miércoles, 24 de abril de 2013

Desventura en el colegio





No me cabe la menor duda de que mi padre era un hombre de ideas liberales, aunque influido por la mentalidad y las creencias de su época, en cuyas convenciones, a su parecer, cada cosa encontraba su razón de ser, y un cierto acomodo armónico y prácticamente perfecto.
Igualmente y conforme a las concepciones de entonces, mi madre creció educada en la convicción de que una esposa debía apoyar siempre y en toda circunstancia a su marido, y si bien como mujer inteligente tenía ideas y pensamientos propios, solía secundar a mi padre en cuantas decisiones adoptara, aun cuando en ocasiones no estuviera muy de acuerdo.
Aunque ninguno de los dos era muy practicante, cuando llegó el momento de que se plantearan la educación que habría de recibir su primer hijo, la decisión de mi padre, inmediatamente apoyada por mi madre, se decantó porque la recibiera en un colegio religioso, que, habida cuenta nuestra pretenciosa posición, no podía ser otro más que el Pilar, el más prestigioso y exclusivo del momento.
Sin embargo, no les fue fácil obtener una plaza para mí en aquel colegio, en el que cada año se rechazaban decenas de peticiones de admisión. Tuvieron que acudir a las consabidas recomendaciones, sin las que en el Madrid de aquellos tiempos era prácticamente imposible conseguir alguna cosa.
Después de una prolongada espera desde que la solicitáramos, por fin recibimos una carta del director del colegio, dándonos cita para una entrevista en la que suponíamos que, sin mayores problemas, se formalizaría mi admisión.
Yo contaba ya casi diez años y hasta entonces había estudiado en la escuela de don Ricardo, un maestro y un buen hombre al que recuerdo con cariño, que regentaba una pequeña academia al lado de nuestra casa. En un par de aulas de paredes desconchadas, y por un módico precio, una veintena de niños del vecindario cursábamos la educación primaria y nos preparábamos para el examen de ingreso a secundaria, que se realizaba en torno precisamente a la edad que entonces yo tenía; de hecho pude haberme presentado a ingreso un año antes, pero se pospuso la ocasión porque iba un poco adelantado, y porque se pensó que ya que iba a ingresar en el Pilar, sería mejor que comenzara cursando allí el bachillerato.
El director nos recibió en un lujoso despacho y tras una enorme mesa de madera labrada y pulcramente ordenada, sobre la que destacaba un ostentoso crucifijo  y una bonita imagen de la Virgen del Pilar. Nos hizo pasar después de hacernos esperar un buen rato en una sala aneja amueblada con un diván y varias sillas con asientos acolchados, dispuestas en torno a una mesita sobre la que descansaban los últimos números de una revista que editaban los propios marianistas, orden a la que pertenecía y creo que sigue perteneciendo el colegio.
Tras de un empalagoso y zalamero recibimiento, que a mí me pareció más bien fingido, el director fue directo al grano y nos planteó un inconveniente que no habíamos previsto. Si bien yo por mi edad debería acceder a primero de bachillerato, ese año, para ese curso, no había plazas disponibles. Por tanto, si quería ingresar en el colegio debía hacerlo necesariamente repitiendo el último curso de primaria.
 A mi madre no le gustó lo más mínimo la idea, pero el director se mostró inflexible, por lo que como mis padres dudaban sin saber qué responder, les concedió un breve plazo de unos días para que pudiéramos pensarlo.
Recuerdo el regreso a casa en taxi, y a mi madre preocupada intentando convencer a mi padre para que buscáramos otro colegio.
— No me gusta la idea Agustín, es dar un paso atrás y Ernesto va muy bien en los estudios.
— María, estudiar en el Pilar —decía mi padre— es una garantía para el futuro. Allí podrá entablar amistades y relaciones que le van a ser muy útiles en la vida. A mí tampoco me gusta que tenga que repetir curso pero pienso que lo importante es meter la cabeza en ese ambiente; estoy seguro de que más adelante podremos encontrar alguna forma de que promocione y recupere el año.
— Dos años son muchos a estas edades, Agustín. Ernesto va a estar con niños de ocho años y él ya tiene casi diez.
— ¿Y tú qué opinas Ernesto? —me preguntó mi padre.
— Padre yo no quiero repetir, y no me gusta ese colegio —le respondí mohino.
—¿Por qué dices eso? —me preguntó sin dar crédito.
—No sé, no me ha gustado ese director.
—Tonterías —sentenció mi padre—. Es el mejor colegio de Madrid y un privilegio para cualquier muchacho. He tenido que mover el cielo con la tierra para que te aceptaran.
—Sí, pero en un curso inferior —terció mi madre, logrando molestar a mi padre con un comentario que sonó a reproche.
—Bueno pues ya está —repuso mi padre enojado—. Un año más o menos no tiene tanta importancia; ingresarás en primaria y el año que viene ya veremos —y de este modo dio por zanjada la discusión, aunque sólo de momento.
Aquella noche, desde mi cuarto, yo escuché cómo mis padres discutían y eso me hizo sentir culpable. Intenté convencerme de que, como había dicho mi padre, repetir tampoco tenía tanta importancia. Sin embargo mi intuición me decía que no era precisamente lo mejor que podría sucederme. Además, no me había gustado el tono adulador y al mismo tiempo exigente e inflexible que empleaba el director. Había algo en ese cura que me desagradaba; eran sus maneras fingidas y esa sonrisa hipócrita  y sibilina lo que me inquietaba.
Mi padre, que no era muy dado a las rectificaciones, al final tomó la decisión que me temía, y contestó al colegio aceptando mi incorporación al último curso de primaria.


El día en que comenzaban las clases mis padres me acompañaron al colegio. En el patio coincidimos con los demás niños y sus familiares, que igualmente esperaban que comenzara el acto de inauguración del nuevo curso. Nos encontrábamos en una esquina ajardinada cuando a lo lejos vimos acercarse a Adolfo Cifuentes y doña Elvira, su señora, que acompañaban a su hijo, que también se llamaba Adolfo, aunque le llamaban Fito, y que tenía mi misma edad, si bien él ya llevaba varios años estudiando en aquel colegio. Fito y yo habíamos coincidido otras veces y por alguna razón nunca habíamos congeniado, más bien todo lo contrario.
Cuando estaban muy cerca de nosotros mi padre se adelantó animoso a recibirles y las dos familias intercambiamos un saludo amistoso aunque también protocolario. En un momento doña Elvira y mi madre se habían apartado de nosotros, en tanto que don Adolfo, al lado de mi padre, se me quedaba mirando.
— Hoy empezáis el curso, ¿eh Ernesto? —me dijo en tono amistoso.
—Pues sí, don Adolfo —contesté yo.
—No te veo muy contento —se sorprendió— y deberías estarlo porque este es un colegio magnifico. ¿Verdad Fito?
—Sí padre —contestó el otro niño.
—A Fito le encanta y a ti estoy seguro que también te gustará —me dijo.
—Está disgustado porque no va a poder empezar el bachillerato —terció con expresión ceñuda mi padre.
Al escucharlo Fito levantó cómicamente una ceja, al tiempo que me dirigía una mirada entre divertida e incrédula
—Por más empeño que le hemos puesto no ha sido posible. No había plazas en bachillerato y va a tener que repetir cuarto de primaria —añadió como justificándose.
—¡Qué contrariedad! —repuso don Adolfo sin reparar en que al lamentarse de ese modo en mi presencia, me producía precisamente más fastidio—. Bueno, qué le vamos a hacer.
—Pues sí —continuó mi padre mientras me acariciaba cariñosamente la cabeza—, de todas formas un curso más o menos viene a ser lo mismo, y el año que viene podrá empezar el bachillerato.
—Pues claro —contestó don Adolfo queriendo quitarle importancia y animarme.
Después de un pesado discurso de bienvenida y escuchar en posición de firmes el himno nacional, nuestros padres se despidieron y una campana comenzó a sonar para llamar a los alumnos a clase.
Con mi cartera de cuero nuevo en la espalda, me encaminé hacia el aulario de primaria, momento en el que tuve que pasar junto a un grupo chavales en el que estaba Fito Cifuentes, que al verme llegar y mirándome con sorna se dirigió a sus amigos para comentarles algo que arrancó sus carcajadas.
Yo me hice el tonto simulando no haberme dado cuenta y continué caminando sin mirarles. Sin embargo, al pasar cerca de donde se encontraban no pude evitar, porque él lo dijo para que yo lo escuchara claramente, oír lo que en tono de burla Fito le decía a sus amigos.
—Mirad a Ernestito Valente ... se va con los niños chicos —y a continuación quiso añadir una estúpida gracia—; será porque es muy chico o será porque es tontito.
—Guárdate esas palabras, Fito —le contesté amenazante.
—¡Tú a callar! —me gritó él— que no tienes derecho a hablarme. Novato y de primaria, ¿cómo te atreves?, ¡venga a clase, rápido!
No quise caer en su provocación y me giré para marcharme cuando le escuché decir “a mí la que me gusta es tu hermana”, al tiempo que de refilón ví cómo hacía un gesto obsceno apretando los puños y adelantando la pelvis.
Y entonces no pude contenerme, me di la vuelta y mientras me quitaba la cartera de la espalda me fui directamente hacia él, que, viéndome venir, levantó los puños invitándome abiertamente a la pelea. Me abalancé soltando golpes e intentando agarrarle por el cuello para tumbarle.
— ¡Pelea! ¡pelea! —escuché que gritaban a nuestro alrededor, mientras que decenas de niños formaban un círculo en torno nuestro, jaleándonos excitados.
Fito y yo éramos de la misma altura y semejante complexión, por lo que la lucha no encontraba un claro vencedor. Yo intentaba inmovilizarlo y él se defendía como podía, retorciéndose y lanzando golpes y patadas. Caímos los dos al suelo y la gravilla del patio nos rasgó los trajes e hirió en los muslos, las rodillas y los brazos.
En un momento varios profesores nos separaron, y enseguida hizo acto de presencia el director, que con los ojos fuera de las órbitas nos gritó: “¡Los dos ahora mismo a mi despacho!”.
 Cogidos del brazo por dos profesores nos condujeron como a detenidos al despacho de don Cirilo, que era así como se llamaba el director. Junto a la puerta había un banco alargado y estrecho en el que nos ordenaron sentarnos y esperar su llegada, que se demoró casi una hora, pues don Cirilo supervisaba personalmente la distribución de los alumnos en las clases.
Allí esperamos en silencio y cabizbajos, temerosos, al menos yo lo estaba, de lo que nos pudiera hacer el director, y de la segura reprimenda que nos esperaba en casa. Cuando llevábamos un rato callados Fito me insultó por lo bajo y comentó algo que no pude entender y a lo que no quise hacer el menor caso.
Al cabo llegó don Cirilo que haciendo volar la sotana pasó como una exhalación por delante de nosotros, sin mirarnos, y entró en su despacho cerrando de un portazo.
Todavía pasaron unos minutos hasta que se acercó el conserje y nos dijo que el director nos esperaba.
Llamamos a la puerta y obedeciendo a un adelante entramos en el despacho. Tras su mesa, recostado en el sillón y manteniendo los dedos de la mano entrelazados, don Cirilo nos recibió con una mirada escrutadora y distante. “Ahí delante —nos dijo esbozando un gesto de desdeñoso desprecio con las manos—; de pié, con las manos atrás y en silencio absoluto... y no me miréis a la cara”. Los dos niños obedecimos y nos mantuvimos con la cabeza agachada frente a él.
Don Cirilo era un cura joven que rayaría la treintena. Era delgado y no muy alto, aunque atlético y fibroso. Su cabeza era pequeña en relación al cuerpo, y su cara estrecha y angulada. Como sus proporciones recordaban las de un fósforo, los niños, tan certeros con los motes, le llamaban el cerillo.
Durante un minuto eterno se mantuvo en silencio observándonos con un rictus de sonrisa forzada; después se levantó de su sillón y rodeo la mesa hasta colocarse delante de nosotros, tan cerca que podíamos percibir el olor a alcohol de la loción de afeitado, y el aire áspero y reseco de su aliento.
Cuando, a la vista de su actitud, esperabamos escuchar un tormentoso discurso de reproche, de repente, sin decir una palabra, con su mano derecha el cerilllo me soltó una tremenda bofetada que me estallo en el oído y por poco si me tira al suelo. Después se quedó mirándome sin perder la sonrisa, y acto seguido, en un impulso traicionero y con la misma mano quiso abofetear a Fito que, sin embargo, advertido y viendo llegar el golpe, pudo volver la cara y esquivarlo, lo que sólo le sirvió para recibir una tanda tortazos, esta vez con las dos manos, aunque él si se pudo proteger la cara.
Tan fuerte le pegó que se hizo daño, y durante el sermón que a continuación nos vino encima el Cirilo se las estuvo frotando.
Nos llamó sinvergüenzas, maleantes y gentuza, y nos repitió varias veces que él personalmente nos tendría estrechamente vigilados. También que a la mínima nos pondría de patitas en la calle. Por supuesto nuestros padres serían informados y, de momento y hasta nueva orden, durante los recreos permaneceríamos en la clase castigados. 
Cuando ya nos marchábamos don Cirilo se dirigió a mí: “Ernesto Valente, quédese un momento”, me dijo tras lo que guardó silencio hasta que Fito se hubo marchado del despacho.
Como hasta ese momento nos había hablado en plural yo no lo había advertido, pero ahora me soprendió que me hablara de usted siendo yo un niño, lo que no me pareció muy buen presagio.
—Es su primer día en el colegio y parece que ya se ha presentado –me dijo cuando nos quedamos solos-. Su compañero lleva años en el centro y es la primera vez que lo veo en mi despacho; usted sin embargo en apenas una hora ya se ha estrenado.
Luego se me acercó tanto que sus labios casi pudieron rozar mi mejilla; entonces me habló en voz muy baja y en un tono despectivo y de amenaza.
—Ándese con cuidado Ernesto Valente. Desde el primer día que le eché la vista encima no me gustó su cara. Ha entrado en el colegio por recomendaciones pero usted es un don nadie y no se puede imaginar cuánto me gustaría que su estancia entre nosotros resulte más corta de lo previsto. Deme otra justificación y estaré encantado de expulsarle.
Me quedé helado al escuchar esas palabras. Permanecí en silencio sin decir nada. Al momento don Cirilo retomó su sonrisa sibilina, y en un tono de falsa cortesía me despidió: “Y ahora márchese a su clase”.


A pesar de entrar con tan mal pie, lo cierto es que las amenazas no se concretaron y pasados los años yo continuaba en el colegio, al que supe amoldarme aunque nunca llegara a gustarme. Yo siempre era el mayor de la clase y aquella situacion me acomplejaba. En los recreos pasaba el tiempo con chavales de mi edad, pero al regresar a la clase me volvía a encontrar fuera de sitio. Me sentía incómodo y a disgusto y en vez de esforzarme en los estudios cada vez fui mostrando mayor desinterés, lo que obviamente se tradujo en unas calificaciones muy bajas. Adquirí una merecida mala fama, que poco a poco me fue encasillando en el grupo de los torpes de la clase.
Algunos profesores me despreciaban y, como me creían un poco retrasado, a veces me preguntaban con el único objetivo de comprobar qué barbaridad les contestaba. Cuando lo hacía estallaban las carcajadas de los otros niños y el profesor me insultaba; “burro más que burro”, me decía, al tiempo que imitaba un rebuzno y se llevaba las manos a la cabeza simulando dos orejas para provocar más algarada. Así la clase se desahogaba y el profesor, después de haberme humillado, continuaba dictando la lección como si nada.
El caso es que por alguna extraña razón yo había acabado por encontrarle, si no el gusto, sí cierta utilidad a estas situaciones, y por eso a veces, incluso sabiendo la respuesta de lo que se me preguntaba, yo decía la mayor barbaridad que me pasara por la cabeza, arrancando a los demás niños un estruendo de golpes y risotadas. Ahora creo comprender porqué lo hacía; durante el resto de la clase el profesor me ignoraba y yo, perdido en el último rincón del aula, hacía lo que me viniera en gana, sabedor de que para él ya no existía.
Poca gracia me hacían los profesores que a la mínima te cruzaban la cara de un tortazo, o aquellos que tiraban de la regla y te dejaban las palmas amoratas. Había uno que a veces golpeaba con un palo en las yemas de los dedos. Como yo no era precisamente un dechado de virtudes escolares, éstos sádicos se cebaban conmigo y yo les odiaba.
Las primeras veces en casa se alarmaban ante cada suspenso o aviso que llegaba del colegio, y entonces mi padre me castigaba sin dejarme salir y encerrándome en su despacho. Eran castigos inútiles; yo no quería estudiar y aun cuando en ocasiones me esforzaba en intentarlo no lograba concentrarme; mi mente era incapaz de centrarse en esos galimatías que encerraban los libros del colegio, y se marchaba detrás de cualquier idea peregrina que se me cruzara.
Al principio mi madre alguna vez le reprochó a mi padre que la causa de mis malos resultados era haber repetido ingreso, a lo que mi padre, por no admitirlo, respondía con un huraño silencio. Sin embargo, dos años más tarde mi hermano Carlos también ingresó en el Pilar, y como quiera que sacaba tan malas notas como yo, al igual que le sucedía a Magdalena en la academia de don Ricardo, al final mis padres acabaron por asumir resignados que sus hijos no eran buenos estudiantes. Por otra parte, conforme iba creciendo la familia otras preocupaciones relativizaban a sus ojos nuestro escaso rendimiento en el colegio, que acabaron asumiendo como algo normal e inevitable.
Pero aunque en junio siempre suspendía, en septiembre los profesores pasaban la mano, lo que unido a la habilidad que fui desarrollando para copiar en los exámenes, me permitió ir pasando de curso hasta llegar al sexto grado, y por tanto al último que se podía estudiar en el colegio.
Entonces, sin embargo, ocurrió algo que vino a precipitarlo todo. Era el primer año que mi hermano Miguel había ingresado en el Pilar, y nos encontrábamos en los primeros días del curso a la hora del recreo principal de la mañana, cuando coincidíamos en el patio todos los niños del colegio. Unos jugaban mientras que otros charlaban tranquilamente paseando, y los más gamberros aprovechaban para fumar a escondidas en un rincón recóndito más allá de los servicios. En ese grupo me encontraba yo cuando a lo lejos observé la figura del Cerillo que atravesaba el patio arrastrando a un niño pequeño que gritaba. Fijé mi vista y comprobé que era mi hermano Miguel quien se revolvía y lloraba mientras el cura, llevándole de una oreja, le obligaba a entrar en los servicios. Apagué el cigarro y corrí hasta el cuartillo donde vi que habían entrado, para ver cómo mi hermano de rodillas era empujado de la cabeza por el director, que parecía como si quisiera hundírsela en el hueco del retrete, al tiempo que le gritaba: “¡Te voy a enseñar yo dónde se vomita, imbécil!”.
La sangre me subió disparada a la cabeza y el vello se me erizó al contemplar aquella escena cruel y humillante. Todavía en este momento, al recordarlo, siento la misma rabiosa indignación que sentí entonces. No pude evitarlo, entré en el cuartillo, agarré al director por la sotana y lo separé de mi hermano gritándole “¡suéltalo, hijo de puta!”, al tiempo que lo lancé con todas mis fuerzas estrellándolo contra un lavabo. El director resbaló y cayó al suelo quedándose por un momento conmocionado y en una postura ridícula. En seguida se recobró e hizo ademán de levantarse y abalanzarse contra mí que, inmóvil y con los ojos inyectados, le esperaba con los puños y los dientes apretados, mientras mi hermano a mi espalda seguía llorando. Sin embargo, el cerillo se calmó súbitamente, se sacudió la sotana, me miró con aquella sonrisa cínica que tantas otras veces le había visto, y me recordó aquellas palabras que ya me dijo mi primer día en el colegio “nunca me gustó tu cara, Ernesto Valente”. Me miró con desprecio al pasar a mi lado y se marchó  abriéndose paso entre el tumulto de niños que, sin dar crédito a lo que acababa de suceder, se habían agolpado a la entrada de los servicios.

 Por supuesto me expulsaron, y mis padres, a los que siempre agradeceré que me apoyaran, decidieron que también me acompañaran mis hermanos.
Una vez más, sin yo saberlo, el destino estaba jugando sus cartas a mi espalda.

Si leíste el primer capítulo, deseo que este te haya gustado. 
Si no lo leíste, puedes hacerlo en este post anterior 
Y a todos, si os gustado, os invito a leer la novela completa

¿Se deben ofrecer gratis los libros?




En estos días de la festividad del libro he visto que muchos autores noveles, ¿por qué será que no me gusta esta palabra?, parecen haberse concertado en ofrecer sus libros a precio reducido y en algunos casos regalándolos. Además, si echamos un vistazo a los que nos ofrecen sitios como Amazon, comprobaremos que como tónica general los libros se están vendiendo a precios irrisorios.

Eso me ha dado que pensar si estas estrategias comerciales no nos llevan a tirar piedras a nuestro propio tejado. No digo que como en cualquier otro producto, y el libro al fin y al cabo lo es, no quepan campañas promocionales que pasen por ofrecerlos a bajo precio; pero ¿hasta qué punto tiene sentido hacerlo por norma?, ¿cómo vamos a hacernos valer si somos los primeros en no dar valor a nuestra obra?

Es verdad que probablemente no sea ganar dinero lo que nos mueva a escribir; lo haremos por afición, placer o necesidad de inventar y contar historias, y también para colmar el deseo de comunicación que todo escritor lleva dentro.

Comprendo por tanto que hay a quien lo que verdaderamente le agrada es ser leído, antes que obtener un beneficio que probablemente ni pretendan ni siquiera se planteen; lo hacen constantemente los blogueros ofreciendo sus artículos y relatos en una actitud perfectamente razonable; pero no es de eso de lo que estoy hablando; me refiero a quienes deciden vender su obra, si bien por un precio muy bajo.

Estamos acostumbrando a la gente a leer gratis, lo que unido a esa moda supuestamente progre y pseudolibertaria, según la cual el acceso a la cultura no debe tener ningún precio, como si producirla no costara nada y los autores carecieran de derechos y necesidades, nos conduce a un modelo en el que sólo subsistirán unos pocos grupos editoriales que acabarán controlando y decidiendo, por puro interés empresarial, que es lo que debe y no debe publicarse; un modelo que empobrecerá la literatura y en el que nosotros también saldremos perjudicados.




lunes, 22 de abril de 2013

Carta a un lector desconocido


Estimado lector:

En el día del libro vaya por delante mi enorme gratitud porque hayas decidido leerme; de verdad que celebro la  insólita conjunción que nos ha puesto en contacto. Comprenderás, querido lector, que me sorprenda porque, entre tantas novelas a tu alcance, por alguna razón que desconozco la mía ha conseguido interesarte; no me digas que no es casi un milagro. Y es que no sólo te has detenido a ojearla y leer un par de párrafos, has decidido a comprarla y, sobre todo, y esto es lo que más aprecio de tu gesto, a dedicarle parte de tu tiempo, el que emplearás en leerla, que éste sí que tiene un valor incalculable.

Sobre todo deseo que la disfrutes, que mis historias te transporten a otras realidades y te emocionen o evadan de los problemas cotidianos; si logro hacerte aunque sólo sea un poco más feliz de lo que eres me sentiré satisfecho; en ese empeño he puesto mi esfuerzo y el poco talento que me ha tocado en suerte. En confianza quiero contarte un secreto: aunque tú los leas de corrido, y sería buena señal que así lo hicieras, debes saber que cada sustantivo y cada verbo, cada punto y cada coma, y cada frase o pensamiento más o menos afortunado, es consecuencia de una decisión premeditada y muchas veces arriesgada y adoptada tras desechar otras que también me sedujeron; nada es azar ni inercia en el relato, todo es apuesta y deseo, precisamente el deseo de que disfrutes al leerlo; otra cosa es que lo haya logrado, así lo espero y ahí estás tú para juzgarlo.

Y nada más, solo quería saludarte y felicitarte hoy que es tu día y es el nuestro, el de todos los que amamos los libros. No te voy a quitar más tiempo aunque sí te ofrezco el mío, el que dedico a mi próxima novela, con la que ojalá algún día puedas llegar a encontrarte.

PD. Si quieres o estimas especialmente a alguien nunca dudes que un buen libro es un gran regalo.



viernes, 19 de abril de 2013

El comienzo de una historia



 Si uno pudiera adivinar los zarpazos que la vida nos tiene reservados, sin lugar a duda alguna intentaríamos evitarlos. Otra cosa es que sirviera para algo.
Comenzaré por deciros que nací en Madrid un ocho de mayo de 1910, y que fui el mayor de los siete hijos que mi madre trajo al mundo, por lo que gocé del muy dudoso privilegio que comunmente se atribuye al primogénito, encarnar las más altas esperanzas familiares, y asumir ser un modelo en que pudieran fijarse mis hermanos.
Mi padre era abogado. Además de llevar los pleitos del despacho desempeñaba el cargo de secretario de la Cámara de Comercio, lo que a pesar de ser tantos de familia nos permitía llevar una vida relativamente regalada; sin grandes lujos pero exenta también de graves necesidades. En casa, por ejemplo, siempre hubo sirvienta, que era un signo de distinción y cierto desahogo, pero jamás veraneamos en la playa, como acostumbraba hacer entonces la gente verdaderamente adinerada.
Era un hombre afable y animoso,  moderadamente culto, moderno para su tiempo y abierto a cuantas novedades irrumpían a diario, acompañando el ímpetu prodigioso con que arrancó el nuevo siglo. De semblante adusto y serio, y circunspecto en sus ademanes, ocultaba sus facciones tras una espesa barba que acentuaba la profundidad de unos ojos muy oscuros. No era muy amigo de ir a fiestas ni a encopetadas o pomposas recepciones, a las que, sin embargo, debía asistir de vez en cuando obligado por las responsabilidades y servidumbres del cargo. Era familiar y por lo que sé buen esposo. Gustaba de sacarnos de paseo por las tardes y llevarnos de excursión al campo o a comer o merendar al Retiro los domingos; también de jugar con nosotros tirándose por el suelo de la casa como un niño. No era jugador ni mujeriego, creo; tampoco bebedor, aunque recuerdo verlo llegar alguna vez algo achispado, igual que el semblante de reproche con que lo recibía mi madre en esos casos. A veces se mostraba en extremo reservado y en algunas ocasiones irritable y malhumorado, y entonces era mejor no importunarlo.
Mi madre era una mujer muy guapa, dotada de una naturaleza generosa que mantuvo su atractivo aun después de tantos embarazos. Tenía un pelo muy oscuro, casi negro, que de joven llevaba recogido en un gran moño, según dictaba la moda de la época. Bajo unas cejas poderosas y arqueadas, sus ojos grandes y verdes le otorgaban una expresión tranquila y sosegada, a veces melancólica y soñadora; una boca ancha y una nariz pequeña y recta completaban los rasgos de su cara, que al sonreír marcaba dos pequeños hoyuelos en unas mejillas muy blancas. Se casó muy joven y enamorada, suponiendo que al hacerlo se aseguraba el ideal de vida que desde niña seguramente había imaginado. Era una madre tierna aunque no excesivamente cariñosa, y una mujer inteligente y muy consciente del suelo que pisaba. Medio en serio medio en broma le gustaba darse algunos aires de grandeza, pues sostenía que procedía de una distinguida familia de Toledo, ciudad de la que, según aseguraba, mi tatarabuelo había llegado a ser alcalde.
Antes de continuar este relato voy a detenerme a presentar a mis hermanos, con quienes por razón de las circunstancias compartí no sólo los primeros años de mi infancia, sino también otras muchas vicisitudes de mi vida. Excuso de momento dar más detalles de mí mismo, pues a lo largo de lo que he de contaros conoceréis mucho más de lo que pudiera con estos breves trazos resumiros, y podréis entonces sacar vuestras propias conclusiones, sin duda más objetivas y acertadas que las mías.
La primera en nacer después de mí fue Magdalena, a la que siguieron muy seguidos mis otros cinco hermanos: Carlos, Carmen, Miguel, José, al que primero llamamos Pepito y después Pepe, y por último Pilar, la más pequeña.
Como os podéis imaginar, de los primeros años de mi infancia los recuerdos de mi madre son los de una mujer embarazada o con un bebé recién nacido en los brazos.
 Magdalena fue una niña muy bonita y de mayor y con diferencia la más guapa de mis tres hermanas. A la armonía de sus rasgos unía la naturalidad de sus gestos y expresiones, una voz agradable y una suerte de elegancia innata y espontánea. Era obstinada y tenaz, y lograba salirse con la suya casi siempre que se marcaba un objetivo. En lo que respecta a su carácter, sin embargo, Magdalena no resultó tan agraciada, pues a menudo gastaba mal humor y se mostraba osca y antipática. Tenía, por así decirlo, un temperamento muy voluble, y tan pronto la encontrabas dulce, alegre y encantadora, como por cualquier contrariedad y por nimia que esta fuera, sacaba la soberbia y el mal genio, y entonces resultaba aborrecible y era mejor no tratarla.
 Después de Magdalena vino Carlos, que desde pequeñito ya reveló el carácter tranquilo e indolente que le acompañaría a lo largo de su vida. Él desde siempre fue a lo suyo, sin meterse con nadie ni con nadie congeniar más de lo estrictamente necesario. No le pidieras un favor pero tampoco esperaras que él te pusiera en ningún mal trance o compromiso. Una habilidad tenía en la que muy pronto destacó: era una autentico manitas. No había cacharro o artilugio averiado que se le resistiera, ya fuera una puerta rota, un cajón atascado o un muñeco desarticulado. Con la herramienta adecuada en sus manos se las apañaba para arreglarlo o componerlo en un momento. De esta virtud sacaría buen provecho pues acabó convertido en un reputado mecánico. En los primeros años fue un niño pequeñito, canijo que se dice, muy poca cosa. Sin embargo, fue cumplir los doce o trece años y comenzó a crecer y crecer hasta ponerse muy alto y espigado. No era de extrañar porque alto también era mi padre y mi madre no era de estatura baja. Y altos fueron todos mis hermanos, salvo Miguel y yo, que en esto no sé a qué rama de la familia salimos.
La cuarta de nosotros, si yo me incluyo, fue mi hermana Carmen, a quien de niña llamábamos Carmencita. No sacó el físico de Magdalena, aunque sí lo peor de su carácter.  Aunque rubia y de ojos claros la pobre no era agraciada y las comparaciones con Magdalena resultaban inevitables. Una frente demasiado prominente, la nariz desproporcionada y aguileña, y una boquita muy pequeña y apretada configuraban un rostro extraño que ella no supo maquillar con una forma de ser más agradable. Antes al contrario, Carmen tendía a ser soberbia y engreída, y a menudo mentirosa y enredadora; cuando perdía los nervios, lo que no era difícil que ocurriera, se volvía histérica y es que para mí que siempre ha estado un poco loca.
El quinto era Miguel; el más noble y abnegado de todos mis hermanos. También iba a lo suyo pero de un modo distinto que Carlos; con él siempre podías contar con un leal aliado. Miguel no se metía en problemas y vivía en su propio mundo, pero siempre estaba dispuesto a echar una mano, mediar en una disputa e incluso asumir alguna culpa aun sin merecerla y sólo por evitar mayores males. Carmen y Magdalena, que eran bastante más malas, decían que de bueno a veces parecía tonto. Sin embargo era listo e inteligente, y si no llegó más lejos en la vida fue porque las circunstancias que le acompañaron no fueron las más propicias.
Después nació Pepito, simpático en la primera impresión, pero también tramposillo, pendenciero y bravucón cuando lo tratabas más a fondo. Egoísta y engreído siempre actuaba a su sola y exclusiva conveniencia. Conforme se hizo mayor fue manifestando un carácter juerguista y mujeriego que mantendría a lo largo de su vida; con el correr de los años le fue adversa la fortuna y acabó por convertirse en un ser irascible y amargado.
 La más pequeña de los siete hermanos fue Pilar, a la que llamábamos la chata por su pequeña naricilla, rosácea y más respingona de la cuenta. Si no era estrictamente fea tampoco se podría decir que fuera guapa, aunque también el hecho de que desde muy niña precisara llevar gruesas gafas nunca jugó a favor de su apariencia. Pero a Pilar su aspecto le resultaba indiferente pues en realidad pocas cosas le preocupaban; ella era un ser feliz que cuando fue niña parecía más infantil de lo que a su edad correspondía, pero que al hacerse mayor, sin perder su apariencia despistada, demostró poseer un carácter fuerte que le permitiría salir adelante siempre, hacer su voluntad en cada momento, y llevar una vida totalmente independiente.
Cuando nació Pilar yo tenía dieciséis años y en ese periodo habían nacido mis otros cinco hermanos, lo que al echar cuentas resulta que cada poco más de dos años celebrábamos un bautizo.
Vivíamos en el número veinticuatro de la calle de Preciados, casi en la esquina de Callao, en una casa grande y nueva que mis padres alquilaron nada más casarse. Entonces los niños madrileños pasábamos mucho tiempo en la calle y aquella era una zona que ofrecía numerosos atractivos y posibilidades. La Gran Vía, justo al lado de mi casa, era una avenida nueva y enormemente ancha que se había convertido en el orgullo de todos los madrileños. Era el paseo más concurrido y siempre estaba animado. Allí los niños nos sentábamos en las aceras y era todo un entretenimiento observar el deambular frenético de los primeros automóviles, los tranvías repletos que la atravesaban haciendo sonar su campanilla, y el trasiego incesante de gentes que a pie o en carruajes la subían y bajaban. A veces nos dejábamos caer por la cuesta de Santo Domingo hasta la Plaza de Oriente, y en aquellas grandes explanadas jugábamos partidos de fútbol, poliladron, el pincho o la lata, y las niñas al zirigizo, la comba, el corro o el elástico.
El Madrid que yo recuerdo de niño era una ciudad de callejuelas estrechas con casas de pocas plantas y sin apenas rascacielos, aunque ya empezaban a levantarse los primeros. Salvo las avenidas principales, las calles eran polvorientas y malolientes, pues había obras por todas partes, los animales defecaban en cualquier sitio y todavía en muchas zonas no había alcantarillado. Durante el día el trasiego de gente no cesaba un instante; caballeros con sombrero hongo y damas con sombrilla se cruzaban con obreros de boina y mono azul, y mujeres ataviadas con pañuelos a la cabeza y delantales. De vez en cuando te topabas con pandillas de niños descalzos y vestidos de andrajos que correteaban por todas partes dando gritos y molestando con descaro a los viandantes, a los que no dudaban apedrear con saña y sorprendente tino si alguno osara regañarles. Había muy pocas tiendas porque la gente compraba sobretodo en los mercados, en cuyos alrededores se instalaban los negocios de los artesanos, los sastres, los zapateros, los carpinteros, y los sacamuelas, que también eran barberos.
Al caer la noche cuando era invierno, las calles se vaciaban enseguida pues, salvo en las principales avenidas y plazas, donde empezaba a llegar el alumbrado eléctrico, en cuanto uno se apartaba un poco sólo había luz de gas y la oscuridad lo inundaba todo, y la gente se acostaba muy temprano, ya que no había nada que hacer una vez que se acababa la jornada; ni siquiera escuchar la radio, que eso vino mucho más tarde. Entonces la calle era de los borrachos que abandonaban tambaleándose las últimas tabernas, y de las putas y los puteros que, en los estrechos callejones y entre las sombras de la noche, se ocupaban de sus sórdidos cortejos mercenarios.
En verano, por el contrario, las noches de Madrid eran muy animadas. Como hacía calor en las casas la gente sacaba las sillas a la calle y se formaban corros de vecinos que charlaban hasta altas horas esperando que refrescara. En las plazas se organizaban animadas verbenas, con música de organillo y baile, a las que acudía el vecindario y donde los novios formales bailaban abrazados a la vista de todas las miradas. Recuerdo con cinco o seis años acudir a esas verbenas con mis padres y mi hermana Magdalena, y mi hermano Carlos, todavía un bebé, dormido en su cochecito. Nos sentábamos en alguna terraza y mi padre pedía un vino tinto con aceitunas para él, una palomita de anís y unas almendras para mi madre, y una gaseosa para mí y para mi hermana, que saboreábamos con deleite a pequeños sorbos procurando que aquel dulce placer se prolongara.
Yo escuchaba en silencio las conversaciones de mis padres, y aunque a veces no entendía gran cosa, casi siempre prestaba atención a sus palabras. Hablaban de sus proyectos, de los problemas o las anécdotas de mi padre en el trabajo y de las dificultades de mi madre para llevar la casa, sobre todo cuando estaba embarazada. Comentaban la política, entonces muy enmarañada, con gobiernos que cambiaban por días y frecuentes enfrentamientos entre obreros y empresarios.
Otras veces las conversaciones transitaban por derroteros más frívolos aunque no menos atrayentes para la atención de un niño, como cuando con mi madre contaba a mi padre las últimas tendencias de la moda que llegaba de París, que mi madre seguía con entusiasta atención, esbozando con las manos la forma del talle del último vestido que había encargado, o algún detalle del peinado o el tocado en el que andaba pensando. Otras veces era mi padre el que se emocionaba detallando las características del último modelo de automóvil que había visto circular por las calles, que además de sobrio y elegante, afirmaba con los ojos como platos, alcanzaba los cien kilómetros por hora; tal de asombroso resultaba aquél magnífico aparato.
Fueron tiempos de grandes cambios en los que de la noche a la mañana asistíamos a sucesos prodigiosos, como la sustitución de los tranvías tirados por caballos por otros que se desplazaban aprovechando la energía eléctrica, ese fluido, casi mágico para nosotros, que obtenían de un entramado de cables suspendidos que atravesaban las calles.
También recuerdo la emoción de mi primer viaje en el metropolitano que acababa de inaugurar el propio rey don Alfonso, que nos llevó en sólo unos minutos de Sol a Cuatro Caminos; y la sensación sobrecogedora y de asombro que me produjo penetrar por primera vez y apretando con fuerza la mano de mi madre, tan asombrada como yo y supongo que mi propio padre, en aquellos imponentes gusanos de hierro que se internaban rugiendo por misteriosas y oscuras galerías que horadaban Madrid en sus entrañas.
En mis vivencias de niño recuerdo el estallido de la gran guerra, en la que los europeos divididos en dos bandos, y también los americanos y los turcos y hasta los australianos, se enfrentaban en cruentas batallas de cuyo desarrollo los periódicos informaban permanentemente y todo el mundo hablaba. Y recuerdo a mi padre quejarse amargamente de que en la España neutral los empresarios desaprovechaban la ventajosa oportunidad que la guerra representaba, dilapidando en absurdos lujos las fortunas que se gestaban de la noche a la mañana.
—Dentro de poco nos vamos a lamentar amargamente María —le confesaba mi padre a mi madre que le escuchaba con atención.
—¿Por qué dices eso Agustín?
—Esta mañana me he encontrado con Adolfo.
—¿Y cómo está?
—Estupendamente y loco al mismo tiempo.
—Nunca anduvo muy bien ese muchacho.
Adolfo era un amigo de la familia. Él y su mujer, Elvira, se movían en los mismos círculos que mis padres; en ocasiones iban juntos al teatro, coincidían en actos o recepciones, o quedaban para comer o cenar en algún restaurante; dos matrimonios de la misma edad que compartían gustos y aficiones. Sin embargo entre ambos existían también notables diferencias, pues mientras que mi padre tenía que trabajar duro para salir adelante, sin poder permitirse grandes lujos, Adolfo venía de una familia adinerada y a la muerte de su padre había heredado una próspera fábrica de velas y luminarias, posición a la que había unido los beneficios de un ventajoso matrimonio con la hija de un rico industrial de Cataluña.
—Nada más verlo se ha empeñado en que le acompañara a ver la casa que se está construyendo en Príncipe de Vergara.
—¡Qué lujo!
—Sí … que lujo —musitó mi padre en tono despectivo—. No es una casa María es un palacio. Ha comprado una parcela y está levantando una mansión por todo lo alto.
—¿Pero en esa zona no se iban a construir pisos?
—Eso es lo que dice el plan municipal, pero él ha movido los hilos en el ayuntamiento y le han concedido una licencia.
—Mira que listo… ¿Y de dónde saca Adolfo para tanto?
—Adolfo se está forrando, María; vende velas y candiles a espuertas; más de las que es capaz de producir. Le llegan pedidos de Francia, Bélgica, Alemania … Como allí están cerradas las fábricas … Ya te digo no da a basto y el caso es que está firmando contratos que no sabe si será capaz de cumplir.
—¡Qué suerte tienen algunos!
—Le he recomendado que aproveche el momento para modernizar la fábrica; le he hablado de las lámparas incandescentes; de su producción a gran escala. Es una oportunidad única puesto que las patentes están tiradas por los suelos; a precio de saldo. Se lo he dicho, y también que ahora no necesita una casa tan grande.
—¿Y él que dice?
—Dice que no lo ve claro; el sólo piensa en que ha llegado su momento y sólo se vive una vez; que su mujer y los niños están muy ilusionados con la nueva casa y que no va a dejar pasar la oportunidad de hacer realidad ese sueño.
—Bueno —concedió mi madre—, bien mirado no está mal pensado.
—¿Cómo que no? Adolfo es un imbécil que en su vida ha sido capaz de estar a la altura de las circunstancias. Puedo llegar a entender que no se atreva con las lámparas, porque la verdad es que el pobrecito no da para mucho y probablemente aquello le venga grande; pero que en su situación tampoco quiera invertir un céntimo en la fábrica, eso no tiene perdón ni explicación. Lo que está haciendo es suicidarse como empresario. Está asumiendo unos riesgos de los que parece que no es consciente; porque no puede afrontarlos. O es un cretino o un irresponsable; o las dos cosas al mismo tiempo. Paga mal y con retraso a los obreros, que ya se le han puesto en huelga varias veces y yo veo que con razón, porque él bien que se da la buena vida. Tenías que ver el automóvil que acaba de comprarse; un dineral le ha costado. Y en Madrid se sabe todo y los sindicatos saben que no paga pero vive como un rajá. Pero lo que más me puede es que no es capaz de mirar más allá de sus narices. No es consciente de que la guerra terminará más pronto que tarde y que entonces se terminarán también esos fabulosos pedidos con los que se está forrando. Cuando termine la guerra, ya te lo digo yo María, Adolfo pierde la fábrica y entonces veremos para qué le sirve su palacio. 
—Tú verás como al final sale adelante.
—No creas que tampoco me extrañaría; estos tontos no lo son tanto y seguro que se acomodará a cualquier situación. Pero me da rabia tanta irresponsabilidad y tan mala cabeza. Hay mucha gente que depende de Adolfo. ¿Qué será de esos obreros a los que hoy explota y mañana tendrá que poner de patitas en la calle?
—Bueno Agustín, tal vez todo ocurra de otro modo.
—Ojalá me equivoque María, ojalá.
Cómo iba a saber yo que aquél botarate de quien hablaba mi padre y del que por instinto yo recelaba, por una serie de circunstancias de la que probablemente él no llegara a ser consciente, iba a tener tanto que ver en mi vida, por una cosa o por otra casi siempre para mal.
Mucho tiempo después, bajo el helado silbido de las balas, o al escuchar el ensordecedor silencio de la cárcel, recordaría aquellas palabras de mi padre, y la premonición que yo sentía al escucharlas. Ese hombre y otros muchos como él conformaban la sustancia de que están hechos los desastres; no lo suyos, los de todos. Hoy sé que las intuiciones son avisos que nuestra razón desprecia y rara vez hace caso.  Ahora que lo pienso con la perspectiva y el saber que sólo el tiempo nos regala, me estremezco al comprobar cuántas veces adiviné, inútilmente, que en mis decisiones me estaba equivocando.

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