II
Jamás conocí a mi
padre y de mi madre no guardo más que un grato lejano recuerdo. Las primeras
percepciones de las que soy consciente se desvanecen en la nebulosa de la fría
mañana en que me encomendaron a las monjas que llevaban la misión.
Por ellas pude saber
que procedía de una aldea en las cercanías de Kahia, en Entala, una región
boscosa del valle del Lukuga, y que mi madre había sido una pequeña y bondadosa
mujer que a la muerte de mi padre tuvo que abandonar el Zaire y dirigirse
huyendo a Tanzania, más allá del gran Tanganica, de donde nunca regresó.
Por triste y
desgarradora que pueda parecer mi historia, allí donde yo nací no resulta en
modo alguno extraordinaria. Como tantas otras criaturas del Señor, tuve el
infortunio de venir al mundo a sufrir
los desvaríos que desde décadas asolaban, y aun hoy continúan asolando, la maldita
región centroafricana. Familias enteras desplazadas cuando no cruelmente
desmembradas, historias de horrendos asesinatos, mutilaciones, venganzas y
represalias, violaciones, detenciones y tormentos infringidos sin más motivo
que el de pertenecer a la otra etnia o facción, o por el solo hecho de vivir en
el lugar inadecuado. Ese fue el dramático escenario en que me tocó en suerte
nacer.
Sin embargo, y a pesar de todo, podría decirse
que al fin y al cabo yo fui una niña afortunada, pues la sabia decisión de mi
madre me salvó de un destino que pudo ser mucho peor. Aunque la guerra, o por
mejor decirlo, las incesantes disputas y escaramuzas, de tan diverso origen y
tamaño, a nada ni a nadie respetaban, San Miguel se mantuvo por algún tiempo al
margen de los conflictos. No es que las facciones en disputa apreciaran el
trabajo humanitario de las monjas, ni tampoco que a sus comandantes les
detuviera algún sentimiento o reserva de carácter religioso; simple y
llanamente respetaban la misión por pura conveniencia, sabedores de que allí
podían encontrar medicinas y cuidados para los heridos en los enfrentamientos
que tropas gubernamentales y rebeldes libraban en las selvas recónditas de aquellas
apartadas montañas.
Las tareas habituales
de la misión resultaban de lo más variadas, aunque todas giraban en torno al
propósito de prestar ayuda a cualquiera que la necesitara. Prevenir o combatir
epidemias y pandemias, curar heridas y atender enfermos y ancianos desahuciados,
potabilizar el agua de los pozos e inculcar normas de higiene entre la
población, constituían el quehacer cotidiano de la misión. Un quehacer que se
compaginaba con otras no menos importantes labores educativas y formativas a
las que las monjas se entregaban: enseñar sencillas técnicas de cultivo a los
campesinos, instruir a jóvenes y mujeres sobre principios de educación sexual
y, por supuesto, iniciar en las primeras letras a los niños y a los adultos
interesados que poblaban las aldeas aledañas.
Aunque inicialmente
no estuvo previsto, con los años y para dar respuesta a una necesidad a la que
las monjas no pudieron ni quisieron dar la espalda, San Miguel acabó
convirtiéndose también en una residencia de acogida para niños huérfanos o
abandonados.
Puedo asegurar que la
catequesis y la evangelización no ocupaban ni de lejos el afán prioritario de
las monjas, al menos de una forma explícita y deliberada. La predicación de los
Evangelios no absorbía el tiempo ni el esfuerzo en la ajetreada vida de la misión,
en tanto que las oraciones quedaban para el ámbito interno de la comunidad de
monjas, en el que las hermanas, discretamente, cada mañana muy temprano y cada
tarde acabada la jornada, si las obligaciones lo permitían, se ocupaban de sus
rezos en la pequeña capilla.
Era de un modo más
sutil y apenas perceptible como las monjas cumplían lo que ellas llamaban su
misión: sin la imposición de ritos ni liturgias, sin propagar dogmas o
doctrinas, con la persuasión más eficaz que da el ejemplo. Así las hermanas
expresaban una fe que en aquellas tierras sólo unos pocos nativos compartíamos,
pues aunque muchos habían sido bautizados y conocían sus dogmas y principios
elementales, en su fuero interno la mayoría preservaba sus creencias religiosas
ancestrales, y en el fondo percibía el cristianismo como una religión extraña y
extranjera.
La misión era muy
simple en su estructura y configuración. Sus dependencias se reducían a la
pequeña escuela y el hospital y su dispensario, además de la capilla y las
austeras aunque cómodas y ventiladas estancias de las monjas, que a lo largo de
los años nunca fueron más de seis.
La construcción de
cada estancia era también muy sencilla, pues salvo el dormitorio de las hermanas,
la pequeña oficina y el hospital, fabricados de madera, ladrillos y cemento,
con paredes, puertas y ventanas, y tejados a dos aguas al estilo occidental, el
resto de las dependencias: cocina, escuela y demás, se habían construido con
troncos de madera enlazados por cuerdas o lianas, y techumbres de ramas y
argamasa que proporcionaban espacios a cubierto de las lluvias tan frecuentes,
o del inclemente calor del mediodía. Sólo las letrinas y los baños prestaban la
necesaria intimidad, y el almacén de los víveres y las herramientas también
estaba construido con ladrillos y cemento y se mantenía cerrado bajo llave, al
igual que el dispensario.
El núcleo de la
misión ocupaba una extensa superficie cuadrangular, enclavada en el promontorio
de un gran claro de selva que formaba una amplia y despejada explanada. En el
centro del calvero las monjas había delimitado un contorno cerrado por las
diferentes dependencias de la misión, que se adosaban unas a otras formando un
rectángulo que dejaba un tramo abierto que servía de acceso al interior. En el
espacio despejado que abarcaba la misión, disponiendo piedras encaladas, se
habían trazado dos caminos que comunicaban cada lado y su contrario, formando
de tal modo una gran cruz. En el crucero, con troncos de madera, las monjas
habían levantado una plataforma sobre la
que descansaba un depósito al que un pequeño motor de gasóleo elevaba el agua
que llegaba conducida desde un manantial cercano. Con gran sentido práctico,
aprovechando la elevación del depósito, las hermanas habían conseguido dotar de
agua corriente a muchas de las dependencias de la misión, lo que posibilitaba
el mantenimiento de unas sorprendentes condiciones de limpieza y salubridad,
inusitadas en aquél entorno tan salvaje y primitivo. Junto al gran depósito se
habían construido la cocina y un lavadero bien techado, y a sus espaldas unas
sencillas duchas que nos permitían cumplir las estrictas medidas de higiene que
las monjas inculcaban y exigían.
Cercano al
dormitorio de las religiosas, compartiendo los servicios y la protección que
otorgaba la misión, diseminadas con cierto orden en una zona acotada de la
explanada, se levantaban las chozas donde vivíamos los niños. Eran cabañas de
planta circular, paredes de adobe y techumbre de ramas y cañizos, sin otro
mueble en su interior más que un estrecho camastro por ocupante, con su
correspondiente cajón a modo de baúl, donde guardábamos nuestras escasas
pertenencias personales. Alojados en grupos de tres o cuatro niños por cabaña,
el de mayor edad solía ser el responsable de la estancia.
Dispersas en los alrededores y con mayor
independencia e intimidad, surgían por aquí y por allá las viviendas de los
empleados, que vivían con sus familias y se ocupaban de ayudar a las hermanas
en las múltiples tareas que precisaba el día a día de la misión, especializados
algunos como enfermeros, cocineros, carpinteros o albañiles, y otros, los menos
hábiles o dispuestos, empleados como meros ayudantes o peones. Los de mayor
criterio o confianza se ocupaban como mensajeros o recaderos, destinos de gran
responsabilidad en aquél recóndito lugar perdido en las montañas, donde la
comunicación y los suministros eran servicios de la mayor importancia. Todos
los empleados, además, colaboraban cuando era necesario en el cuidado de la
huerta y las tareas de la granja. Por su trabajo no percibían ningún salario,
sólo la comida y el vestido, y la impagable seguridad y protección que en
tantos órdenes la misión podía prestarles.
Los recursos con que
contaban las hermanas se reducían a una pequeña asignación que cada año
establecía el obispado, y a los beneficios, muy escasos, que se obtenían de la
venta de productos de la huerta y de la granja. Estos ingresos se empleaban
íntegramente en adquirir medicamentos y material para la clínica, así como
combustible, semillas, fertilizantes, piensos, herramientas y otros utensilios
necesarios para el trabajo en la pequeña granja, y en los cultivos de verduras,
mandioca, algodón y bananas.
Con cierta
regularidad llegaban a la misión medicamentos, alimentos básicos y abundante
ropa usada, procedente todo ello de excedentes de países ricos que se recibían
como ayuda humanitaria.
Los visitantes y los
familiares de los enfermos que ingresaban en el pequeño hospital, cuando no volvían
a sus aldeas a esperar la cura o evolución de las dolencias, se acomodaban en
las cabañas disponibles, si las había, o en improvisados chamizos que con ramas
y plásticos ellos mismos levantaban. En conjunto vivían en la misión y sus
alrededores un centenar largo de personas, si bien de sus atenciones y
servicios se beneficiaban decenas de pequeñas aldeas desperdigadas por las
montañas.
Al frente de la
misión estaba sor Ángela, la superiora, a la que todos llamábamos “madre”. Sor
Ángela había nacido en Valliers, en las cercanías de Annecy, junto a la
frontera franco-suiza, en un apartado cantón provenzal rodeado de una hermosa
campiña moteada de granjas y pequeñas casas de labranza.
A menudo nos decía
que el plácido verdor que rodeaba la misión le recordaba su querido y en
ocasiones añorado paisaje de Valliers, y nos invitaba a imaginarlo como la rica
y generosa campiña que ella quería convencernos de que un día podría ser.
Ante nuestra mirada divertida gustaba otear los inmensos valles entre las escarpadas
montañas, y como en una ensoñación hacernos imaginar un paisaje de ondulantes
acequias colmadas de agua fresca hábilmente conducida hacia los sembrados y las
granjas. Donde no había más que selva ella quería ver cañaverales frondosos y
suaves senderos que conducían a hermosas huertas con vacas, gallos orgullosos y
aguerridos perros ovejeros. Sobre las suaves colinas adivinaba fértiles y
cuidadas terrazas que escalonaban las laderas, y sembrados de viñedos, olivos,
trigales y frutales y, como enormes alfombras de llamativos tonos verdes,
inmensos pastizales saciados por el inagotable y generoso Zaire.
Sor Ángela nos
animaba a rechazar aquella evocación como
una quimera imposible y negada por irresistibles circunstancias. Prefería que
la viéramos como una premonición de lo que algún día, tal vez lo quisiera Dios,
pudiera llegar a ser aquella hermosa, vigorosa y fértil tierra africana.
Pero frente a su entusiasmo
y el nuestro se imponía la tremenda e irremisible realidad de un país inmenso e
inmensamente rico en el que sus gentes, sin embargo, malvivían y morían
miserablemente. Décadas de infame explotación y corrupción, de absurdas,
interminables y sangrientas disputas y contiendas; el sacrificio de una
generación tras otra; ahí estaba la razón de la pobreza de una tierra
maravillosa como es África. Todo el mundo conoce las causas pero nadie hace
nada eficaz para alumbrar siquiera la esperanza. Odios fomentados por diversos
y siempre oscuros intereses; a veces cercanos y previsibles, otras lejanos e
insospechados, siempre mezquinos intereses. Guerras que matan y empobrecen a
millones para satisfacer las ambiciones de unos pocos. Generaciones condenadas
a vivir sin presente y sin futuro; hombres y mujeres, ancianos y niños,
personas de toda condición convertidas en fichas sin valor, sacrificadas en el
tablero del terrible juego de la codicia y las venganzas.
Este es el segundo capítulo de la novela. Si te ha gustado lo que has leído, puedes seguir con la novela completa.
Feliz día.
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