sábado, 19 de abril de 2014

Capitulo II, San Miguel, Katanga, Zaire



II

Jamás conocí a mi padre y de mi madre no guardo más que un grato lejano recuerdo. Las primeras percepciones de las que soy consciente se desvanecen en la nebulosa de la fría mañana en que me encomendaron a las monjas que llevaban la misión.
Por ellas pude saber que procedía de una aldea en las cercanías de Kahia, en Entala, una región boscosa del valle del Lukuga, y que mi madre había sido una pequeña y bondadosa mujer que a la muerte de mi padre tuvo que abandonar el Zaire y dirigirse huyendo a Tanzania, más allá del gran Tanganica, de donde nunca regresó.
Por triste y desgarradora que pueda parecer mi historia, allí donde yo nací no resulta en modo alguno extraordinaria. Como tantas otras criaturas del Señor, tuve el infortunio de venir al  mundo a sufrir los desvaríos que desde décadas asolaban, y aun hoy continúan asolando, la maldita región centroafricana. Familias enteras desplazadas cuando no cruelmente desmembradas, historias de horrendos asesinatos, mutilaciones, venganzas y represalias, violaciones, detenciones y tormentos infringidos sin más motivo que el de pertenecer a la otra etnia o facción, o por el solo hecho de vivir en el lugar inadecuado. Ese fue el dramático escenario en que me tocó en suerte nacer.
Sin embargo, y a pesar de todo, podría decirse que al fin y al cabo yo fui una niña afortunada, pues la sabia decisión de mi madre me salvó de un destino que pudo ser mucho peor. Aunque la guerra, o por mejor decirlo, las incesantes disputas y escaramuzas, de tan diverso origen y tamaño, a nada ni a nadie respetaban, San Miguel se mantuvo por algún tiempo al margen de los conflictos. No es que las facciones en disputa apreciaran el trabajo humanitario de las monjas, ni tampoco que a sus comandantes les detuviera algún sentimiento o reserva de carácter religioso; simple y llanamente respetaban la misión por pura conveniencia, sabedores de que allí podían encontrar medicinas y cuidados para los heridos en los enfrentamientos que tropas gubernamentales y rebeldes libraban en las selvas recónditas de aquellas apartadas montañas.
Las tareas habituales de la misión resultaban de lo más variadas, aunque todas giraban en torno al propósito de prestar ayuda a cualquiera que la necesitara. Prevenir o combatir epidemias y pandemias, curar heridas y atender enfermos y ancianos desahuciados, potabilizar el agua de los pozos e inculcar normas de higiene entre la población, constituían el quehacer cotidiano de la misión. Un quehacer que se compaginaba con otras no menos importantes labores educativas y formativas a las que las monjas se entregaban: enseñar sencillas técnicas de cultivo a los campesinos, instruir a jóvenes y mujeres sobre principios de educación sexual y, por supuesto, iniciar en las primeras letras a los niños y a los adultos interesados que poblaban las aldeas aledañas. 
Aunque inicialmente no estuvo previsto, con los años y para dar respuesta a una necesidad a la que las monjas no pudieron ni quisieron dar la espalda, San Miguel acabó convirtiéndose también en una residencia de acogida para niños huérfanos o abandonados.
Puedo asegurar que la catequesis y la evangelización no ocupaban ni de lejos el afán prioritario de las monjas, al menos de una forma explícita y deliberada. La predicación de los Evangelios no absorbía el tiempo ni el esfuerzo en la ajetreada vida de la misión, en tanto que las oraciones quedaban para el ámbito interno de la comunidad de monjas, en el que las hermanas, discretamente, cada mañana muy temprano y cada tarde acabada la jornada, si las obligaciones lo permitían, se ocupaban de sus rezos en la pequeña capilla.
Era de un modo más sutil y apenas perceptible como las monjas cumplían lo que ellas llamaban su misión: sin la imposición de ritos ni liturgias, sin propagar dogmas o doctrinas, con la persuasión más eficaz que da el ejemplo. Así las hermanas expresaban una fe que en aquellas tierras sólo unos pocos nativos compartíamos, pues aunque muchos habían sido bautizados y conocían sus dogmas y principios elementales, en su fuero interno la mayoría preservaba sus creencias religiosas ancestrales, y en el fondo percibía el cristianismo como una religión extraña y extranjera.
La misión era muy simple en su estructura y configuración. Sus dependencias se reducían a la pequeña escuela y el hospital y su dispensario, además de la capilla y las austeras aunque cómodas y ventiladas estancias de las monjas, que a lo largo de los años nunca fueron más de seis.
La construcción de cada estancia era también muy sencilla, pues salvo el dormitorio de las hermanas, la pequeña oficina y el hospital, fabricados de madera, ladrillos y cemento, con paredes, puertas y ventanas, y tejados a dos aguas al estilo occidental, el resto de las dependencias: cocina, escuela y demás, se habían construido con troncos de madera enlazados por cuerdas o lianas, y techumbres de ramas y argamasa que proporcionaban espacios a cubierto de las lluvias tan frecuentes, o del inclemente calor del mediodía. Sólo las letrinas y los baños prestaban la necesaria intimidad, y el almacén de los víveres y las herramientas también estaba construido con ladrillos y cemento y se mantenía cerrado bajo llave, al igual que el dispensario.
El núcleo de la misión ocupaba una extensa superficie cuadrangular, enclavada en el promontorio de un gran claro de selva que formaba una amplia y despejada explanada. En el centro del calvero las monjas había delimitado un contorno cerrado por las diferentes dependencias de la misión, que se adosaban unas a otras formando un rectángulo que dejaba un tramo abierto que servía de acceso al interior. En el espacio despejado que abarcaba la misión, disponiendo piedras encaladas, se habían trazado dos caminos que comunicaban cada lado y su contrario, formando de tal modo una gran cruz. En el crucero, con troncos de madera, las monjas habían levantado una  plataforma sobre la que descansaba un depósito al que un pequeño motor de gasóleo elevaba el agua que llegaba conducida desde un manantial cercano. Con gran sentido práctico, aprovechando la elevación del depósito, las hermanas habían conseguido dotar de agua corriente a muchas de las dependencias de la misión, lo que posibilitaba el mantenimiento de unas sorprendentes condiciones de limpieza y salubridad, inusitadas en aquél entorno tan salvaje y primitivo. Junto al gran depósito se habían construido la cocina y un lavadero bien techado, y a sus espaldas unas sencillas duchas que nos permitían cumplir las estrictas medidas de higiene que las monjas inculcaban y exigían.
Cercano al dormitorio de las religiosas, compartiendo los servicios y la protección que otorgaba la misión, diseminadas con cierto orden en una zona acotada de la explanada, se levantaban las chozas donde vivíamos los niños. Eran cabañas de planta circular, paredes de adobe y techumbre de ramas y cañizos, sin otro mueble en su interior más que un estrecho camastro por ocupante, con su correspondiente cajón a modo de baúl, donde guardábamos nuestras escasas pertenencias personales. Alojados en grupos de tres o cuatro niños por cabaña, el de mayor edad solía ser el responsable de la estancia.
Dispersas en los alrededores y con mayor independencia e intimidad, surgían por aquí y por allá las viviendas de los empleados, que vivían con sus familias y se ocupaban de ayudar a las hermanas en las múltiples tareas que precisaba el día a día de la misión, especializados algunos como enfermeros, cocineros, carpinteros o albañiles, y otros, los menos hábiles o dispuestos, empleados como meros ayudantes o peones. Los de mayor criterio o confianza se ocupaban como mensajeros o recaderos, destinos de gran responsabilidad en aquél recóndito lugar perdido en las montañas, donde la comunicación y los suministros eran servicios de la mayor importancia. Todos los empleados, además, colaboraban cuando era necesario en el cuidado de la huerta y las tareas de la granja. Por su trabajo no percibían ningún salario, sólo la comida y el vestido, y la impagable seguridad y protección que en tantos órdenes la misión podía prestarles.  
Los recursos con que contaban las hermanas se reducían a una pequeña asignación que cada año establecía el obispado, y a los beneficios, muy escasos, que se obtenían de la venta de productos de la huerta y de la granja. Estos ingresos se empleaban íntegramente en adquirir medicamentos y material para la clínica, así como combustible, semillas, fertilizantes, piensos, herramientas y otros utensilios necesarios para el trabajo en la pequeña granja, y en los cultivos de verduras, mandioca, algodón y bananas.
Con cierta regularidad llegaban a la misión medicamentos, alimentos básicos y abundante ropa usada, procedente todo ello de excedentes de países ricos que se recibían como ayuda humanitaria.
Los visitantes y los familiares de los enfermos que ingresaban en el pequeño hospital, cuando no volvían a sus aldeas a esperar la cura o evolución de las dolencias, se acomodaban en las cabañas disponibles, si las había, o en improvisados chamizos que con ramas y plásticos ellos mismos levantaban. En conjunto vivían en la misión y sus alrededores un centenar largo de personas, si bien de sus atenciones y servicios se beneficiaban decenas de pequeñas aldeas desperdigadas por las montañas.
Al frente de la misión estaba sor Ángela, la superiora, a la que todos llamábamos “madre”. Sor Ángela había nacido en Valliers, en las cercanías de Annecy, junto a la frontera franco-suiza, en un apartado cantón provenzal rodeado de una hermosa campiña moteada de granjas y pequeñas casas de labranza.
A menudo nos decía que el plácido verdor que rodeaba la misión le recordaba su querido y en ocasiones añorado paisaje de Valliers, y nos invitaba a imaginarlo como la rica y generosa campiña que ella quería convencernos de que un día podría ser.
 Ante nuestra mirada divertida gustaba otear los inmensos valles entre las escarpadas montañas, y como en una ensoñación hacernos imaginar un paisaje de ondulantes acequias colmadas de agua fresca hábilmente conducida hacia los sembrados y las granjas. Donde no había más que selva ella quería ver cañaverales frondosos y suaves senderos que conducían a hermosas huertas con vacas, gallos orgullosos y aguerridos perros ovejeros. Sobre las suaves colinas adivinaba fértiles y cuidadas terrazas que escalonaban las laderas, y sembrados de viñedos, olivos, trigales y frutales y, como enormes alfombras de llamativos tonos verdes, inmensos pastizales saciados por el inagotable y generoso Zaire.
Sor Ángela nos animaba a rechazar aquella  evocación como una quimera imposible y negada por irresistibles circunstancias. Prefería que la viéramos como una premonición de lo que algún día, tal vez lo quisiera Dios, pudiera llegar a ser aquella hermosa, vigorosa y fértil tierra africana.

Pero frente a su entusiasmo y el nuestro se imponía la tremenda e irremisible realidad de un país inmenso e inmensamente rico en el que sus gentes, sin embargo, malvivían y morían miserablemente. Décadas de infame explotación y corrupción, de absurdas, interminables y sangrientas disputas y contiendas; el sacrificio de una generación tras otra; ahí estaba la razón de la pobreza de una tierra maravillosa como es África. Todo el mundo conoce las causas pero nadie hace nada eficaz para alumbrar siquiera la esperanza. Odios fomentados por diversos y siempre oscuros intereses; a veces cercanos y previsibles, otras lejanos e insospechados, siempre mezquinos intereses. Guerras que matan y empobrecen a millones para satisfacer las ambiciones de unos pocos. Generaciones condenadas a vivir sin presente y sin futuro; hombres y mujeres, ancianos y niños, personas de toda condición convertidas en fichas sin valor, sacrificadas en el tablero del terrible juego de la codicia y las venganzas.

Este es el segundo capítulo de la novela. Si te ha gustado lo que has leído, puedes seguir con la novela completa.

Feliz día.


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