La mañana del siete de octubre ambas escuadras se
encontraban desplegadas frente a frente. Apenas despuntado el alba la nave
capitana turca disparó una de sus piezas invitando a la batalla; antes de que
pasara un minuto respondió con un estruendo la capitana cristiana. El combate
era inminente pero aun daría tiempo a las arengas y a poner en paz las almas.
En cada nave cristiana frailes capuchinos y jesuitas oficiaron misas a las que,
apiñados sobre las crujías y los puentes, marinos y soldados asistieron devotos
y graves, muchos de ellos de rodillas. En la soflama los frailes les recordaron
que luchaban en una cruzada; que la muerte en la batalla no era más que una
puerta que el cielo les abría; en la lucha, se les dijo, la victoria sería
generosamente recompensada, en el caso de los galeotes llevados como forzados,
con la ansiada libertad y el perdón de todas sus culpas.
El ataque lo inició la escuadra turca, que avanzó galeras y galeazas por
el flanco izquierdo, queriendo romper las líneas y atenazar al enemigo por la
espalda. Las naos cristianas se revolvieron y lograron ponerlas en retirada
hacia la costa, donde algunas quedaron varadas en aguas bajas. El combate se
desplazo hacia el centro de las escuadras, donde se enfilaron las dos naves
capitanas. Fue también la turca la que tomó la iniciativa, lanzando su galera Sultana contra la Real española. Al
hacerlo erró en el golpe y se enzarzaron los espolones; la nave turca embicó y
se escoró demasiado ofreciendo su cubierta a la artillería española, que
comenzó a lanzar andanadas que causaron enormes bajas y daños irreparables. Las
dos naves quedaron trabadas y sus tripulantes y soldados emplazados a batirse
en un feroz cuerpo a cuerpo. Con sus garfios, otras galeras de ambos bandos se
unieron a los costados, quedando de tal modo todas ellas apiñadas. Se combatía
en mitad del mar pero se luchaba como en la tierra, donde el ímpetu de los
Tercios Viejos marcaban una diferencia incontestable; las ballestas de los
turcos poco podían hacer frente al fuego de arcabuz de los cristianos. Animados
por los oficiales, los galeotes abandonaron los remos y subieron a luchar a los
puentes y las cubiertas. Las escenas eran de una violencia inenarrable;
fogonazos de arcabuz reventando los cuerpos; sables que mutilaban brazos al primer
golpe; charcos de sangre sobre los que resbalaban los soldados; el impacto de
las bombas que lanzaban sin cesar los galeones apostados a una milla de
distancia. Enseguida la superioridad cristiana fue patente y pronto la Media Luna se vio arriada de la Sultana, lo que, al ser visto, provocó el
júbilo cristiano y la zozobra y desesperación de los musulmanes. En el castillo
de popa de la Sultana varios soldados
acorralaron a su almirante, que sable en mano todavía intentaba defenderse. Por
la espalda y colgándose de una jarcia le vino del cielo un galeote cristiano
haciéndole caer al suelo; allí el mismo le arrancó la cabeza de un solo golpe
de sable; después, cogiéndola por los pelos fue a ofrecérsela a don Juan de
Austria, quien la ensartó en la punta de su espada y, exhalando un grito de
rabia, la alzó al cielo para que todos la vieran, antes de lanzarla al mar con
un gesto de desprecio.
No había pasado una hora cuando el triunfo ya se había decidido, si bien
todavía continuaban encarnizados los combates, que se habrían de prolongar por
toda la mañana. Ambas artillerías seguían castigándose, y el estruendo
ensordecedor de las descargas se mezclaba con el fragor de los gritos con que
se animaban o lamentaban su dolor los combatientes. Al ver el cariz que tomaba
la batalla, en las galeras turcas los cautivos cristianos se amotinaban y
tomaban el mando de aquellas mismas naves en que habían penado durante años; la
saña de la venganza en estos casos resultaba espeluznante.
En una secuencia regular las naves turcas se iban rindiendo y sus
oficiales y muchos de sus marinos y soldados eran inmediatamente ejecutados; a
otros se les hacía prisioneros recluyéndolos en bodegas atestadas. El cielo se
había tiznado de un espeso color negro, y el olor a sangre y pólvora impregnaba
el ambiente, dejando una extraña sensación agridulce en la nariz y en las
gargantas. Galeras y galeones incendiados dibujaban la desolación de la guerra
en el horizonte, y sobre el mar infinidad de restos de los destrozos flotaban a
merced de las corrientes.
Al caer la tarde se levantó una suave brisa de poniente que poco a poco
fue arreciando. Asomaron nubes amenazadoras y el mar comenzó a agitarse; el
tiempo empeoraba por momentos y don Juan de Austria, con la mirada puesta en
unas pocas galeras turcas que, capoteando sobre las olas, escapaban por el
estrecho, dio la orden de retirada hasta el puerto de Petala, a unas pocas
millas de distancia. Allí, en los días siguientes, con un mezcla de dolor y
júbilo exultante y contagioso, se hizo el recuento de bajas: más de siete mil
hombres por el bando cristiano; muchísimos más de veinte mil en el turco; cinco
mil prisioneros hechos al enemigo y más de diez mil cautivos cristianos
liberados; frente a las doce galeras perdidas o arruinadas se apresaron ciento
setenta enemigas, aunque sólo medio centenar en buen estado. Los correos
partieron para España, Venecia y el Vaticano; el triunfo de la Cristiandad
había sido incuestionable; la temible escuadra turca dejaría por mucho tiempo
de ser una amenaza.