Después de apurar un trago largo del vaso que acababa de servirse,
todavía tuvo tiempo de esbozar una sonrisa satisfecha, y deleitarse en el
regusto a madera y cerezas del licor, que esta vez le supo ligeramente amargo.
Una vez más le creían acorralado y se jactaban ufanos de haberle
derrotado. ¡Cómo se equivocaban!, pudo llegar a pensar en el preciso instante
en que una explosión de angustia le estalló justo en la boca del estómago.
“Ahora no”, masculló entre dientes, al sentir que sus piernas
flaqueaban y se le helaban las sienes hasta el dolor. Le estremeció un sudor
frío y los párpados se le hicieron muy pesados, se contrajeron los músculos de
sus brazos y el vaso se precipitó desde sus dedos temblorosos, incapaces ya de
sujetarlo. Dos, tres segundos, los últimos de amarga y desesperada consciencia.
Después un golpe sordo y seco como el de un pesado fardo al desplomarse; una
secuencia insufrible de convulsa agitación; quejidos apagados, arcadas, un
pasta espumosa y blanquecina que asoma y se resbala desbordando la comisura de
los labios; falta el aire. Por fin, casi anhelado, el desvanecimiento, boqueo
esporádico, esfínteres que se relajan, los estertores de la muerte cada vez más
espaciados.
Apenas cuatro minutos más tarde Emilio Herráiz yacía inerte sobre
la pulcra moqueta de su pulcro y exclusivo apartamento de envidiado millonario;
boca abajo, las piernas entreabiertas y los brazos extendidos abrazando el
aire, la cara aplastada contra el suelo.
Así lo encontró Remedios, su asistenta, cuando a la mañana
siguiente, muy temprano, abrió la puerta del apartamento y se dirigió diligente
y a pasos cortos y apresurados hacia el salón, fruncido el ceño y extrañada de
encontrar encendidas tantas luces de la casa.
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