miércoles, 1 de mayo de 2013

El comienzo de todo lo que habría de venir


III

Después de que me echaran del colegio sin haber logrado acabar el bachillerato me dediqué durante algún tiempo a ayudar a mi padre en los asuntos del despacho, más que nada atendiendo a la puerta y dando citas, y llevando y trayendo documentos unas veces al correo y otras veces al juzgado. Pero en el bufete de mi padre tampoco es que hubiera mucho que hacer, por lo que aquella ocupación no me ofrecía perspectivas de futuro y mi padre pensó que había llegado el momento de buscarme un verdadero trabajo. Estaba a punto de cumplir los diecinueve años y esa era la edad apropiada para encauzar de algún modo el porvenir de cualquier joven que no pensara o pudiera continuar con los estudios. Como se suponía que mi familia debía mantener el lustre de una cierta posición, tampoco parecía apropiado que yo aceptara un trabajo que para aquella mentalidad se pudiera considerar indecoroso, por lo que se descartaron algunas ofertas de empleos manuales y algún otro que se me ofreció como dependiente de comercio, y decidieron mis padres, y he de reconocer que yo no lo vi con malos ojos, buscarme algún puesto en el ayuntamiento o algún recoveco ministerial, reductos donde era frecuente que terminaran por acomodarse muchos vástagos de las buenas familias madrileñas.
Se dispuso otra vez mi padre a mover sus influencias, pero no eran aquellos momentos los más propicios para tales manejos, ni sus relaciones las que tuvo años atrás, cuando se movía como pez en el agua en los entresijos del mercado de prebendas.
El país atravesaba un periodo de enorme incertidumbre y Madrid no era ajena a aquel ambiente  de inquieto desasosiego que se respitaba en el ambiente, y que auspiciaba que algo grave y trascendente estaba a punto de pasar. Había fracasado la dictadura, en la que mi padre y otros muchos habían puesto tantas esperanzas en que acabaría por reconducir un país que tras lo de Cuba y Filipinas estaba comenzando a conocerse a sí mismo, y a asumir la podredumbre que por siglos lo venía corroyendo. Pero tras una década de vacas gordas en la que la prosperidad y el optimismo convivieron mano a mano con un clima de mayor seguridad, el año 1929 frustró todas las esperanzas. Una profunda crisis económica se extendió por Europa provocando el hundimiento de las bolsas y la pérdida del valor de las acciones, con el consiguiente cierre de multitud de empresas que dejaban a riadas de obreros en la calle.
Aunque estas circunstancias no eran estrictamente achacables a la política del gobierno, de todo ello se responsabilizó a la dictadura de Primo de Rivera, que logró concitar las críticas más virulentas desde los frentes más diversos.
Unamuno y Ortega, a la cabeza de otros muchos intelectuales, levantaron su voz contra un gobierno que no había sabido ni querido luchar contra la desigualdad y la pobreza, ni evitar el caciquismo en los pueblos, ni el amiguismo y la corrupción en las ciudades, vicio ancestral éste último del que el propósito que ahora tenía mi padre de buscarme una colocación en el ayuntamiento o algún ministerio, todo hay que decirlo, era una clara evidencia.
Pero no sólo a Primo de Rivera le llovieron críticas desde la intelectualidad y la izquierda, también desde la burguesía catalana, que en los inicios de la dictadura tanto había aplaudido su mano dura contra la delicuencia y las huelgas, e incluso desde algunos sectores militares, por no hablar del mismo rey, que se quiso sumar a la corriente de descontento que recorría el país de parte a parte.
Primo de Rivera, sólo y desanimado, dimitió y se marchó a París donde moriría al cabo de unos meses.
Alfonso XIII puso al frente del gobierno al jefe de su Casa Militar, el general Berenguer, entre cuyos vergonzantes méritos destacaban algunos turbios manejos relacionados con los sucesos de Annual, ocurridos apenas nueve años antes.
Berenguer asumió la jefatura del gobierno prometiendo elecciones generales, pero pasado el tiempo no se decidía a convocarlas y continuaba gobernando a fuerza de decreto. Su indecisión le supuso un rechazo generalizado que por lógica consecuencia se extendió a quien le habia nombrado, el rey, cada vez más aisalado políticamente.
La monarquía declinaba y emergía un nuevo régimen que estaba en boca de todos: la república.
Antiguos renombrados monárquicos ahora se proclamaban convencidos republicanos y despotricaban del rey y de la monarquía achacándole ser la causa de todos lo males de España. Ante los recelos y temores que un cambio de tales dimensiones comportaba, la iglesia se santiguaba y los caciques y burgueses se preparaban para que, cualquiera que fueran los acontecimientos que hubieran de venir, sus intereses y privilegios quedaran a buen recaudo.
Mi padre se debatía en un mar de tribulaciones. Sentía el fracaso de España como un fracaso personal; sus ilusiones se habían desvanecido y se le veía triste y desanimado. Llegaba del trabajo taciturno y se sentaba a la mesa sin decir palabra. Era todavía joven pero se sentía envejecido, sin fuerzas ni esperanzas. Mi madre se había convertido en su mejor confidente, y con ella se desahogaba.
—La situación es muy complicada María. España va camino del desastre.
—Verás como al final no pasa nada, Agustín —intentaba tranquilizarle mi madre.
—Si hubieras escuchado la conversación a la que acabo de asistir en la Cámara no me dirías eso.
—¿Qué ha pasado?
—La gente da por muerta a la monarquía, incluso hay quien dice que el rey se ha marchado.
—No me digas.
—No es cierto, pero se va diciendo por ahí, y lo que sí es verdad es que su situación ya no puede sostenerse. Ya sabes lo que ha escrito Ortega: delenda est monarchia, y tiene toda la razón.
—¿Y qué puede pasar ahora?
—¿Qué va a pasar?, yo te lo voy a decir. Los republicanos están convencidos de que la república traerá la solución a todos los problemas, pero se equivocan. Los problemas de España son muy complejos y profundos; no porque no existan soluciones sino porque no habrá un gobierno al que le dejen adoptarlas. Los republicanos se enfrentarán entre ellos mismos, los de derechas con los de izquierdas, y los de izquierdas entre sí. Y luego entrarán en juego los curas y los militares.
—¿Y los monárquicos?
—En España ya no quedan monárquicos, María, se siguen llamando así pero ya no lo son, ahora están todos locos con los fascistas, ese duce los tiene fascinados. Y los que no son fascistas se han hecho republicanos. Alcalá Zamora ahora es republicano y don Miguel Maura, el mismísimo Maura, María, también presume de republicano. El rey está perdido, sólo el ejército podría salvar a esta monarquía y espero que no lo haga porque eso sería lo peor que podría pasarnos; la guerra entonces sería inevitable.
—Te veo muy pesimista Agustín. Verás como al final todo queda en nada.
—¿En nada dices? ¿Sabes que hoy me han ofrecido una pistola?
—¡Por Dios! —exclamó mi madre impresionada.
—Sí María, una pistola alemana. En la propia Cámara nos las ofrecían. Y ¿sabes una cosa?, muchos se han interesado.
—Pero … ¿a qué viene eso?
—No te extrañes, María. Hay mucha gente con miedo.
En estas circunstancias es de comprender que el propósito de buscarme un empleo quedara en muy segundo plano. Además, si la idea era la de colocarme en alguna oficina del ayuntamiento el momento no podía ser más inoportuno, pues en sólo unos días se celebrarían elecciones municipales y nadie se atrevía a hacer nada que pudiera comprometerlo si las cosas cambiaban.
Si bien en aquella época yo vivía muy al margen de la política, era imposible escapar de la atmósfera de convulsión que se respiraba en el ambiente.
Después de celebrarse las elecciones todo el país quedó expectante y en vilo, a la espera de que se conocieran los resultados. Al día siguiente de las votaciones comenzaron a circular los primeros rumores de que habían ganado los republicanos, aunque enseguida la derecha difundió la consigna de que en el cómputo general de los votos habían vencido los partidos monárquicos.
El 14 de abril se deshizo la incertidumbre y aquella fecha quedaría marcada en la historia para siempre; para mí fue, además, uno de los días más determinantes de mi vida.
La madrugada del día 14 poca gente durmió tranquila en Madrid. Durante toda la noche grupos de obreros y activistas tomaron la calle gritando consignas que proclamaban el triunfo de los partidos republicanos tanto en Madrid como en las principales capitales y ciudades de España; a estos grupos, minúsculos al principio, enseguida se fue uniendo cada vez más y más gente.
Apenas amaneció, desde la Puerta del Sol al Congreso y desde allí al Ministerio de la Guerra para volver a Sol, miles de madrileños conformaban una impresionante marea que llenaba la calle de euforia y espíritu festivo. Los obreros abrazados a las costureras, las enfermeras a los guardias, y los tenderos a los escribientes. Camareros, limpiabotas e incluso algunos militares, gentes de todo extracto y condición se sumaban a aquella fiesta y expresaban eufóricos su alegría y entusiasmo; eso sí, no se veía un sólo cura.





Yo viví aquellos acontecimientos muy de cerca. Por la mañana el ruido que subía desde la calle nos despertó muy temprano, y toda la familia se reunió en la cocina, donde mi madre preparaba el desayuno. Henar, nuestra sirvienta, bajó a comprar el pan pero no pudo encontrarlo. En cambio trajo noticias: continuaba el recuento pero se daba por seguro el triunfo de los partidos republicanos; los militares estaban en sus cuarteles y, a pesar de los temores que se habían propagado el día anterior, ningún levantamiento tenía visos de que fuera a producirse; ni el Rey lo quería ni el ejército estaba dispuesto ni coordinado para levantarse; la familia real se había marchado de Madrid y Alfonso XIII, que se encontraba reunido con el gobierno, se decía que pensaba hacerlo de inmediato. Aquellos eran los rumores que corrían de boca en boca a primeras horas de la mañana.
Desde la ventana, mi hermana Magdalena observaba divertida el desfile verbenero que bajaba por la calle, “mira mamá también están los bomberos”, y al momento lo comprobábamos escuchando el ulular de sus sirenas. Sólo a Carmen parecía fastidiarle el ambiente festivo que todo lo inundaba: “vaya pandilla de desgraciados —decía mirando con desprecio a una riada de manifestantes que pasaba—, si son unos muertos de hambre, qué sabrán de monarquía o de república esos paletos”.
Mi padre, asomado también a la ventana, observaba con preocupación el bullicio desatado que había tomado las calles. Ahora todos sabemos el curso de los acontecimientos que a la postre sucedieron, pero en esos momentos nadie podía adivinar como acabaría todo aquello. Si de verdad habían ganado los republicanos, ¿habría un pronunciamiento militar?, ¿sería capaz el rey de pedir el auxilio del ejército?; y si lo hacía ¿se mantendría el ejército unido o se decantarían dos bandos enfrentados? Aquellos interrogantes rondaban los pensamientos de mi padre, que con gesto preocupado se despidió de nosotros, y se marchó como cualquier otro día a su trabajo.
Mi hermano Carlos y yo decidimos salir a la calle desoyendo los lamentos de mi madre, a la que prometimos andarnos con cuidado y evitar meternos en trifulcas y problemas. A mi hermano Miguel no le dejaron venir y se quedó en casa protestando.
Conforme avanzaba el día la sensación de euforia se iba relajando para transformarse en impaciencia. Todo el mundo deseaba conocer de una vez los resultados, pero éstos se demoraban porque, según se decía, faltaban los recuentos de los pueblos y las ciudades pequeñas. Volvimos a comer a casa y sentados a la mesa comentamos lo que cada uno había visto u oído durante la mañana. Incluso mi madre se había animado a echarse a la calle con Magdalena, Miguel y Pilar; sólo Carmen se quedó en casa. Aunque se daba por seguro quién había ganado, mucha gente se temía un pucherazo; por eso extrañaba que a pesar de la tensión no se hubieran producido altercados ni violencias. Sólo mi padre apuntó lo que nosotros desconocíamos: grupos de descontrolados habían atacado un convento en Chamberí e intentado quemar una iglesia en Arganzuela.

Después de comer, Carlos y yo salimos a la calle otra vez; el ambiente parecía más sosegado pero se palpaba una tensión densa y latente. A media tarde una consigna voló de boca en boca llamándonos a la Puerta del Sol. Allí se trasladó medio Madrid y allí nos fuimos nosotros. A las siete de la tarde no cabía un alma en la plaza y la muchedumbre se desparramó por las calles adyacentes, a la espera del acontecimiento que, se decía, en cualquier momento se iba a producir. De pronto vimos movimiento en un balcón del Ministerio; aparecieron, entre otros, Miguel Maura, Manuel Azaña y Largo Caballero. Se hizo el silencio y alguien tomó la palabra a través de un altavoz; el rey, nos dijo, había abandonado el país con rumbo a Francia, y antes de marcharse había cesado al gobierno. Por ello, continuaba el orador, ante el vacío de poder que se había producido, los allí presentes, a la vista de los resultados de las elecciones y en el nombre del pueblo soberano, proclamaban el nacimiento de una república que se hacía cargo de los designios de España. Don Niceto Alcalá-Zamora asumía provisionalmente la presidencia, y su primer gobierno se constituiría con carácter inmediato, con el encargo de redactar una constitución democrática. Calló el orador y un espeso e impresionante silencio se apoderó de la plaza; de pronto desde el mismo balcón alguien gritó: “¡Viva la República!”, y la multitud respondió al unísono un estruendoso “¡Viva!”, que dio paso a una explosión indescriptible de entusiasmo.
Nada más terminada la proclama, Carlos y yo, abriéndonos paso entre la muchedumbre, volvimos corriendo a casa para contar lo que habíamos visto y escuchado. Tardamos muy poco en llegar porque los acontecimientos estaban sucediendo a muy pocos metros de nuestra casa. Cuando llegamos todos estaban más o menos al corriente; la sensación era extraña, costaba creer que efectivamente el rey se había marchado y ahora España era una república. Nos detuvimos en contarles los detalles: quiénes salieron al balcón, el semblante serio que mostraban, cuánto duró el discurso, la literalidad de sus palabras, la reacción que se desató en las masas.
 Después de escuchar con atención nuestras noticias mi padre se quedó muy serio y sin decir nada se retiró a su despacho. Yo le seguí, le noté extraño.
—Y ahora ¿qué va a pasar padre? —le pregunté cuando estuvimos a solas.
—¿Quién lo sabe hijo? —me respondió resignado y con desgana— Habrá que esperar a mañana y a los próximos días.
—¿Volverá el rey?
—No lo creo —me dijo tras pensarlo unos segundos—. Un rey que abandona su país ya no puede volver. Nadie lo entendería ni lo admitiría. Y mejor que así sea Ernesto, que no vuelva. Después de lo que ha ocurrido, probablemente sólo agravaría los problemas. La monarquía ha escrito su punto final en España y no nos queda más que aceptarlo; tenemos una república, que sea bienvenida. Sólo pido que no haya derramamiento de sangre. 
Mi padre hablaba despacio, como si le costara mantener la conversación. Acostumbrado al entusiasmo con que normalmente comentaba la política me sorprendía el tono lánguido y resignado de sus palabras.
—¿Se encuentra bien padre?
—Sí, sólo estoy cansado. Ha sido un día muy difícil —me contestó con la mirada baja—. Tráeme agua, Ernesto.
Cogí la jarra de cristal de su mesa y salí a la cocina para llenarla. Allí me entretuve un instante con mi hermano Miguel, empeñado en que le repitiera el discurso de la proclamación palabra por palabra.
Al regresar al despacho encontré a mi padre en pié con los brazos estirados, los puños apoyados sobre la mesa y la cabeza agachada; se había aflojado el nudo de la corbata y gruesas gotas de sudor le corrían por la frente y se deslizaban por la cara. Fui a su lado para observarle más de cerca. Estaba empapado y tenía el semblante descompuesto; me alarmé.
—Padre ¿qué le ocurre?
—No me encuentro bien Ernesto, llama a tu madre —me respondió con la voz muy débil y sin mirarme.
“¡Madre! ¡Madre!, “¡venga en seguida, padre no se encuentra bien!” grité muy alto. Escuché ruidos precipitados que respondían a mi llamada. “¿Qué ocurre?”, preguntó mi madre asomándose a la puerta. En aquel momento mi padre agachó más la cabeza, seguía de pié pero ahora sus brazos temblaban y no podían sostenerlo. En un instante se desplomó sobre el sillón; había perdido el conocimiento pero su cuerpo se agitaba en convulsiones. Quisimos despojarle de su levita pero no podíamos, tenía la camisa empapada. Mi madre le gritaba angustiada agarrándole de la solapa “Agustín ¿qué te pasa? Agustín, responde”.
De repente su cuerpo quedó inmóvil, recostado como un muñeco que se hubiera dejado caer sobre el sillón. Las piernas extendidas y separadas; la cabeza ladeada a su derecha, los ojos cerrados y una mueca de súbita sorpresa en el semblante.
Mi madre rompió a llorar desesperada. Desde la puerta Miguel y Pilar nos miraban con la boca abierta y los ojos como platos, sin alcanzar a comprender qué había pasado. Llegaron Magdalena y Carmen y se abrazaron a mi madre y al cuerpo inerte de mi padre. Luego Carlos y Pepito, que oyeron los gritos mientras se encontraban asomados a la calle, jugando a tirar furtivamente migas de pan a los viandantes. Al ver llorando a mis hermanas y a mi madre Miguel también rompió a llorar, igual que Pilar a la que Henar, que fue la última en llegar, abrazó entre lágrimas intentando consolarla.
Yo permanecí paralizado observando aquella escena que se me quedó para siempre grabada en la memoria. Recordaba en ese momento las últimas palabras que me dirigió mi padre. No fueron de despedida, ni de consejo. No fue el discurso que uno espera de un padre agonizante. La muerte le vino por sorpresa, como tantas veces sobreviene; inmerso en las preocupaciones y las dudas y temores de la vida cotidiana. No le dio la oportunidad de despedirse. “No me encuentro bien, llama a tu madre”, y un momento antes “tráeme agua”, fueron las dos últimas frases que mi padre pronunciara. Lo recordaba aquella misma mañana en la cocina, muy serio, como siempre que andaba preocupado, abrochándose el traje y atusándose la barba. Dispuesto a afrontar aquel día tan trascendente, ignorando lo que en realidad le deparaba. Como una absurda incongruencia recordé mi euforia de hacía sólo unos momentos, cuando recorría las calles contagiado de la fiesta popular que todavía continuaba.
Ahora mi padre había muerto y en casa todos menos yo lloraban; lo haría más tarde amargamente; en la soledad de mi cuarto; escuchando de fondo los acordes de una orquesta, que al son del Himno de Riego desfilaba por la puerta de mi casa.



Este es el tercer capítulo de la novela, si no leísteis los dos primeros puedes hacerlo en estos posts

 primer capítulo 
segundo capítulo

Y si os gustado y os apetece os invito a leer la novela completa

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