Para mí hoy es un día especial porque tras casi dos meses de reposo he comenzado a repasar un manuscrito que espero se convierta en mi próxima novela.
Es todo un reto porque se trata de un proyecto ambicioso, pero estoy seguro de que también será una tarea excitante.
Durante los próximos meses de caluroso verano me dispongo a evocar el hermético y fascinante reinado de Felipe de II, y en parycular la convulsa historia de su afamado secretario Antonio Pérez, un corrupto de la época, traidor para unos y héroe para unos cuántos, hoy un mero personaje tocado por la leyenda.
A lo largo de sus páginas la novela me llevará a las intrigas y sucesos extraordinarios que fraguaron el aura negra que envuelve a Felipe II y su hermético reinado. También a los días de gloria tras las jornadas de Lepanto, y al comienzo del declive tras la derrota de la Armada frente a las costas inglesas y el alzamiento de Flandes.
Como protagonistas se sucederán diversos y complejos personajes: la inquietante y sensual Ana de Mendoza, princesa de Éboli, mujer adelantada a su tiempo, meretriz o estratega según quien cuente su historia, Ruy Pérez, su influyente esposo y antagonista del conservador y visceral Duque de Alba, el trastornado y contrahecho Fernando, primer hijo del rey, muerto muy joven y en extrañas circunstancias, don Juan de Austria, el encantador y envidiado hermanastro del monarca, Juan de Escobedo, secretario de don Juan, que murió envenenado víctima de una trama nunca aclarada.
Estos y otros muchos son los personajes de una historia que el cínico, codicioso y brillante Antonio Pérez, el personaje central de la novela, vivió de primera mano hasta su triste final, proscrito y condenado.
Si quieres, puedes leer cómo empieza y darme tu opinión.
En un sucio
callejón de un suburbio de París, allí donde las putas guardan las esquinas y
los maleantes las acechan embozados, con la espalda apoyada sobre el pretil de
un viejo puente, un hombre rumia sus últimos instantes. El frío le cala los
huesos y un dolor amargo le atenaza las entrañas.
De repente oye voces que se acercan hablando un idioma extraño.
Son dos rufianes borrachos que se paran y le observan; algo traman. Un golpe
seco, una patada, en un brazo, seguida de otra más fuerte; luego le llaman y otra vez cuchichean
en voz baja. Uno se agacha y le empuja sin decir nada. Él los ignora, sólo
espera a que se vayan, o mejor a que lo maten de una vez ahorrándole tan triste
trance.
Uno le palpa en busca de qué robarle. No encuentra nada; qué va a
llevar encima una rata. Una mano se desliza por debajo de su ropa y rebuscando va a dar
con unos pliegos desgatados. Se los quitan y los miran como quien
viera al diablo; son papeles importantes a la vista de cualquiera, también de
dos ignorantes. Otra vez hablan y él, ausente, los oye sin inmutarse.
Ahora le tocan la cara, le pellizcan y golpean más bien para
comprobar si está más muerto que vivo. Intercambian comentarios; tal vez se
apiaden por verlo tan malparado; quizá no piensan sino robarle las calzas. Él no
reacciona; ni quiere ni puede hacerlo, sólo desea que se vayan. El dolor le
sobreviene está vez algo más fuerte. Es como un torniquete que le aprieta en
sus adentros; como un ardiente punzón que se le clava en el vientre. La
contorsión se agota en un alarido que espanta a los dos rufianes. Piensan que
mejor se marchan.
LOS ALBORES
Valdecañas es un pequeño concejo entre las villas de Pastrana,
Alhóndiga y Auñón, en la ribera del Arlés, a los pies del imponente castillo de
Los Canes.
Es tierra dura y áspera, de recoletos valles. Allí no veras verdes
prados, pero sí bosques de encinas y pequeñas plantaciones de olivares. Por todas
partes crece la jara y el tomillo y los álamos se mezclan con los
espectaculares sauces.
Aquellos fueron los campos que lo vieron crecer sin el calor y
las caricias de una madre, aunque sí de los atentos cuidados de Manuela, la
guardesa de la casa, que volcó en el pequeño sus más íntimos sentimientos
maternales.
De niño, Antonio pasaba mucho tiempo en compañía de criados. Pocas
veces, cuando lo permitía el trabajo, iba a pescar al río con su padre, o a dar
largos paseos por el campo, recorriendo a caballo la hacienda o visitando aldeas y mercados.
De su primera instrucción se encargó un viejo párroco que le
enseñó las letras y las cuatro reglas matemáticas. Después, viendo su padre que
el muchacho aprovechaba, decidió él mismo enseñarle el álgebra, el latín y la
gramática.
Cuando apenas contaba diez años, don Gonzalo marchó de viaje y el
cuidado del niño no hubo más remedio que encomendarlo a Manuela y los criados, y
buscando un preceptor vino don Gonzalo a dar con el bibliotecario de un
convento franciscano de la cercana Cifuentes, hombre sabio y cabal que a la
sazón era el maestro de la duquesa de Pastrana, hija de los príncipes de Melito,
Grandes de España y dueños de media comarca.
Cuando don Gonzalo les pidió el favor, los príncipes no sólo se
complacieron y aceptaron de buen grado; como favor especial se ofrecieron a mitigar,
en lo posible, la soledad y desamparo del muchacho.
Fue por estas circunstancias que Antonio conoció a Ana, de la que
se enamoró nada más cruzar una mirada. Ella, al principio esquiva y distante, protestó
la liberalidad de sus padres, más no pasó mucho tiempo antes de que el inicial
rechazo se tornara en simpatía y complicidad, al descubrir que aquel chaval desgarbado tenía el don de convertir en aventura la ocasión más rutinaria.
Con Antonio descubrió Ana que en la ribera de río la aguardaban diversiones insospechadas, cada cual más divertida y excitante, como bañarse en sus remansos en las tardes de verano o cazar ranas y
gorriones y robar frutas maduras de alguna huerta cercana.
Para Antonio fue como descubrir un nuevo mundo. Los príncipes,
cuyo aprecio y confianza supo ganarse el muchacho, se empeñaron en asistirle y
otorgarle toda clase de atenciones. Para evitarle ir y venir andando y a diario desde su
casa a palacio, que distaban casi un legua, decidieron cederle de continuo un
pequeño dormitorio reservado a los invitados.
Fue así que Ana y Antonio pasaban todo el día juntos,
compartiendo, además de preceptor, las rutinas familiares, travesuras y
andanzas, alejados, muchas veces, de los ojos complacientes de los príncipes,
amenudo ausentes en la corte, ora en Valladolid, ora en Madrid o Toledo, y por
tanto alejados de palacio. Entonces los niños se convertían en los auténticos
señores de la casa, los mismos que, siendo sobradamente sagaces, supieron
conjurarse en no preocupar a los condes.
A menudo, el viejo preceptor disponía excursiones a los parajes
cercanos, o se los llevaba al río o a los montes, para enseñarles el nombre y
las cualidades de las plantas, las razones de los fenómenos geográficos, y
cuantas maravillas la naturaleza desplegaba para engendrar y multiplicar
belleza por todas partes. Entre los parajes más visitados destacaban las ruinas
del castillo calatravo de Los Canes, en Zorita, al que ascendían por el sinuoso
y empinado caminillo ya en desuso que, entre un frondoso bosque de encinas, se
encarama hasta la cima sorteando matorrales. Allí, entre aquellas gloriosas
murallas que presenciaron mil sucesos y batallas, el viejo preceptor les
hablaba de las hazañas que habían hecho grandes a los Grandes, de los enlaces y
desencuentros que fraguan la historia de España, y de cómo se gestaron las
familias principales y los más altos linajes. Con atención y deleite, los niños
escuchaban aquellos vivos relatos, y al hacerlo aprendían más deprisa de como
el clérigo creía alcanzar a enseñarles.
Con la precoz inteligencia que la caracterizaba, cuando marchaban
al campo, Ana disponía que los criados añadieran a las viandas una buena jarra
del vino aragonés que tanto gustaba al fraile, sabedora como era de su afición
a beber más de lo aconsejable, para sucumbir después al sopor, en largas
siestas, a la plácida sombra de algún árbol.
Entonces Antonio y Ana se perdían entre los matorrales. De Ana recibió
Antonio el primer beso y con éste la sensación más dulce y placentera que jamás
había soñado: el sabor fresco y jugoso de los labios de la niña, y la
procacidad de su pequeña lengua rebuscando jugetona entre sus dientes. A
resguardo del bochorno de una tarde de verano, arrebujados en los huecos de un
gran sauce, por primera vez sus manos, sumergidos bajo la ropa, abrazaron la
estrecha cintura de la muchacha, y palparon curiosas y excitadas la cálida
tersura de su piel y de sus pechos pequeños.
Esos juegos se hicieron cada vez más atrevidos, frecuentes y
espontáneos; también más expertos y, por consiguiente, osados y placenteros.
Dejaron de ser casuales y ahora se repetían como un premeditado y gozoso ritual
al que los niños se entregaban en los graneros y pajares, donde al principio y
a resguardo de la curiosidad de los criados ocultaban su secreto. Después en la
propia alcoba de Ana en el mismísimo palacio, o furtivos en cualquier rincón de
la casa donde el deseo los llamara, tal era el ansia con que los jóvenes se
entregaban a aquel inesperado regalo de placer inagotable, del que acabaron por
degustar y apurar todas sus mieles.
Para Antonio aquellos años transcurrieron como la etapa más feliz
y satisfecha que jamás hubiera sospechado, disfrutando sensaciones que otros
niños de su edad ni siquiera imaginaban. De igual modo disfrutaba la muchacha,
inmersa en un mundo de placeres del que nadie nunca jamás le había hablado y,
sin embargo, allí estaba, al alcance de su mano y obediente a sus deseos,
encarnado en aquel muchacho ahora más alto y apuesto, que la estrechaba con vigor
entre sus brazos.
Mas, inteligentes y avisados como eran, ambos sabían que aquella
dulce relación algún día habría de doblegarse a lo que el destino de dos cunas
tan distintas les tuviera reservado. Antonio, al fin y al cabo, no era más que
el hijo de un alto funcionario, mientras que Ana era la hermosa promogénita de
una muy noble familia castellana. Más pronto que tarde tan distinta condición
habría de jugar sus cartas, y contra aquellos designios apenas podrían hacer
nada.