martes, 14 de abril de 2015

Tal día como hoy, hace ochenta y cuatro años.





Después de celebrarse las elecciones todo el país quedó expectante y en vilo, a la espera de que se conocieran los resultados. Al día siguiente de las votaciones comenzaron a circular los primeros rumores de que habían ganado los republicanos, aunque enseguida la derecha difundió la consigna de que en el cómputo general de los votos habían vencido los partidos monárquicos.
El 14 de abril se deshizo la incertidumbre y aquella fecha quedaría marcada en la historia para siempre; para mí fue, además, uno de los días más determinantes de mi vida.
La madrugada del día 14 poca gente durmió tranquila en Madrid. Durante toda la noche grupos de obreros y activistas tomaron la calle gritando consignas que proclamaban el triunfo de los partidos republicanos tanto en Madrid como en las principales capitales; a estos grupos, minúsculos al principio, enseguida se fue uniendo cada vez más y más gente.
Apenas amaneció, desde la Puerta del Sol al Congreso y desde allí al Ministerio de la Guerra para volver a Sol, miles de madrileños conformaban una impresionante marea que llenaba la calle de euforia y espíritu festivo. Los obreros abrazados a las costureras, las enfermeras a los guardias, los tenderos a los escribientes. Camareros, limpiabotas e incluso algunos militares, gentes de todo extracto y condición se sumaban a aquella fiesta y expresaban eufóricos su alegría y entusiasmo; eso sí, no se veía un sólo cura por las calles.

Yo viví aquellos acontecimientos muy de cerca. Por la mañana el ruido que subía desde la calle nos despertó muy temprano, y toda la familia se reunió en la cocina, donde mi madre preparaba el desayuno. Henar, nuestra sirvienta, bajó a comprar el pan pero no pudo encontrarlo. En cambio trajo noticias: continuaba el recuento pero se daba por seguro el triunfo de los partidos republicanos; los militares estaban en sus cuarteles y, a pesar de los temores que se habían propagado el día anterior, ningún levantamiento tenía visos de que fuera a producirse, ni el rey lo quería ni el ejército estaba dispuesto ni coordinado para levantarse; la familia real se había marchado de Madrid y Alfonso XIII, que se encontraba reunido con el gobierno, se decía que pensaba hacerlo de inmediato. Aquellos eran los rumores que corrían de boca en boca a primeras horas de la mañana.
Desde la ventana, mi hermana Magdalena observaba divertida el desfile verbenero que bajaba por la calle, “mira mamá también están los bomberos”, y al momento lo comprobábamos escuchando el ulular de sus sirenas. Sólo a Carmen parecía fastidiarle el ambiente festivo que todo lo inundaba: “vaya pandilla de desgraciados —decía mirando con desprecio a una riada de manifestantes que pasaba—, si son unos muertos de hambre, qué sabrán de monarquía o de república esos paletos”.
Mi padre, asomado también a la ventana, observaba con preocupación el bullicio desatado que había tomado las calles. Ahora todos sabemos el curso de los acontecimientos que a la postre sucedieron, pero en esos momentos nadie podía adivinar cómo acabaría todo aquello. Si de verdad habían ganado los republicanos, ¿habría un pronunciamiento militar?, ¿de verdad se marcharía el rey o pediría el auxilio del ejército?; y si lo hacía ¿se mantendría el ejército unido o se decantarían dos bandos enfrentados? Aquellos interrogantes rondaban los pensamientos de mi padre, que con gesto preocupado se despidió de nosotros y se marchó como cualquier otro día a su trabajo.
Mi hermano Carlos y yo decidimos salir a la calle desoyendo los lamentos de mi madre, a la que prometimos andarnos con cuidado y evitar meternos en trifulcas y problemas. A mi hermano Miguel no le dejaron venir y se quedó en casa protestando.
Conforme avanzaba el día la sensación de euforia se iba relajando para transformarse en impaciencia. Todo el mundo deseaba conocer en qué se iba a traducir el triunfo de los partidos republicanos, que ya se sabía que en Madrid había sido aplastante, aunque faltaban los recuentos de muchos pueblos y algunas ciudades pequeñas. Volvimos a comer a casa y sentados a la mesa comentamos lo que cada uno había visto u oído durante la mañana. Incluso mi madre se había animado a echarse a la calle con Magdalena, Miguel y Pilar; sólo Carmen se quedó en casa. Aunque se daba por seguro quién había ganado, mucha gente se temía un pucherazo, por eso extrañaba que a pesar de la tensión no se hubieran producido altercados ni violencias. Sólo mi padre apuntó lo que nosotros desconocíamos: grupos de descontrolados habían atacado un convento en Chamberí e intentado quemar una iglesia en Arganzuela.

Después de comer, Carlos y yo salimos a la calle otra vez; el ambiente parecía más sosegado pero se palpaba una tensión densa y latente. A media tarde una consigna voló de boca en boca llamándonos a la Puerta del Sol. Allí se trasladó medio Madrid y allí nos fuimos nosotros. A las siete de la tarde no cabía un alma en la plaza y la muchedumbre se desparramó por las calles adyacentes, a la espera del acontecimiento que, se decía, en cualquier momento se iba a producir. De pronto vimos movimiento en un balcón del Ministerio, aparecieron, entre otros, Miguel Maura, Manuel Azaña y Largo Caballero. Se hizo el silencio y alguien tomó la palabra a través de un altavoz. El rey, nos dijo, había abandonado el país con rumbo a Francia, y antes de marcharse había cesado al gobierno. Por ello, continuaba el orador, ante el vacío de poder que se había producido, los allí presentes, a la vista de los resultados de las elecciones y en el nombre del pueblo soberano, proclamaban el nacimiento de una república que se hacía cargo de los designios de España. A continuación dijo que Alcalá-Zamora asumía provisionalmente la presidencia, y que su primer gobierno se constituiría con carácter inmediato, con el encargo de redactar una constitución democrática. Calló el orador y un espeso e impresionante silencio se apoderó de la plaza; de pronto desde el mismo balcón alguien gritó: “¡Viva la República!”, y la multitud respondió al unísono un estruendoso “¡Viva!”, que dio paso a una explosión indescriptible de entusiasmo.
Nada más terminada la proclama, Carlos y yo, abriéndonos paso entre la muchedumbre, volvimos corriendo a casa para contar lo que habíamos visto y escuchado. Tardamos muy poco en llegar porque los acontecimientos estaban sucediendo a muy pocos metros de donde vivíamos. Cuando llegamos todos estaban más o menos al corriente; la sensación era extraña, costaba creer que efectivamente el rey se había marchado y ahora España era una república. Nos detuvimos en contarles los detalles: quiénes salieron al balcón, el semblante serio que mostraban, cuánto duró el discurso, la literalidad de sus palabras, la reacción que se desató en las masas.
 Después de escuchar con atención nuestras noticias mi padre se quedó muy serio y sin decir nada se retiró a su despacho. Yo le seguí, le noté extraño.
—Y ahora ¿qué va a pasar, padre? —le pregunté cuando estuvimos a solas.
—¿Quién lo sabe hijo? —me respondió resignado y con desgana— Habrá que esperar a mañana y a los próximos días.
—¿Volverá el rey?
—No lo creo —me dijo tras pensarlo unos segundos—. Un rey que abandona su país ya no puede volver. Nadie lo entendería ni lo admitiría. Y mejor que así sea Ernesto, que no vuelva. Después de lo que ha ocurrido probablemente sólo agravaría los problemas. La monarquía ha escrito su punto final en España y no nos queda más que aceptarlo; tenemos una república, que sea bienvenida. Sólo pido que no haya derramamiento de sangre. 
Mi padre hablaba despacio, como si le costara mantener la conversación. Acostumbrado al entusiasmo con que normalmente comentaba la política me sorprendía el tono lánguido y resignado de sus palabras.
—¿Se encuentra bien padre?
—Sí, sólo estoy cansado. Ha sido un día muy difícil —me contestó con la mirada baja—. Tráeme agua, Ernesto.
Cogí la jarra de cristal de su mesa y fui a la cocina para llenarla. Allí me entretuve un instante con mi hermano Miguel, empeñado en que le repitiera el discurso de la proclamación palabra por palabra.
Al regresar al despacho encontré a mi padre en pié con los brazos estirados, los puños apoyados sobre la mesa y la cabeza agachada; se había aflojado el nudo de la corbata y gruesas gotas de sudor le corrían por la frente y se deslizaban por la cara. Fui a su lado para observarle más de cerca. Estaba empapado y tenía el semblante descompuesto; me alarmé.
—Padre, ¿qué le ocurre?
—No me encuentro bien Ernesto, llama a tu madre —me respondió con la voz muy débil y sin mirarme.
“¡Madre! ¡Madre!, ¡venga en seguida, padre no se encuentra bien!” grité muy alto. Escuché ruidos precipitados que respondían a mi llamada. “¿Qué ocurre?”, preguntó mi madre asomándose a la puerta. En aquel momento mi padre agachó más la cabeza, seguía de pié pero ahora sus brazos temblaban y no podían sostenerlo. En un instante se desplomó sobre el sillón, había perdido el conocimiento pero su cuerpo se agitaba en convulsiones. Quisimos despojarle de su chaqueta pero no podíamos, tenía la camisa empapada. Mi madre le gritaba angustiada agarrándole de la solapa “Agustín ¿qué te pasa? Agustín, responde”.
De repente su cuerpo quedó inmóvil, recostado como un muñeco que se hubiera dejado caer sobre el sillón. Las piernas extendidas y separadas; la cabeza ladeada a su derecha, los ojos cerrados y una mueca de súbita sorpresa en el semblante.
Mi madre rompió a llorar desesperada. Desde la puerta Miguel y Pilar nos miraban con la boca abierta y los ojos como platos, sin alcanzar a comprender qué había pasado. Llegaron Magdalena y Carmen y se abrazaron a mi madre y al cuerpo inerte de mi padre. Luego Carlos y Pepito, que oyeron los gritos mientras se encontraban asomados a la calle, jugando a tirar furtivamente migas de pan a los viandantes. Al ver llorando a mis hermanas y a mi madre Miguel también rompió a llorar, igual que Pilar, a la que Henar, que fue la última en llegar, abrazó entre lágrimas intentando consolarla.
Yo permanecí paralizado observando aquella escena que se me quedó para siempre grabada en la memoria. Recordaba en ese momento las últimas palabras que me dirigió mi padre. No fueron de despedida, ni de consejo. No fue el discurso que uno espera de un padre agonizante. La muerte le vino por sorpresa, como tantas veces sobreviene, inmerso en las preocupaciones y las dudas y temores de una jornada que había sido extraordinaria. No le dio la oportunidad de despedirse. “No me encuentro bien, llama a tu madre”, y un momento antes “tráeme agua”, fueron las dos últimas frases que mi padre pronunciara. Lo recordaba aquella misma mañana en la cocina, muy serio, como siempre que andaba preocupado, abrochándose el traje y atusándose la barba. Dispuesto a afrontar aquel día tan trascendente, ignorando lo que en realidad le deparaba. Como una absurda incongruencia recordé mi euforia de hacía sólo unos momentos, cuando recorría las calles contagiado de la fiesta popular que todavía continuaba.

Ahora mi padre había muerto y en casa todos menos yo lloraban; lo haría más tarde, amargamente, en la soledad de mi cuarto, escuchando de fondo los acordes de una orquesta, que al son del Himno de Riego desfilaba por la puerta de mi casa.

El fragmento corresponde a esta novela 


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