Trópico de cáncer no es, desde luego, un libro al uso; resulta difícil clasificarlo. No parece estrictamente una novela, tampoco exactamente un diario, más bien un manifiesto personal irreverente y desgarrado. Es como un cuadro pintado a trazos de diferentes grosores; un torrente de expresión, en ocasiones desordenada, delirante, la digresión existencial elevada a la categoría literaria, a veces obsceno, otras delicado, erudito, profundo en sus disquisiciones, un reto y una provocación, sin duda: "ningún hombre ha sido bastante loco como para meter una bomba por el ojo del culo a la creación y hacerla saltar por los aires", nos dice Miller, y a continuación se entrega a ser el primero en intentarlo.
Pero la trama poco a poco aparece, al principio entreverada en imágenes difusas, de hastío y de liberación al tiempo, de rebelde, desdeñosa y procaz contestación a las normas y los principios.
No es una trama hilada, ni responde a un esquema de planteamiento, nudo y desenlace. El texto se compone de vivencias que se suceden en un ambiente promiscuo, irreverente, a veces esperpéntico, de hoteles de mala muerte, prostitutas, purgaciones y amistades superficiales y delirantes.
En las calles y plazas de París, sin un céntimo, pensando sobre todo en la comida y en el sexo, así vive, o mejor dicho sobrevive Henri Miller, Joe para sus amigos, un descreído y egocéntrico escritor americano, compartiendo vida y existencia con un extraordinario elenco de personajes extremos.
El icono del París más bohemio, pero también más depravado y deprimente, es el que late en las páginas de una novela que recuerda la picaresca y la narrativa suburbana, que mantiene la frescura a pesar de los años, y que no deja indiferente.