Después de que me echaran del colegio sin haber logrado acabar el
bachillerato me dediqué durante algún tiempo a ayudar a mi padre en los asuntos
del despacho, más que nada atendiendo a la puerta y dando citas, y llevando y
trayendo documentos unas veces al correo y otras veces al juzgado. Pero en el bufete
de mi padre tampoco es que hubiera mucho que hacer, por lo que aquella
ocupación no me ofrecía perspectivas de futuro y mi padre pensó que había
llegado el momento de buscarme un verdadero trabajo. Estaba a punto de cumplir
los diecinueve años y esa era la edad apropiada para encauzar de algún modo el
porvenir de cualquier joven que no pensara o pudiera continuar con los
estudios. Como se suponía que mi familia debía mantener el lustre de una cierta
posición, tampoco parecía apropiado que yo aceptara un trabajo que para aquella
mentalidad se pudiera considerar indecoroso, por lo que se descartaron algunas
ofertas de empleos manuales y algún otro que se me ofreció como dependiente de
comercio, y decidieron mis padres, y he de reconocer que yo no lo vi con malos
ojos, buscarme algún puesto en el ayuntamiento o algún recoveco ministerial, reductos
donde era frecuente que terminaran por acomodarse muchos vástagos de las buenas
familias madrileñas.
Se dispuso otra vez mi padre a mover sus influencias, pero no eran
aquellos momentos los más propicios para tales manejos, ni sus relaciones las
que tuvo años atrás, cuando se movía como pez en el agua en los entresijos del
mercado de prebendas.
El país atravesaba un periodo de enorme incertidumbre y Madrid no era
ajena a aquel ambiente de inquieto
desasosiego que se respitaba en el ambiente, y que auspiciaba que algo grave y
trascendente estaba a punto de pasar. Había fracasado la dictadura, en la que
mi padre y otros muchos habían puesto tantas esperanzas en que acabaría por
reconducir un país que tras lo de Cuba y Filipinas estaba comenzando a
conocerse a sí mismo, y a asumir la podredumbre que por siglos lo venía
corroyendo. Pero tras una década de vacas
gordas en la que la prosperidad y el optimismo convivieron mano a mano con
un clima de mayor seguridad, el año 1929 frustró todas las esperanzas. Una
profunda crisis económica se extendió por Europa provocando el hundimiento de
las bolsas y la pérdida del valor de las acciones, con el consiguiente cierre
de multitud de empresas que dejaban a riadas de obreros en la calle.
Aunque estas circunstancias no eran estrictamente achacables a la
política del gobierno, de todo ello se responsabilizó a la dictadura de Primo
de Rivera, que logró concitar las críticas más virulentas desde los frentes más
diversos.
Unamuno y Ortega, a la cabeza de otros muchos intelectuales, levantaron
su voz contra un gobierno que no había sabido ni querido luchar contra la
desigualdad y la pobreza, ni evitar el caciquismo en los pueblos, ni el amiguismo
y la corrupción en las ciudades, vicio ancestral éste último del que el
propósito que ahora tenía mi padre de buscarme una colocación en el
ayuntamiento o algún ministerio, todo hay que decirlo, era una clara evidencia.
Pero no sólo a Primo de Rivera le llovieron críticas desde la
intelectualidad y la izquierda, también desde la burguesía catalana, que en los
inicios de la dictadura tanto había aplaudido su mano dura contra la
delicuencia y las huelgas, e incluso desde algunos sectores militares, por no
hablar del mismo rey, que se quiso sumar a la corriente de descontento que
recorría el país de parte a parte.
Primo de Rivera, sólo y desanimado, dimitió y se marchó a París donde
moriría al cabo de unos meses.
Alfonso XIII puso al frente del gobierno al jefe de su Casa Militar, el
general Berenguer, entre cuyos vergonzantes méritos destacaban algunos turbios
manejos relacionados con los sucesos de Annual, ocurridos apenas nueve años
antes.
Berenguer asumió la jefatura del gobierno prometiendo elecciones generales,
pero pasado el tiempo no se decidía a convocarlas y continuaba gobernando a
fuerza de decreto. Su indecisión le supuso un rechazo generalizado que por
lógica consecuencia se extendió a quien le habia nombrado, el rey, cada vez más
aisalado políticamente.
La monarquía declinaba y emergía un nuevo régimen que estaba en boca de
todos: la república.
Antiguos renombrados monárquicos ahora se proclamaban convencidos
republicanos y despotricaban del rey y de la monarquía achacándole ser la causa
de todos lo males de España. Ante los recelos y temores que un cambio de tales
dimensiones comportaba, la iglesia se santiguaba y los caciques y burgueses se
preparaban para que, cualquiera que fueran los acontecimientos que hubieran de
venir, sus intereses y privilegios quedaran a buen recaudo.
Mi padre se debatía en un mar de tribulaciones. Sentía el fracaso de
España como un fracaso personal; sus ilusiones se habían desvanecido y se le
veía triste y desanimado. Llegaba del trabajo taciturno y se sentaba a la mesa
sin decir palabra. Era todavía joven pero se sentía envejecido, sin fuerzas ni
esperanzas. Mi madre se había convertido en su mejor confidente, y con ella se
desahogaba.
—La situación es muy complicada María. España va camino del desastre.
—Verás como al final no pasa nada, Agustín —intentaba tranquilizarle mi
madre.
—Si hubieras escuchado la conversación a la que acabo de asistir en la
Cámara no me dirías eso.
—¿Qué ha pasado?
—La gente da por muerta a la monarquía, incluso hay quien dice que el rey
se ha marchado.
—No me digas.
—No es cierto, pero se va diciendo por ahí, y lo que sí es verdad es
que su situación ya no puede sostenerse. Ya sabes lo que ha escrito Ortega: delenda est monarchia, y tiene toda la
razón.
—¿Y qué puede pasar ahora?
—¿Qué va a pasar?, yo te lo voy a decir. Los republicanos están
convencidos de que la república traerá la solución a todos los problemas, pero
se equivocan. Los problemas de España son muy complejos y profundos; no porque
no existan soluciones sino porque no habrá un gobierno al que le dejen
adoptarlas. Los republicanos se enfrentarán entre ellos mismos, los de derechas
con los de izquierdas, y los de izquierdas entre sí. Y luego entrarán en juego
los curas y los militares.
—¿Y los monárquicos?
—En España ya no quedan monárquicos, María, se siguen llamando así pero
ya no lo son, ahora están todos locos con los fascistas, ese duce los tiene fascinados. Y los que no
son fascistas se han hecho republicanos. Alcalá Zamora ahora es republicano y
don Miguel Maura, el mismísimo Maura, María, también presume de republicano. El
rey está perdido, sólo el ejército podría salvar a esta monarquía y espero que
no lo haga porque eso sería lo peor que podría pasarnos; la guerra entonces
sería inevitable.
—Te veo muy pesimista Agustín. Verás como al final todo queda en nada.
—¿En nada dices? ¿Sabes que hoy me han ofrecido una pistola?
—¡Por Dios! —exclamó mi madre impresionada.
—Sí María, una pistola alemana. En la propia Cámara nos las ofrecían. Y
¿sabes una cosa?, muchos se han interesado.
—Pero … ¿a qué viene eso?
—No te extrañes, María. Hay mucha gente con miedo.
En estas circunstancias es de comprender que el propósito de buscarme
un empleo quedara en muy segundo plano. Además, si la idea era la de colocarme
en alguna oficina del ayuntamiento el momento no podía ser más inoportuno, pues
en sólo unos días se celebrarían elecciones municipales y nadie se atrevía a
hacer nada que pudiera comprometerlo si las cosas cambiaban.
Si bien en aquella época yo vivía muy al margen de la política, era
imposible escapar de la atmósfera de convulsión que se respiraba en el
ambiente.
Después de celebrarse las elecciones todo el país quedó expectante y en
vilo, a la espera de que se conocieran los resultados. Al día siguiente de las
votaciones comenzaron a circular los primeros rumores de que habían ganado los
republicanos, aunque enseguida la derecha difundió la consigna de que en el
cómputo general de los votos habían vencido los partidos monárquicos.
El 14 de abril se deshizo la incertidumbre y aquella fecha quedaría
marcada en la historia para siempre; para mí fue, además, uno de los días más
determinantes de mi vida.
La madrugada del día 14 poca gente durmió tranquila en Madrid. Durante
toda la noche grupos de obreros y activistas tomaron la calle gritando
consignas que proclamaban el triunfo de los partidos republicanos tanto en
Madrid como en las principales capitales y ciudades de España; a estos grupos,
minúsculos al principio, enseguida se fue uniendo cada vez más y más gente.
Apenas amaneció, desde la Puerta del Sol al Congreso y desde allí al
Ministerio de la Guerra para volver a Sol, miles de madrileños conformaban una
impresionante marea que llenaba la calle de euforia y espíritu festivo. Los
obreros abrazados a las costureras, las enfermeras a los guardias, y los
tenderos a los escribientes. Camareros, limpiabotas e incluso algunos
militares, gentes de todo extracto y condición se sumaban a aquella fiesta y
expresaban eufóricos su alegría y entusiasmo; eso sí, no se veía un sólo cura.
Yo viví aquellos acontecimientos muy de cerca. Por la mañana el ruido
que subía desde la calle nos despertó muy temprano, y toda la familia se reunió
en la cocina, donde mi madre preparaba el desayuno. Henar, nuestra sirvienta,
bajó a comprar el pan pero no pudo encontrarlo. En cambio trajo noticias:
continuaba el recuento pero se daba por seguro el triunfo de los partidos
republicanos; los militares estaban en sus cuarteles y, a pesar de los temores
que se habían propagado el día anterior, ningún levantamiento tenía visos de
que fuera a producirse; ni el Rey lo quería ni el ejército estaba dispuesto ni
coordinado para levantarse; la familia real se había marchado de Madrid y
Alfonso XIII, que se encontraba reunido con el gobierno, se decía que pensaba
hacerlo de inmediato. Aquellos eran los rumores que corrían de boca en boca a
primeras horas de la mañana.
Desde la ventana, mi hermana Magdalena observaba divertida el desfile
verbenero que bajaba por la calle, “mira mamá también están los bomberos”, y al
momento lo comprobábamos escuchando el ulular de sus sirenas. Sólo a Carmen
parecía fastidiarle el ambiente festivo que todo lo inundaba: “vaya pandilla de
desgraciados —decía mirando con desprecio a una riada de manifestantes que
pasaba—, si son unos muertos de hambre, qué sabrán de monarquía o de república
esos paletos”.
Mi padre, asomado también a la ventana, observaba con preocupación el
bullicio desatado que había tomado las calles. Ahora todos sabemos el curso de
los acontecimientos que a la postre sucedieron, pero en esos momentos nadie
podía adivinar como acabaría todo aquello. Si de verdad habían ganado los
republicanos, ¿habría un pronunciamiento militar?, ¿sería capaz el rey de pedir
el auxilio del ejército?; y si lo hacía ¿se mantendría el ejército unido o se
decantarían dos bandos enfrentados? Aquellos interrogantes rondaban los
pensamientos de mi padre, que con gesto preocupado se despidió de nosotros, y
se marchó como cualquier otro día a su trabajo.
Mi hermano Carlos y yo decidimos salir a la calle desoyendo los
lamentos de mi madre, a la que prometimos andarnos con cuidado y evitar
meternos en trifulcas y problemas. A mi hermano Miguel no le dejaron venir y se
quedó en casa protestando.
Conforme avanzaba el día la sensación de euforia se iba relajando para
transformarse en impaciencia. Todo el mundo deseaba conocer de una vez los
resultados, pero éstos se demoraban porque, según se decía, faltaban los
recuentos de los pueblos y las ciudades pequeñas. Volvimos a comer a casa y
sentados a la mesa comentamos lo que cada uno había visto u oído durante la
mañana. Incluso mi madre se había animado a echarse a la calle con Magdalena,
Miguel y Pilar; sólo Carmen se quedó en casa. Aunque se daba por seguro quién
había ganado, mucha gente se temía un pucherazo; por eso extrañaba que a pesar
de la tensión no se hubieran producido altercados ni violencias. Sólo mi padre
apuntó lo que nosotros desconocíamos: grupos de descontrolados habían atacado
un convento en Chamberí e intentado quemar una iglesia en Arganzuela.
Después
de comer, Carlos y yo salimos a la calle otra vez; el ambiente parecía más
sosegado pero se palpaba una tensión densa y latente. A media tarde una
consigna voló de boca en boca llamándonos a la Puerta del Sol. Allí se trasladó
medio Madrid y allí nos fuimos nosotros. A las siete de la tarde no cabía un
alma en la plaza y la muchedumbre se desparramó por las calles adyacentes, a la
espera del acontecimiento que, se decía, en cualquier momento se iba a
producir. De pronto vimos movimiento en un balcón del Ministerio; aparecieron,
entre otros, Miguel Maura, Manuel Azaña y Largo Caballero. Se hizo el silencio
y alguien tomó la palabra a través de un altavoz; el rey, nos dijo, había
abandonado el país con rumbo a Francia, y antes de marcharse había cesado al
gobierno. Por ello, continuaba el orador, ante el vacío de poder que se había
producido, los allí presentes, a la vista de los resultados de las elecciones y
en el nombre del pueblo soberano, proclamaban el nacimiento de una república que
se hacía cargo de los designios de España. Don Niceto Alcalá-Zamora asumía
provisionalmente la presidencia, y su primer gobierno se constituiría con
carácter inmediato, con el encargo de redactar una constitución democrática.
Calló el orador y un espeso e impresionante silencio se apoderó de la plaza; de
pronto desde el mismo balcón alguien gritó: “¡Viva la República!”, y la
multitud respondió al unísono un estruendoso “¡Viva!”, que dio paso a una
explosión indescriptible de entusiasmo.
Nada más terminada la proclama, Carlos y yo, abriéndonos paso entre la
muchedumbre, volvimos corriendo a casa para contar lo que habíamos visto y
escuchado. Tardamos muy poco en llegar porque los acontecimientos estaban
sucediendo a muy pocos metros de nuestra casa. Cuando llegamos todos estaban
más o menos al corriente; la sensación era extraña, costaba creer que
efectivamente el rey se había marchado y ahora España era una república. Nos
detuvimos en contarles los detalles: quiénes salieron al balcón, el semblante
serio que mostraban, cuánto duró el discurso, la literalidad de sus palabras,
la reacción que se desató en las masas.
Después de escuchar con atención
nuestras noticias mi padre se quedó muy serio y sin decir nada se retiró a su
despacho. Yo le seguí, le noté extraño.
—Y ahora ¿qué va a pasar padre? —le pregunté cuando estuvimos a solas.
—¿Quién lo sabe hijo? —me respondió resignado y con desgana— Habrá que
esperar a mañana y a los próximos días.
—¿Volverá el rey?
—No lo creo —me dijo tras pensarlo unos segundos—. Un rey que abandona
su país ya no puede volver. Nadie lo entendería ni lo admitiría. Y mejor que
así sea Ernesto, que no vuelva. Después de lo que ha ocurrido, probablemente
sólo agravaría los problemas. La monarquía ha escrito su punto final en España
y no nos queda más que aceptarlo; tenemos una república, que sea bienvenida.
Sólo pido que no haya derramamiento de sangre.
Mi padre hablaba despacio, como si le costara mantener la conversación.
Acostumbrado al entusiasmo con que normalmente comentaba la política me sorprendía
el tono lánguido y resignado de sus palabras.
—¿Se encuentra bien padre?
—Sí, sólo estoy cansado. Ha sido un día muy difícil —me contestó con la
mirada baja—. Tráeme agua, Ernesto.
Cogí la jarra de cristal de su mesa y salí a la cocina para llenarla.
Allí me entretuve un instante con mi hermano Miguel, empeñado en que le
repitiera el discurso de la proclamación palabra por palabra.
Al regresar al despacho encontré a mi padre en pié con los brazos
estirados, los puños apoyados sobre la mesa y la cabeza agachada; se había
aflojado el nudo de la corbata y gruesas gotas de sudor le corrían por la
frente y se deslizaban por la cara. Fui a su lado para observarle más de cerca.
Estaba empapado y tenía el semblante descompuesto; me alarmé.
—Padre ¿qué le ocurre?
—No me encuentro bien Ernesto, llama a tu madre —me respondió con la
voz muy débil y sin mirarme.
“¡Madre! ¡Madre!, “¡venga en seguida, padre no se encuentra bien!”
grité muy alto. Escuché ruidos precipitados que respondían a mi llamada. “¿Qué
ocurre?”, preguntó mi madre asomándose a la puerta. En aquel momento mi padre
agachó más la cabeza, seguía de pié pero ahora sus brazos temblaban y no podían
sostenerlo. En un instante se desplomó sobre el sillón; había perdido el
conocimiento pero su cuerpo se agitaba en convulsiones. Quisimos despojarle de
su levita pero no podíamos, tenía la camisa empapada. Mi madre le gritaba
angustiada agarrándole de la solapa “Agustín ¿qué te pasa? Agustín, responde”.
De repente su cuerpo quedó inmóvil, recostado como un muñeco que se
hubiera dejado caer sobre el sillón. Las piernas extendidas y separadas; la
cabeza ladeada a su derecha, los ojos cerrados y una mueca de súbita sorpresa
en el semblante.
Mi madre rompió a llorar desesperada. Desde la puerta Miguel y Pilar
nos miraban con la boca abierta y los ojos como platos, sin alcanzar a
comprender qué había pasado. Llegaron Magdalena y Carmen y se abrazaron a mi
madre y al cuerpo inerte de mi padre. Luego Carlos y Pepito, que oyeron los
gritos mientras se encontraban asomados a la calle, jugando a tirar
furtivamente migas de pan a los viandantes. Al ver llorando a mis hermanas y a
mi madre Miguel también rompió a llorar, igual que Pilar a la que Henar, que
fue la última en llegar, abrazó entre lágrimas intentando consolarla.
Yo permanecí paralizado observando aquella escena que se me quedó para
siempre grabada en la memoria. Recordaba en ese momento las últimas palabras
que me dirigió mi padre. No fueron de despedida, ni de consejo. No fue el
discurso que uno espera de un padre agonizante. La muerte le vino por sorpresa,
como tantas veces sobreviene; inmerso en las preocupaciones y las dudas y
temores de la vida cotidiana. No le dio la oportunidad de despedirse. “No me
encuentro bien, llama a tu madre”, y un momento antes “tráeme agua”, fueron las
dos últimas frases que mi padre pronunciara. Lo recordaba aquella misma mañana
en la cocina, muy serio, como siempre que andaba preocupado, abrochándose el
traje y atusándose la barba. Dispuesto a afrontar aquel día tan trascendente,
ignorando lo que en realidad le deparaba. Como una absurda incongruencia
recordé mi euforia de hacía sólo unos momentos, cuando recorría las calles
contagiado de la fiesta popular que todavía continuaba.
Ahora mi padre había muerto y en casa todos menos yo lloraban; lo haría
más tarde amargamente; en la soledad de mi cuarto; escuchando de fondo los
acordes de una orquesta, que al son del Himno de Riego desfilaba por la puerta
de mi casa.