerdo, con cinco o seis años, acudir a esas verbenas con mis padres y mi hermana Magdalena, y mi hermano Carlos, todavía un bebé, dormido en su cochecito. Nos sentábamos en alguna terraza y mi padre pedía un vino tinto con aceitunas para él, una palomita de anís y unas almendras para mi madre, y una gaseosa para mí y para mi hermana, que saboreábamos con deleite a pequeños sorbos procurando que aquel dulce placer se prolongara.
Yo escuchaba en silencio las conversaciones de mis padres, y aunque a veces no entendía gran cosa, casi siempre prestaba atención a sus palabras. Hablaban de sus proyectos, de los problemas o las anécdotas de mi padre en el trabajo, y de las dificultades de mi madre para llevar la casa, sobre todo cuando estaba embarazada. Comentaban la política, entonces muy enmarañada, con gobiernos que cambiaban por días y frecuentes enfrentamientos entre obreros y empresarios.
En ocasiones las conversaciones transitaban por derroteros más frívolos en los que mis distraidos oídos infantiles reparaban, como cuando con mi madre contaba a mi padre las últimas tendencias de la moda que llegaba de París, que mi madre seguía con atención entusiasta, esbozando con las manos la forma del talle del último vestido que había encargado, o algún detalle del peinado o el tocado en el que andaba pensando. Otras veces era mi padre el que se emocionaba detallando las virtudes del último modelo de automóvil que había visto circular por las calles, que además de sobrio y elegante, afirmaba con los ojos como platos, podía alcanzar los cien kilómetros por hora, tal de asombroso resultaba aquél magnífico aparato.
Fueron tiempos de grandes cambios en los que de la noche a la mañana asistíamos a sucesos prodigiosos, como cuando se fueron sustituyendo los tranvías hasta entonces tirados por caballos, por modernos vagones que se desplazaban aprovechando la electricidad, ese fluido, casi mágico para nosotros, que a traves de unas antenas obtenían de un entramado de cables suspendidos que atravesaban las calles.
También recuerdo la emoción de mi primer viaje en el metropolitano que acababa de inaugurar el propio rey don Alfonso, que nos llevó en sólo unos minutos de Sol a Cuatro Caminos, y todavía me estremece la sensación de penetrar por primera vez, apretando con fuerza la mano de mi madre, tan asombrada como yo y supongo que mi propio padre, en aquellos imponentes gusanos de hierro que se internaban rugiendo como fieras por aquellas misteriosas y oscuras galerías que horadaban a Madrid en sus entrañas.
En mis vivencias de niño recuerdo el estallido de la gran guerra, en la que los europeos divididos en dos bandos, y también los americanos y los turcos y hasta los australianos, que están tan lejos, se enfrentaban en cruentas batallas de cuyo desarrollo informaban a diario los periódicos y todo el mundo hablaba. Y recuerdo a mi padre quejarse de que en la España neutral los empresarios desaprovechaban la ventajosa oportunidad que la guerra les presentaba.
—Dentro de poco nos vamos a lamentar amargamente María —le confesaba mi padre a mi madre que le escuchaba con atención.
—¿Por qué dices eso, Agustín?
—Esta mañana me he encontrado con Adolfo.
—¿Y cómo está?
—Estupendamente y loco al mismo tiempo.
—Nunca anduvo muy bien ese muchacho.
Adolfo era un amigo de la familia. Él y su mujer, doña Elvira, coincidían a menudo con mis padres; iban juntos al teatro, coincidían en actos o recepciones, o quedaban para comer o cenar en algún conocido restaurante. Dos matrimonios de la misma edad que compartían gustos y aficiones, pero entre los que existían también notables diferencias, pues mientras que mi padre tenía que trabajar duro para sacarnos adelante, Adolfo venía de una familia adinerada, y a la muerte de su padre había heredado una próspera fábrica de velas y luminarias, posición a la que había unido los beneficios de un ventajoso matrimonio con la hija de un rico industrial de Cataluña.
—Nada más verlo se ha empeñado en que le acompañara a ver la casa que se está construyendo en Príncipe de Vergara.
—¡Qué lujo!
—Sí… qué lujo —musitó mi padre en tono despectivo—. No es una casa, María, es un palacio. Ha comprado una parcela y está levantando una mansión por todo lo alto.
—¿Pero en esa zona no se iban a construir pisos?
—Eso es lo que dice el plan municipal, pero él ha movido los hilos en el ayuntamiento y le han concedido una licencia.
—Mira que listo… ¿Y de dónde saca Adolfo para tanto?
—Adolfo se está forrando, María. Vende velas y candiles a espuertas, más de las que es capaz de producir. Le llegan pedidos de Francia, Bélgica, Alemania… Como allí están cerradas las fábricas…
—¡Qué suerte tienen algunos!
—Le he recomendado que aproveche el momento para modernizar la fábrica, le he hablado de las lámparas incandescentes, de su producción a gran escala. Es una oportunidad única puesto que las patentes están tiradas por los suelos, a precio de saldo. Se lo he dicho, y también que ahora no necesita una casa tan grande.
—¿Y él que dice?
—Dice que no lo ve claro. El sólo piensa en que ha llegado su momento y sólo se vive una vez; que su mujer y los niños están muy ilusionados con la nueva casa y que no va a dejar pasar la oportunidad de hacer realidad ese sueño.
—Bueno —concedió mi madre—, bien mirado no está mal pensado.
—¿Cómo que no? Adolfo es un imbécil que en su vida ha sido capaz de estar a la altura de las circunstancias. Puedo llegar a entender que no se atreva con las lámparas, porque la verdad es que el pobrecito no da para mucho y probablemente aquello le venga grande. Pero que en su situación tampoco quiera invertir un céntimo en la fábrica, eso no tiene perdón ni explicación. Me consta que no da a basto y está firmando contratos que no sabe si será capaz de cumplir. O es un cretino o un irresponsable, o las dos cosas al mismo tiempo. Además, paga mal y con retraso a los obreros, que ya se le han puesto en huelga varias veces y yo veo que con razón, porque él bien que se da la buena vida. Tenías que ver el automóvil que acaba de comprarse, un dineral le ha costado. Y en Madrid se sabe todo y los sindicatos saben que no paga pero vive como un rajá. Pero lo que más me puede es que no es capaz de mirar más allá de sus narices. No es consciente de que la guerra terminará más pronto que tarde y entonces se terminarán también esos fabulosos pedidos con los que se está forrando. Por ese camino cuando termine la guerra pierde la fábrica y entonces veremos para qué le sirve su palacio. 
—Tú verás como al final sale adelante.
—No creas que tampoco me extrañaría; estos tontos no lo son tanto y seguro que se acomodará a cualquier situación. Pero me exaspera tanta irresponsabilidad y tan mala cabeza. Hay mucha gente que depende de Adolfo. ¿Qué será de esos obreros a los que hoy explota y mañana tendrá que poner de patitas en la calle?
—Bueno Agustín, tal vez todo ocurra de otro modo.

—Ojalá me equivoque María, ojalá.

El texto que acabas de leer es el primer capítulo de
La azarosa vida de Ernesto Valente
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martes, 14 de abril de 2015

Tal día como hoy, hace ochenta y cuatro años.





Después de celebrarse las elecciones todo el país quedó expectante y en vilo, a la espera de que se conocieran los resultados. Al día siguiente de las votaciones comenzaron a circular los primeros rumores de que habían ganado los republicanos, aunque enseguida la derecha difundió la consigna de que en el cómputo general de los votos habían vencido los partidos monárquicos.
El 14 de abril se deshizo la incertidumbre y aquella fecha quedaría marcada en la historia para siempre; para mí fue, además, uno de los días más determinantes de mi vida.
La madrugada del día 14 poca gente durmió tranquila en Madrid. Durante toda la noche grupos de obreros y activistas tomaron la calle gritando consignas que proclamaban el triunfo de los partidos republicanos tanto en Madrid como en las principales capitales; a estos grupos, minúsculos al principio, enseguida se fue uniendo cada vez más y más gente.
Apenas amaneció, desde la Puerta del Sol al Congreso y desde allí al Ministerio de la Guerra para volver a Sol, miles de madrileños conformaban una impresionante marea que llenaba la calle de euforia y espíritu festivo. Los obreros abrazados a las costureras, las enfermeras a los guardias, los tenderos a los escribientes. Camareros, limpiabotas e incluso algunos militares, gentes de todo extracto y condición se sumaban a aquella fiesta y expresaban eufóricos su alegría y entusiasmo; eso sí, no se veía un sólo cura por las calles.

Yo viví aquellos acontecimientos muy de cerca. Por la mañana el ruido que subía desde la calle nos despertó muy temprano, y toda la familia se reunió en la cocina, donde mi madre preparaba el desayuno. Henar, nuestra sirvienta, bajó a comprar el pan pero no pudo encontrarlo. En cambio trajo noticias: continuaba el recuento pero se daba por seguro el triunfo de los partidos republicanos; los militares estaban en sus cuarteles y, a pesar de los temores que se habían propagado el día anterior, ningún levantamiento tenía visos de que fuera a producirse, ni el rey lo quería ni el ejército estaba dispuesto ni coordinado para levantarse; la familia real se había marchado de Madrid y Alfonso XIII, que se encontraba reunido con el gobierno, se decía que pensaba hacerlo de inmediato. Aquellos eran los rumores que corrían de boca en boca a primeras horas de la mañana.
Desde la ventana, mi hermana Magdalena observaba divertida el desfile verbenero que bajaba por la calle, “mira mamá también están los bomberos”, y al momento lo comprobábamos escuchando el ulular de sus sirenas. Sólo a Carmen parecía fastidiarle el ambiente festivo que todo lo inundaba: “vaya pandilla de desgraciados —decía mirando con desprecio a una riada de manifestantes que pasaba—, si son unos muertos de hambre, qué sabrán de monarquía o de república esos paletos”.
Mi padre, asomado también a la ventana, observaba con preocupación el bullicio desatado que había tomado las calles. Ahora todos sabemos el curso de los acontecimientos que a la postre sucedieron, pero en esos momentos nadie podía adivinar cómo acabaría todo aquello. Si de verdad habían ganado los republicanos, ¿habría un pronunciamiento militar?, ¿de verdad se marcharía el rey o pediría el auxilio del ejército?; y si lo hacía ¿se mantendría el ejército unido o se decantarían dos bandos enfrentados? Aquellos interrogantes rondaban los pensamientos de mi padre, que con gesto preocupado se despidió de nosotros y se marchó como cualquier otro día a su trabajo.
Mi hermano Carlos y yo decidimos salir a la calle desoyendo los lamentos de mi madre, a la que prometimos andarnos con cuidado y evitar meternos en trifulcas y problemas. A mi hermano Miguel no le dejaron venir y se quedó en casa protestando.
Conforme avanzaba el día la sensación de euforia se iba relajando para transformarse en impaciencia. Todo el mundo deseaba conocer en qué se iba a traducir el triunfo de los partidos republicanos, que ya se sabía que en Madrid había sido aplastante, aunque faltaban los recuentos de muchos pueblos y algunas ciudades pequeñas. Volvimos a comer a casa y sentados a la mesa comentamos lo que cada uno había visto u oído durante la mañana. Incluso mi madre se había animado a echarse a la calle con Magdalena, Miguel y Pilar; sólo Carmen se quedó en casa. Aunque se daba por seguro quién había ganado, mucha gente se temía un pucherazo, por eso extrañaba que a pesar de la tensión no se hubieran producido altercados ni violencias. Sólo mi padre apuntó lo que nosotros desconocíamos: grupos de descontrolados habían atacado un convento en Chamberí e intentado quemar una iglesia en Arganzuela.

Después de comer, Carlos y yo salimos a la calle otra vez; el ambiente parecía más sosegado pero se palpaba una tensión densa y latente. A media tarde una consigna voló de boca en boca llamándonos a la Puerta del Sol. Allí se trasladó medio Madrid y allí nos fuimos nosotros. A las siete de la tarde no cabía un alma en la plaza y la muchedumbre se desparramó por las calles adyacentes, a la espera del acontecimiento que, se decía, en cualquier momento se iba a producir. De pronto vimos movimiento en un balcón del Ministerio, aparecieron, entre otros, Miguel Maura, Manuel Azaña y Largo Caballero. Se hizo el silencio y alguien tomó la palabra a través de un altavoz. El rey, nos dijo, había abandonado el país con rumbo a Francia, y antes de marcharse había cesado al gobierno. Por ello, continuaba el orador, ante el vacío de poder que se había producido, los allí presentes, a la vista de los resultados de las elecciones y en el nombre del pueblo soberano, proclamaban el nacimiento de una república que se hacía cargo de los designios de España. A continuación dijo que Alcalá-Zamora asumía provisionalmente la presidencia, y que su primer gobierno se constituiría con carácter inmediato, con el encargo de redactar una constitución democrática. Calló el orador y un espeso e impresionante silencio se apoderó de la plaza; de pronto desde el mismo balcón alguien gritó: “¡Viva la República!”, y la multitud respondió al unísono un estruendoso “¡Viva!”, que dio paso a una explosión indescriptible de entusiasmo.
Nada más terminada la proclama, Carlos y yo, abriéndonos paso entre la muchedumbre, volvimos corriendo a casa para contar lo que habíamos visto y escuchado. Tardamos muy poco en llegar porque los acontecimientos estaban sucediendo a muy pocos metros de donde vivíamos. Cuando llegamos todos estaban más o menos al corriente; la sensación era extraña, costaba creer que efectivamente el rey se había marchado y ahora España era una república. Nos detuvimos en contarles los detalles: quiénes salieron al balcón, el semblante serio que mostraban, cuánto duró el discurso, la literalidad de sus palabras, la reacción que se desató en las masas.
 Después de escuchar con atención nuestras noticias mi padre se quedó muy serio y sin decir nada se retiró a su despacho. Yo le seguí, le noté extraño.
—Y ahora ¿qué va a pasar, padre? —le pregunté cuando estuvimos a solas.
—¿Quién lo sabe hijo? —me respondió resignado y con desgana— Habrá que esperar a mañana y a los próximos días.
—¿Volverá el rey?
—No lo creo —me dijo tras pensarlo unos segundos—. Un rey que abandona su país ya no puede volver. Nadie lo entendería ni lo admitiría. Y mejor que así sea Ernesto, que no vuelva. Después de lo que ha ocurrido probablemente sólo agravaría los problemas. La monarquía ha escrito su punto final en España y no nos queda más que aceptarlo; tenemos una república, que sea bienvenida. Sólo pido que no haya derramamiento de sangre. 
Mi padre hablaba despacio, como si le costara mantener la conversación. Acostumbrado al entusiasmo con que normalmente comentaba la política me sorprendía el tono lánguido y resignado de sus palabras.
—¿Se encuentra bien padre?
—Sí, sólo estoy cansado. Ha sido un día muy difícil —me contestó con la mirada baja—. Tráeme agua, Ernesto.
Cogí la jarra de cristal de su mesa y fui a la cocina para llenarla. Allí me entretuve un instante con mi hermano Miguel, empeñado en que le repitiera el discurso de la proclamación palabra por palabra.
Al regresar al despacho encontré a mi padre en pié con los brazos estirados, los puños apoyados sobre la mesa y la cabeza agachada; se había aflojado el nudo de la corbata y gruesas gotas de sudor le corrían por la frente y se deslizaban por la cara. Fui a su lado para observarle más de cerca. Estaba empapado y tenía el semblante descompuesto; me alarmé.
—Padre, ¿qué le ocurre?
—No me encuentro bien Ernesto, llama a tu madre —me respondió con la voz muy débil y sin mirarme.
“¡Madre! ¡Madre!, ¡venga en seguida, padre no se encuentra bien!” grité muy alto. Escuché ruidos precipitados que respondían a mi llamada. “¿Qué ocurre?”, preguntó mi madre asomándose a la puerta. En aquel momento mi padre agachó más la cabeza, seguía de pié pero ahora sus brazos temblaban y no podían sostenerlo. En un instante se desplomó sobre el sillón, había perdido el conocimiento pero su cuerpo se agitaba en convulsiones. Quisimos despojarle de su chaqueta pero no podíamos, tenía la camisa empapada. Mi madre le gritaba angustiada agarrándole de la solapa “Agustín ¿qué te pasa? Agustín, responde”.
De repente su cuerpo quedó inmóvil, recostado como un muñeco que se hubiera dejado caer sobre el sillón. Las piernas extendidas y separadas; la cabeza ladeada a su derecha, los ojos cerrados y una mueca de súbita sorpresa en el semblante.
Mi madre rompió a llorar desesperada. Desde la puerta Miguel y Pilar nos miraban con la boca abierta y los ojos como platos, sin alcanzar a comprender qué había pasado. Llegaron Magdalena y Carmen y se abrazaron a mi madre y al cuerpo inerte de mi padre. Luego Carlos y Pepito, que oyeron los gritos mientras se encontraban asomados a la calle, jugando a tirar furtivamente migas de pan a los viandantes. Al ver llorando a mis hermanas y a mi madre Miguel también rompió a llorar, igual que Pilar, a la que Henar, que fue la última en llegar, abrazó entre lágrimas intentando consolarla.
Yo permanecí paralizado observando aquella escena que se me quedó para siempre grabada en la memoria. Recordaba en ese momento las últimas palabras que me dirigió mi padre. No fueron de despedida, ni de consejo. No fue el discurso que uno espera de un padre agonizante. La muerte le vino por sorpresa, como tantas veces sobreviene, inmerso en las preocupaciones y las dudas y temores de una jornada que había sido extraordinaria. No le dio la oportunidad de despedirse. “No me encuentro bien, llama a tu madre”, y un momento antes “tráeme agua”, fueron las dos últimas frases que mi padre pronunciara. Lo recordaba aquella misma mañana en la cocina, muy serio, como siempre que andaba preocupado, abrochándose el traje y atusándose la barba. Dispuesto a afrontar aquel día tan trascendente, ignorando lo que en realidad le deparaba. Como una absurda incongruencia recordé mi euforia de hacía sólo unos momentos, cuando recorría las calles contagiado de la fiesta popular que todavía continuaba.

Ahora mi padre había muerto y en casa todos menos yo lloraban; lo haría más tarde, amargamente, en la soledad de mi cuarto, escuchando de fondo los acordes de una orquesta, que al son del Himno de Riego desfilaba por la puerta de mi casa.

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