Comenzamos a subir a
un bote de madera en el que mal podían caber más de una veintena de personas. Aunque
me habían asegurado que esa noche embarcaría, me preocupé pues éramos más de treinta las
que esperábamos en la playa y temí ser una de las que se acabara quedando en
tierra. Lo mismo debieron pensar los demás y los nervios se apoderaron de cada
uno de nosotros. Todos queríamos subir precipitadamente, pero los matones que
organizaban el embarque no lo permitieron; con gritos y empujones lograron
formar tres filas: una para los diez marroquíes, que fueron los primeros en
subir, otra para los asiáticos, que sumaban cinco plazas, y una tercera para
los negros, en la que reservaron los tres primeros puestos a las únicas mujeres
del pasaje. Egoístamente me tranquilicé al comprender que habría una plaza para
mí.
Conforme íbamos
subiendo el patrón nos indicaba dónde debíamos colocarnos, procurando repartir
el peso y mantener en equilibrio la embarcación. Cuando habíamos embarcado los
marroquíes, los asiáticos y las tres mujeres, pensé que ya no había sitio para
más, pero el patrón continuó llamando a nuevos ocupantes, obligando a los que
ya estábamos en el bote a que nos apretáramos para hacerles sitio.
Cuando habíamos
subido veintiséis se ocuparon todos los huecos posibles y el patrón con un
gesto terminante señaló que ya no cabían más. Al menos una docena se quedó en
tierra, mirándonos con envidia a los que pudimos embarcar, que al tiempo
cruzábamos entre nosotros miradas de temor, conscientes de que en esas
condiciones nuestro ansiado viaje acababa de convertirse en una muy peligrosa
locura. Sólo el patrón iba provisto de un mugriento salvavidas.
Nos hicimos a la mar
de madrugada, sobre las dos o las tres de la mañana. La embarcación, impulsada
por un pequeño y silencioso motor enfiló el horizonte en una noche sin luna. Al
frente, en el horizonte, se divisaban líneas y grupúsculos de pequeñas luces
que brillaban al otro lado del Estrecho. Más a la izquierda un resplandor más
intenso evidenciaba la presencia de una ciudad; el patrón la nombró
señalándola: “Algeciras”.
La noche era
tranquila pero conforme nos alejábamos de la costa el balanceo del bote iba
cobrando intensidad y en ocasiones el mar se acercaba peligrosamente al borde
de la embarcación amenazando inundarla. Todos, incluido el patrón, éramos
conscientes de la delicada situación y, por eso, todos guardábamos un temeroso
silencio. Pasaba el tiempo y las luces de la costa seguían percibiéndose a la
misma distancia. La escasa potencia del motor, la sobrecarga del bote y lo
engañoso que ahora yo comprobaba que era medir una distancia en el mar, me
hicieron comprender que la travesía no sería tan corta como había imaginado.
Conforme avanzábamos
mar adentro, nos adentramos en una zona de bruma que se fue haciendo cada vez
más densa, hasta que una espesa neblina nos impidió divisar las luces de la
costa. Ahora dependíamos del sentido de la orientación del patrón, lo que no
resultaba muy tranquilizador. Cada cual en su interior recordaba las terribles
historias de pateras a la deriva y trágico final que todos habíamos escuchado.
Probablemente para rebajar la tensión, con gestos y un lamentable francés, el
patrón nos explicó que en realidad aquella niebla en cierto modo podía
beneficiarnos, puesto que al igual que nosotros no podíamos divisar la costa,
tampoco el bote podía ser fácilmente avistado por las lanchas, helicópteros y
puestos de vigilancia que con seguridad nos estarían acechando. También nos
dijo que en todo caso podíamos ser detectados por algún radar, si ien el tráfico en aquella zona era muy
intenso, lo que reducía las probabilidades de que llamáramos la atención.
Como en todas las
empresas y aventuras la suerte era un factor con el que había que contar y en
esta ocasión parecía que la fortuna había venido a ponerse de nuestro lado. Por
inquietante que resultara, la espesa niebla que nos rodeaba no amenazaba el
éxito de la travesía sino que por el contrario jugaba a nuestro favor. Al menos
eso era lo que el patrón sostenía.
Así transcurrieron
varias horas que se hicieron eternas y en las que el ruido sordo del pequeño
motor y el suave roce del bote surcando el mar fueron los únicos sonidos
perceptibles. Cada cual en su credo, todos rezábamos para nuestros adentros.
Pasadas varias horas
que se me hicieron eternas, por fin el sol anunció su salida en el horizonte, y
hacia el oeste el cielo se fue pintando de un tenue azul plomizo cada vez más
claro. La bruma impedía ver más allá de unos pocos metros alrededor. El mar se
encontraba en calma, como una balsa de aceite, y el bote lo surcaba
deslizándose suavemente. Con el alba la temperatura descendió súbitamente y sentí
el frío y la humedad que comenzó a calarme los huesos. Los demás en el bote,
igual que hacía yo, dirigían sus miradas en todas direcciones intentando
divisar alguna señal que indicara la cercanía de la tierra.
De pronto el tenue
calor del sol comenzó a disipar la niebla y en un momento, como una repentina aparición,
la tierra se hizo presente frente a nuestras miradas impacientes. En pocos
instantes la costa española apareció impresionante y tan cercana que se podían
distinguir nítidamente no sólo sus recortados contornos, sino también los
pequeños detalles del paisaje, los acantilados y las calas, los árboles e
incluso los matorrales y las plantas más pequeñas.
Estábamos muy cerca
del lugar de destino y el patrón alzó la voz y sonrió anunciando el próximo fin
de un viaje que había comenzado hacía ya casi ocho horas. Excitados por la
próxima llegada y para desentumecernos después de tanto tiempo encogidos, todos
nos removimos sobre nuestros asientos, lo que provocó que el patrón nos llamara
a gritos la atención, pues el bote se tambaleó con peligro de anegarse y
zozobrar.
Cuando estábamos a
unos veinte metros de la playa el patrón nos dijo a gritos que bajáramos del
bote, se supone, pues nadie le entendía, que de uno en uno y con cuidado, si
bien algunos no sabíamos nadar y aunque estábamos muy cerca de la orilla no nos
atrevíamos a saltar. Le pedimos al patrón que se acercase más a la playa, pero
él volvió a echarnos a voces y una gran confusión se apoderó de la embarcación.
Algunos se echaron saltando al agua y el bote comenzó a dar tumbos a punto de volcar.
Yo, aterrorizada, me asía a la borda como podía para no caer, pero en uno de
los bruscos movimientos no me pude sujetar.
Caí al mar y al
sumergirme sentí que había llegado mi final. Inmovilizada por el terror notaba
cómo me hundía. Abrí los ojos bajo el agua y pude ver la figura desdibujada de otros
compañeros a mi lado que afanosamente luchaban por ganar la superficie. Hacia
abajo podía ver el fondo rocoso muy cerca de sus pies, pero me resultaba
imposible impulsarme para ascender y tomar aire. El tiempo se me hizo eterno y lamenté
amargamente mi mala fortuna. Apenas a unos metros de alcanzar aquella tierra tan
ansiada, sentía que todo se iba a acabar. En un instante pasaron por mi mente
infinidad de secuencias de mi vida: el rostro de mi madre mirándome ensimismada,
la cara de un hombre que supuse que sería la de mi padre, me vi también a mí
misma corriendo con otros niños en los primeros días en la misión, mi primer
encuentro con el mar en las cercanías de Melilla, el rostro amable de sor
Ángela, la mirada pícara y bonachona de Mehamed, y la amplia y confiada sonrisa
con que Anna me miraba mientras paseábamos cualquier tarde por las calles de
Matadi. Sensaciones olvidadas afloraron vívidas desde lo más recóndito de mis recuerdos,
y en un momento pude ver con nitidez mi propia imagen descendiendo lentamente
al fondo de un abismo que me tragaba y me llevaba consigo para siempre.
Pensé que todo había
acabado y cuando ya no me quedaban ni fuerzas ni esperanzas me dispuse a morir.
Sin embargo, de pronto sentí cómo alguien me asió del pelo y tiró de mí con
fuerza y hacia arriba. Al momento sentí el aire en la cara y la intensa luz del
sol que me cegaba. Intenté pero no pude respirar. Mis pulmones estaban anegados
y una sensación de angustia se apoderó otra vez de mí. Estaba apunto de
desvanecerme cuando mi cuerpo se estremeció con una brusca convulsión, y un
intenso dolor se me clavó en el pecho a punto de estallar; entonces arrojé una
bocanada y comencé a toser sin control expulsando el agua que me ahogaba. Por fin
pude sentir nuevamente el aire llenado sus pulmones y supe que me había
salvado; que a pesar de todo no iba a morir. Avancé un poco más con torpes
brazadas y al momento mis pies tocaron un fondo pedregoso. Junto a mí, el joven
que me había ayudado me miraba sonriente; habíamos llegado a la costa española
y ya la estábamos pisando. Exhausta me tumbé en la orilla y percibí en la arena
una suave calidez. Pegué mi boca al suelo, lo besé y me eché a llorar
balbuceando una oración y dando gracias.
Tuvimos suerte y
nadie del bote pereció. Todos estábamos a salvo en la playa. Algunos rezaban
sus oraciones, otros escrutaban los alrededores pensado en el siguiente paso
que habría que dar.
Según nos habían
asegurado alguien debía esperarnos en la playa, pero por allí nadie apareció.
El grupo de marroquíes parecía más informado y propuso buscar algún camino
secundario que nos llevara a cualquier lugar habitado; allí nos dispersaríamos
y mezclaríamos con la población. Pareció lo más razonable y, sin darnos tiempo
al descanso, todos nos dispusimos a dejar la playa cuando, de pronto, escuchamos
el sonido de vehículos que se acercaban y, al instante, el estridente ulular de
una sirena. En apenas un minuto el lugar se llenó de policías y soldados. Los
agentes se apostaron alrededor y uno de ellos, con un megáfono en la mano, comenzó
a dar instrucciones que al menos yo no podía comprender. Permanecimos agrupados
e inmóviles en la playa y los agentes avanzaron hacia nosotros. Observé sus
uniformes militares y quedé sumida en la desolación. Sin embargo, me fijé en el
rostro y la mirada de un agente y me pereció amable y amistosa, lo que me
tranquilizó.
Después busqué entre
mis compañeros al joven que me había salvado la vida hacía solo un momento en
el agua. Fui mirando uno a uno a cada uno de ellos y, sin embargo, no lo pude
encontrar. Debía estar entre nosotros, seguro que lo estaba, pero ninguno de
los rostros que escrutaba se parecía al de aquel joven que buscaba. Entonces me
vino a la memoria una conversación que mantuve hacía muchos años con sor
Ángela.
—Sor —le pregunté—, ¿qué son los ángeles?
Ella me sonrió, como
sorprendida, antes de contestar.
—¿Los ángeles?
—Sí, madre.
—Bueno, según se
dice son espíritus celestiales de los que se sirve Dios para hacer su voluntad.
—Pero, ¿de verdad
existen?
Sor Ángela se
encogió de hombros en una mueca escéptica que enseguida quiso matizar.
—Desde luego es una
cuestión de fe, pero si te soy sincera creo que sí —me dijo usando un tono de
confidencia—. ¿No has sentido algunas veces que algún problema que te
angustiaba y te parecía imposible de resolver, de repente, ha dejado de
existir? ¿No has sentido alguna vez cerca el peligro y, sin embargo, casi
milagrosamente has logrado esquivarlo? ¿No te ha pasado que, estando dispuesta
a hacer algo en contra de tu conciencia, al final lo has evitado? Yo creo que,
a veces, detrás de algunas situaciones incomprensibles está la voluntad del
Señor, y un ángel que se ha encargado de aquello suceda así.
—Pero, si son
espíritus, no los podemos ver, no tienen cuerpo como nosotros...
—Precisamente por
ser espíritus pueden hacer cosas que nosotros no podemos. Pueden tener cuerpo y
pueden no tenerlo. Tal vez, fíjate —me dijo—, cada uno de nosotros pueda ser un
ángel, si esa es la voluntad del Señor.
Pasados unos minutos los agentes nos trajeron
mantas y botellas de agua que todos bebimos con fruición. Me arropé con la
manta y me tumbé en la arena, pensé que no me harían daño y por fin pude
descansar.
El fragmento pertenece a la novela Una luz más allá del horizonte, si te ha gustado y quieres leerla puedes descargarla aquí