No me cabe la menor duda de que mi padre era un hombre de ideas
liberales, aunque influido por la mentalidad y las creencias de su época, en
cuyas convenciones, a su parecer, cada cosa encontraba su razón de ser, y un cierto acomodo armónico y prácticamente perfecto.
Igualmente y conforme a las concepciones de entonces, mi madre creció
educada en la convicción de que una esposa debía apoyar siempre y en toda
circunstancia a su marido, y si bien como mujer inteligente tenía ideas y
pensamientos propios, solía secundar a mi padre en cuantas decisiones adoptara,
aun cuando en ocasiones no estuviera muy de acuerdo.
Aunque ninguno de los dos era muy practicante, cuando llegó el momento
de que se plantearan la educación que habría de recibir su primer hijo, la
decisión de mi padre, inmediatamente apoyada por mi madre, se decantó porque la
recibiera en un colegio religioso, que, habida cuenta nuestra pretenciosa
posición, no podía ser otro más que el Pilar, el más prestigioso y exclusivo
del momento.
Sin embargo, no les fue fácil obtener una plaza para mí en aquel
colegio, en el que cada año se rechazaban decenas de peticiones de admisión.
Tuvieron que acudir a las consabidas recomendaciones, sin las que en el Madrid
de aquellos tiempos era prácticamente imposible conseguir alguna cosa.
Después de una prolongada espera desde que la solicitáramos, por fin
recibimos una carta del director del colegio, dándonos cita para una entrevista
en la que suponíamos que, sin mayores problemas, se formalizaría mi admisión.
Yo contaba ya casi diez años y hasta entonces había estudiado en la
escuela de don Ricardo, un maestro y un buen hombre al que recuerdo con cariño,
que regentaba una pequeña academia al lado de nuestra casa. En un par de aulas
de paredes desconchadas, y por un módico precio, una veintena de niños del
vecindario cursábamos la educación primaria y nos preparábamos para el examen
de ingreso a secundaria, que se realizaba en torno precisamente a la edad que
entonces yo tenía; de hecho pude haberme presentado a ingreso un año antes,
pero se pospuso la ocasión porque iba un poco adelantado, y porque se pensó que
ya que iba a ingresar en el Pilar, sería mejor que comenzara cursando allí el
bachillerato.
El director nos recibió en un lujoso despacho y tras una enorme mesa de
madera labrada y pulcramente ordenada, sobre la que destacaba un ostentoso
crucifijo y una bonita imagen de la
Virgen del Pilar. Nos hizo pasar después de hacernos esperar un buen rato en
una sala aneja amueblada con un diván y varias sillas con asientos acolchados,
dispuestas en torno a una mesita sobre la que descansaban los últimos números
de una revista que editaban los propios marianistas, orden a la que pertenecía
y creo que sigue perteneciendo el colegio.
Tras de un empalagoso y zalamero recibimiento, que a mí me pareció más
bien fingido, el director fue directo al grano y nos planteó un inconveniente
que no habíamos previsto. Si bien yo por mi edad debería acceder a primero de
bachillerato, ese año, para ese curso, no había plazas disponibles. Por tanto,
si quería ingresar en el colegio debía hacerlo necesariamente repitiendo el
último curso de primaria.
A mi madre no le gustó lo más
mínimo la idea, pero el director se mostró inflexible, por lo que como mis
padres dudaban sin saber qué responder, les concedió un breve plazo de unos
días para que pudiéramos pensarlo.
Recuerdo el regreso a casa en taxi, y a mi madre preocupada intentando
convencer a mi padre para que buscáramos otro colegio.
— No me gusta la idea Agustín, es dar un paso atrás y Ernesto va muy
bien en los estudios.
— María, estudiar en el Pilar —decía mi padre— es una garantía para el
futuro. Allí podrá entablar amistades y relaciones que le van a ser muy útiles
en la vida. A mí tampoco me gusta que tenga que repetir curso pero pienso que
lo importante es meter la cabeza en ese ambiente; estoy seguro de que más
adelante podremos encontrar alguna forma de que promocione y recupere el año.
— Dos años son muchos a estas edades, Agustín. Ernesto va a estar con
niños de ocho años y él ya tiene casi diez.
— ¿Y tú qué opinas Ernesto? —me preguntó mi padre.
— Padre yo no quiero repetir, y no me gusta ese colegio —le respondí
mohino.
—¿Por qué dices eso? —me preguntó sin dar crédito.
—No sé, no me ha gustado ese director.
—Tonterías —sentenció mi padre—. Es el mejor colegio de Madrid y un
privilegio para cualquier muchacho. He tenido que mover el cielo con la tierra
para que te aceptaran.
—Sí, pero en un curso inferior —terció mi madre, logrando molestar a mi
padre con un comentario que sonó a reproche.
—Bueno pues ya está —repuso mi padre enojado—. Un año más o menos no
tiene tanta importancia; ingresarás en primaria y el año que viene ya veremos
—y de este modo dio por zanjada la discusión, aunque sólo de momento.
Aquella noche, desde mi cuarto, yo escuché cómo mis padres discutían y
eso me hizo sentir culpable. Intenté convencerme de que, como había dicho mi
padre, repetir tampoco tenía tanta importancia. Sin embargo mi intuición me
decía que no era precisamente lo mejor que podría sucederme. Además, no me
había gustado el tono adulador y al mismo tiempo exigente e inflexible que
empleaba el director. Había algo en ese cura que me desagradaba; eran sus
maneras fingidas y esa sonrisa hipócrita
y sibilina lo que me inquietaba.
Mi padre, que no era muy dado a las rectificaciones, al final tomó la
decisión que me temía, y contestó al colegio aceptando mi incorporación al
último curso de primaria.
El día en que comenzaban las clases mis
padres me acompañaron al colegio. En el patio coincidimos con los demás niños y
sus familiares, que igualmente esperaban que comenzara el acto de inauguración
del nuevo curso. Nos encontrábamos en una esquina ajardinada cuando a lo lejos
vimos acercarse a Adolfo Cifuentes y doña Elvira, su señora, que acompañaban a
su hijo, que también se llamaba Adolfo, aunque le llamaban Fito, y que tenía mi
misma edad, si bien él ya llevaba varios años estudiando en aquel colegio. Fito
y yo habíamos coincidido otras veces y por alguna razón nunca habíamos
congeniado, más bien todo lo contrario.
Cuando estaban muy cerca de nosotros mi padre
se adelantó animoso a recibirles y las dos familias intercambiamos un saludo
amistoso aunque también protocolario. En un momento doña Elvira y mi madre se
habían apartado de nosotros, en tanto que don Adolfo, al lado de mi padre, se
me quedaba mirando.
— Hoy empezáis el curso, ¿eh Ernesto? —me dijo en tono amistoso.
—Pues sí, don Adolfo —contesté yo.
—No te veo muy contento —se sorprendió— y deberías estarlo porque este
es un colegio magnifico. ¿Verdad Fito?
—Sí padre —contestó el otro niño.
—A Fito le encanta y a ti estoy seguro que también te gustará —me dijo.
—Está disgustado porque no va a poder empezar el bachillerato —terció
con expresión ceñuda mi padre.
Al escucharlo Fito levantó cómicamente una ceja, al tiempo que me
dirigía una mirada entre divertida e incrédula
—Por más empeño que le hemos puesto no ha sido posible. No había plazas
en bachillerato y va a tener que repetir cuarto de primaria —añadió como
justificándose.
—¡Qué contrariedad! —repuso don Adolfo sin reparar en que al lamentarse
de ese modo en mi presencia, me producía precisamente más fastidio—. Bueno, qué
le vamos a hacer.
—Pues sí —continuó mi padre mientras me acariciaba cariñosamente la
cabeza—, de todas formas un curso más o menos viene a ser lo mismo, y el año
que viene podrá empezar el bachillerato.
—Pues claro —contestó don Adolfo queriendo quitarle importancia y
animarme.
Después de un pesado discurso de bienvenida y escuchar en posición de
firmes el himno nacional, nuestros padres se despidieron y una campana comenzó
a sonar para llamar a los alumnos a clase.
Con mi cartera de cuero nuevo en la espalda, me encaminé hacia el
aulario de primaria, momento en el que tuve que pasar junto a un grupo chavales
en el que estaba Fito Cifuentes, que al verme llegar y mirándome con sorna se
dirigió a sus amigos para comentarles algo que arrancó sus carcajadas.
Yo me hice el tonto simulando no haberme dado cuenta y continué
caminando sin mirarles. Sin embargo, al pasar cerca de donde se encontraban no
pude evitar, porque él lo dijo para que yo lo escuchara claramente, oír lo que
en tono de burla Fito le decía a sus amigos.
—Mirad a Ernestito Valente ... se va con los niños chicos —y a
continuación quiso añadir una estúpida gracia—; será porque es muy chico o será
porque es tontito.
—Guárdate esas palabras, Fito —le contesté amenazante.
—¡Tú a callar! —me gritó él— que no tienes derecho a hablarme. Novato y
de primaria, ¿cómo te atreves?, ¡venga a clase, rápido!
No quise caer en su provocación y me giré para marcharme cuando le
escuché decir “a mí la que me gusta es tu hermana”, al tiempo que de refilón ví
cómo hacía un gesto obsceno apretando los puños y adelantando la pelvis.
Y entonces no pude contenerme, me di la vuelta y mientras me quitaba la
cartera de la espalda me fui directamente hacia él, que, viéndome venir,
levantó los puños invitándome abiertamente a la pelea. Me abalancé soltando
golpes e intentando agarrarle por el cuello para tumbarle.
— ¡Pelea! ¡pelea! —escuché que gritaban a nuestro alrededor, mientras que decenas de niños formaban un círculo en torno nuestro, jaleándonos
excitados.
Fito y yo éramos de la misma altura y semejante complexión, por lo que
la lucha no encontraba un claro vencedor. Yo intentaba inmovilizarlo y él se
defendía como podía, retorciéndose y lanzando golpes y patadas. Caímos los dos
al suelo y la gravilla del patio nos rasgó los trajes e hirió en los muslos,
las rodillas y los brazos.
En un momento varios profesores nos separaron, y enseguida hizo acto de
presencia el director, que con los ojos fuera de las órbitas nos gritó: “¡Los
dos ahora mismo a mi despacho!”.
Cogidos del brazo por dos
profesores nos condujeron como a detenidos al despacho de don Cirilo, que era
así como se llamaba el director. Junto a la puerta había un banco alargado y
estrecho en el que nos ordenaron sentarnos y esperar su llegada, que se demoró
casi una hora, pues don Cirilo supervisaba personalmente la distribución de los
alumnos en las clases.
Allí esperamos en silencio y cabizbajos, temerosos, al menos yo lo
estaba, de lo que nos pudiera hacer el director, y de la segura reprimenda que
nos esperaba en casa. Cuando llevábamos un rato callados Fito me insultó por lo
bajo y comentó algo que no pude entender y a lo que no quise hacer el menor
caso.
Al cabo llegó don Cirilo que haciendo volar la sotana pasó como una
exhalación por delante de nosotros, sin mirarnos, y entró en su despacho
cerrando de un portazo.
Todavía pasaron unos minutos hasta que se acercó el conserje y nos dijo
que el director nos esperaba.
Llamamos a la puerta y obedeciendo a un adelante entramos en el despacho. Tras su mesa, recostado en el
sillón y manteniendo los dedos de la mano entrelazados, don Cirilo nos recibió
con una mirada escrutadora y distante. “Ahí delante —nos dijo esbozando un
gesto de desdeñoso desprecio con las manos—; de pié, con las manos atrás y en
silencio absoluto... y no me miréis a la cara”. Los dos niños obedecimos y nos
mantuvimos con la cabeza agachada frente a él.
Don Cirilo era un cura joven que rayaría la treintena. Era delgado y no
muy alto, aunque atlético y fibroso. Su cabeza era pequeña en
relación al cuerpo, y su cara estrecha y angulada. Como sus proporciones
recordaban las de un fósforo, los niños, tan certeros con los motes, le
llamaban el cerillo.
Durante un minuto eterno se mantuvo en silencio observándonos con un
rictus de sonrisa forzada; después se levantó de su sillón y rodeo la mesa
hasta colocarse delante de nosotros, tan cerca que podíamos percibir el olor a
alcohol de la loción de afeitado, y el aire áspero y reseco de su aliento.
Cuando, a la vista de su actitud, esperabamos escuchar un tormentoso
discurso de reproche, de repente, sin decir una palabra, con su mano derecha el cerilllo me soltó una tremenda
bofetada que me estallo en el oído y por poco si me tira al suelo. Después se
quedó mirándome sin perder la sonrisa, y acto seguido, en un impulso
traicionero y con la misma mano quiso abofetear a Fito que, sin embargo, advertido y viendo llegar el golpe, pudo
volver la cara y esquivarlo, lo que sólo le sirvió para recibir una tanda
tortazos, esta vez con las dos manos, aunque él si se pudo proteger la cara.
Tan fuerte le pegó que se hizo daño, y durante el sermón que a
continuación nos vino encima el Cirilo
se las estuvo frotando.
Nos llamó sinvergüenzas, maleantes y gentuza, y nos repitió varias
veces que él personalmente nos tendría estrechamente vigilados. También que a
la mínima nos pondría de patitas en la calle. Por supuesto nuestros padres
serían informados y, de momento y hasta nueva orden, durante los recreos
permaneceríamos en la clase castigados.
Cuando ya nos marchábamos don Cirilo se dirigió a mí: “Ernesto Valente,
quédese un momento”, me dijo tras lo que guardó silencio hasta que Fito se hubo marchado del despacho.
Como hasta ese momento nos había hablado en plural yo no lo había
advertido, pero ahora me soprendió que me hablara de usted siendo yo un niño,
lo que no me pareció muy buen presagio.
—Es su primer día en el colegio y parece que ya se ha presentado –me
dijo cuando nos quedamos solos-. Su compañero lleva años en el centro y es la
primera vez que lo veo en mi despacho; usted sin embargo en apenas una hora ya
se ha estrenado.
Luego se me acercó tanto que sus
labios casi pudieron rozar mi mejilla; entonces me habló en voz muy baja y en
un tono despectivo y de amenaza.
—Ándese con cuidado Ernesto Valente. Desde el primer día que le eché la
vista encima no me gustó su cara. Ha entrado en el colegio por recomendaciones
pero usted es un don nadie y no se puede imaginar cuánto me gustaría que su
estancia entre nosotros resulte más corta de lo previsto. Deme otra justificación y
estaré encantado de expulsarle.
Me quedé helado al escuchar esas palabras. Permanecí en silencio sin
decir nada. Al momento don Cirilo retomó su sonrisa sibilina, y en un tono de
falsa cortesía me despidió: “Y ahora márchese a su clase”.
A pesar de entrar con tan mal pie, lo cierto es que las amenazas no se
concretaron y pasados los años yo continuaba en el colegio, al que supe
amoldarme aunque nunca llegara a gustarme. Yo siempre era el mayor de la clase
y aquella situacion me acomplejaba. En los recreos pasaba el tiempo con
chavales de mi edad, pero al regresar a la clase me volvía a encontrar fuera de
sitio. Me sentía incómodo y a disgusto y en vez de esforzarme en los estudios
cada vez fui mostrando mayor desinterés, lo que obviamente se tradujo en unas
calificaciones muy bajas. Adquirí una merecida mala fama, que poco a poco me
fue encasillando en el grupo de los torpes de la clase.
Algunos profesores me despreciaban y, como me creían un poco retrasado,
a veces me preguntaban con el único objetivo de comprobar qué barbaridad les
contestaba. Cuando lo hacía estallaban las carcajadas de los otros niños y el
profesor me insultaba; “burro más que burro”, me decía, al tiempo que imitaba
un rebuzno y se llevaba las manos a la cabeza simulando dos orejas para
provocar más algarada. Así la clase se desahogaba y el profesor, después de
haberme humillado, continuaba dictando la lección como si nada.
El caso es que por alguna extraña razón yo había acabado por encontrarle,
si no el gusto, sí cierta utilidad a estas situaciones, y por eso a veces,
incluso sabiendo la respuesta de lo que se me preguntaba, yo decía la mayor
barbaridad que me pasara por la cabeza, arrancando a los demás niños un
estruendo de golpes y risotadas. Ahora creo comprender porqué lo hacía; durante
el resto de la clase el profesor me ignoraba y yo, perdido en el último rincón
del aula, hacía lo que me viniera en gana, sabedor de que para él ya no
existía.
Poca gracia me hacían los profesores que a la mínima te cruzaban la
cara de un tortazo, o aquellos que tiraban de la regla y te dejaban las palmas
amoratas. Había uno que a veces golpeaba con un palo en las yemas de los dedos.
Como yo no era precisamente un dechado de virtudes escolares, éstos sádicos se
cebaban conmigo y yo les odiaba.
Las primeras veces en casa se alarmaban ante cada suspenso o aviso que
llegaba del colegio, y entonces mi padre me castigaba sin dejarme salir y
encerrándome en su despacho. Eran castigos inútiles; yo no quería estudiar y
aun cuando en ocasiones me esforzaba en intentarlo no lograba concentrarme; mi
mente era incapaz de centrarse en esos galimatías que encerraban los libros
del colegio, y se marchaba detrás de cualquier idea peregrina que se me
cruzara.
Al principio mi madre alguna vez le reprochó a mi padre que la causa de
mis malos resultados era haber repetido ingreso, a lo que mi padre, por no
admitirlo, respondía con un huraño silencio. Sin embargo, dos años más tarde mi
hermano Carlos también ingresó en el Pilar, y como quiera que sacaba tan malas
notas como yo, al igual que le sucedía a Magdalena en la academia de don
Ricardo, al final mis padres acabaron por asumir resignados que sus hijos no
eran buenos estudiantes. Por otra parte, conforme iba creciendo la familia
otras preocupaciones relativizaban a sus ojos nuestro escaso rendimiento en el
colegio, que acabaron asumiendo como algo normal e inevitable.
Pero aunque en junio siempre suspendía, en septiembre los profesores
pasaban la mano, lo que unido a la habilidad que fui desarrollando para copiar
en los exámenes, me permitió ir pasando de curso hasta llegar al sexto grado, y
por tanto al último que se podía estudiar en el colegio.
Entonces, sin embargo, ocurrió algo que vino a precipitarlo todo. Era
el primer año que mi hermano Miguel había ingresado en el Pilar, y nos
encontrábamos en los primeros días del curso a la hora del recreo principal de
la mañana, cuando coincidíamos en el patio todos los niños del colegio. Unos
jugaban mientras que otros charlaban tranquilamente paseando, y los más
gamberros aprovechaban para fumar a escondidas en un rincón recóndito más allá
de los servicios. En ese grupo me encontraba yo cuando a lo lejos observé la
figura del Cerillo que atravesaba el
patio arrastrando a un niño pequeño que gritaba. Fijé mi vista y comprobé que era mi hermano Miguel
quien se revolvía y lloraba mientras el cura, llevándole de una oreja, le obligaba a entrar en los servicios.
Apagué el cigarro y corrí hasta el cuartillo donde vi que habían entrado, para
ver cómo mi hermano de rodillas era empujado de la cabeza por el director, que
parecía como si quisiera hundírsela en el hueco del retrete, al tiempo que le
gritaba: “¡Te voy a enseñar yo dónde se vomita, imbécil!”.
La sangre me subió disparada a la cabeza y el vello se me erizó al
contemplar aquella escena cruel y humillante. Todavía en este momento, al
recordarlo, siento la misma rabiosa indignación que sentí entonces. No pude
evitarlo, entré en el cuartillo, agarré al director por la sotana y lo separé
de mi hermano gritándole “¡suéltalo, hijo de puta!”, al tiempo que lo lancé con
todas mis fuerzas estrellándolo contra un lavabo. El director resbaló y cayó al
suelo quedándose por un momento conmocionado y en una postura ridícula. En
seguida se recobró e hizo ademán de levantarse y abalanzarse contra mí que,
inmóvil y con los ojos inyectados, le esperaba con los puños y los dientes
apretados, mientras mi hermano a mi espalda seguía llorando. Sin embargo, el cerillo se calmó súbitamente, se
sacudió la sotana, me miró con aquella sonrisa cínica que tantas otras veces le
había visto, y me recordó aquellas palabras que ya me dijo mi primer día en el
colegio “nunca me gustó tu cara, Ernesto Valente”. Me miró con desprecio al
pasar a mi lado y se marchó abriéndose
paso entre el tumulto de niños que, sin dar crédito a lo que acababa de
suceder, se habían agolpado a la entrada de los servicios.
Por supuesto me
expulsaron, y mis padres, a los que siempre agradeceré que me apoyaran,
decidieron que también me acompañaran mis hermanos.
Una vez más, sin yo saberlo, el destino estaba jugando sus cartas a mi
espalda.
Si leíste el primer capítulo, deseo que este te haya gustado.
Si no lo leíste, puedes hacerlo en este post anterior