—EGO TE ABSOLVO
Andrés Vicente
I
A Manuel no le gustaban las despedidas ni los recibimientos. Por eso,
cuando marchaba de viaje nunca se dejaba acompañar a la estación del tren o al
aeropuerto, ni a su regreso esperaba que alguien viniera a recibirlo. De Isabel
y las niñas se despedía como un día cualquiera en el que hubiera de regresar,
unas pocas horas más tarde, para la cena o el almuerzo. Como otras veces, aquél
miércoles, 18 de octubre de 2012, en el instante en que su avión comenzó a
rodar por la pista después de tomar tierra, sintió alivio por haber finalizado
bien el vuelo, y se recostó satisfecho sobre el respaldo del asiento, feliz
porque enseguida estaría en casa.
Sin embargo, una vez abandonó el avión, enfrascado, otra vez, en los
planes y tribulaciones en que andaba envuelto, Manuel olvidó el ritual que
siempre repetía apenas pisar el mármol del edificio de la terminal del
aeropuerto: llamar a casa para escuchar la voz de bienvenida de su esposa o de
alguna de sus hijas. Después de despedirse de su ocasional compañero de viaje,
con el que, durante las tres horas de vuelo, apenas había cruzado unas
palabras, atravesó deprisa las salas y corredores de la terminal en busca de la
puerta de salida, cruzó sorteando la cola de taxis que se apelotonaban a la
espera de pasajeros, abonó el importe por tres días de estacionamiento, y
descendió apresurado los dos tramos de las escaleras mecánicas que llevaban a
la planta inferior del parking.
Tres días antes había dejado su automóvil al otro extremo de la rampa de
salida, por lo que ahora le tocaba caminar un buen trecho hasta encontrarlo. A
esa hora de la tarde, la inmensa planta inferior del aparcamiento estaba casi
vacía, lo que acrecentaba la sensación de espacio y amplificaba el sonido
cadencioso de sus pasos, y el rumrum
monótono de su maleta rodando sobre el pulido asfaltado del suelo.
Conforme caminaba, a su frente, le
llamó la atención la presencia de un hombre alto, delgado y de aspecto
desgarbado, que llevaba una gabardina oscura a la que le sobraban varias
tallas, cuya apariencia le resultaba a la vez familiar y estrafalaria. Sobre la
cabeza llevaba un sombrero de alas anchas y caídas que ocultaban los rasgos de
su rostro. Manuel apartó la mirada para evitarlo, preguntándose para sus adentros
qué podría estar haciendo aquel hombre de tan inquietante aspecto, inmóvil como
una estatua y mirando a la nada en mitad del aparcamiento desierto.
Instintivamente aceleró el paso y
apretó con fuerza el maletín que agarraba con su mano izquierda. Un resorte
interior le advirtió de que algo no encajaba, y una sensación de nervioso
acaloramiento le ruborizó los pómulos y erizó el vello.
Sin embargo, sus temores
parecieron infundados. Al pasar a su lado, el hombre no le prestó la menor
atención y permaneció inmóvil en su enigmática ausencia, como plantado en el
asfalto. “Me estoy volviendo paranoico”, pensó Manuel esbozando una sonrisa,
mientras recorría a pasos largos los últimos cincuenta metros que apenas le
separaban del coche. Al llegar a donde estaba aparcado dejó a un lado la
maleta, deslizó el dedo índice sobre el cristal y observó que arrastraba una
película grisácea, de polvo acumulado, de la que se deshizo frotándose los
dedos; después introdujo la mano en el bolsillo del pantalón y extrajo una llave
gruesa en la que pulsó un botón, que al instante provocó un clic, y la repetición de dos destellos
acompasados de los intermitentes.
Estaba acercando su mano a la
manija para abrir la puerta, cuando otro clic, este más perceptible y
metálico, sonó nítido a sus espaldas. En un acto reflejo se volvió y pudo ver
al mismo hombre con el que se había cruzado apenas unos segundos antes. Sin que
se hubiera percatado, aquél tipo le había seguido y ahora se encontraba
observándole a unos diez metros de distancia. Manuel tardó un segundo en
comprender qué significó aquel gesto con el que parecía que le señalaba con un
dedo. Cuando supo lo que estaba sucediendo ya era demasiado tarde, sonó una
especie de zumbido sordo y apagado y notó un golpe seco en el pecho. Devolvió
la mirada al hombre que le había disparado y al momento volvió a repetirse el
mismo sonido e idéntica sensación, otro impacto efímero y sutil, muy cerca del
primero, indoloro en el primer instante, pero enormemente perturbador sólo un
par de segundos más tarde. De pronto sintió que no podía respirar y que las
piernas se negaban a sostenerle. Sin que su mente lo ordenara, su mano derecha
se dirigió a donde había recibido los dos golpes; al observarla, atónito e
incrédulo, la vio manchada de un líquido cálido, viscoso y rojo intenso. En un
instante la chaqueta y la camisa se empaparon de la sangre que se le escapaba a
borbotones del pecho. Todo eso percibió Manuel en una fracción intemporal que
le pareció a la vez breve y eterna; un instante en el que desaparecideron los
sonidos y se detuvieron el tiempo y el movimiento; una extraña situación que
parecía que se estaba recreando en un mal sueño. Sintió nauseas y frío y calor
al mismo tiempo, la visión se le nubló y un sudor helado y nauseabundo le avisó,
con insolente certeza, de que la vida se le estaba escapando sin remedio.
Entonces se desplomó como un fardo y cayó golpeándose violentamente la cabeza
contra el suelo. Quedó tumbado en una postura incongruente: las piernas
contraídas y entreabiertas, un brazo extendido y el otro a la espalda
aprisionado por el peso de su propio cuerpo.
Inmóvil en el suelo pudo advertir cómo alguien se acercaba; fue sólo una
sutil percepción, pues ya no podía ver ni escuchar nada, ni tampoco razonar o
hilvanar un pensamiento, sólo sentir irreflexivamente. Apenas un segundo
después perdió por completo la conciencia de sí mismo, y la nada absoluta
sustituyó para siempre a su existencia.
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