Y es que el orgullo, en el sentido más rancio y patético, ha sido y es una seña de identidad de esta derecha española. Lo fue durante la dictadura triunfal que hizo perder a España el tren del progreso, lo ha sido durante su oposición democrática y en el paréntesis del gobierno de Aznar, y lo sigue siendo durante los seis meses que ya lleva en el gobierno.
En una muestra de su prepotencia, desde la oposición nunca renunció a explotar el orgullo nacional, acusando sistemáticamente a los gobiernos de irrelevancia o debilidad, como si sólo ella pudiera garantizar los intereses de España.
Y cuando ha gobernado su obsesión ha sido llevar a España a donde según su mesiánica visión le corresponde. Tal fue la orgullosa razón para meternos en una guerra ilegal que los ciudadanos rechazaban: rescatar a España del rincón de la historia en que supuestamente se encontraba. Poco valía que hubiera vuelto a la realidad europea de la que nunca debió marginarse; de nada servía que desde que su progreso político, económico y social sorprendiera a propios y extraños. España estaba en el rincón de la historia y para reintegrarla a su estatus imperial nada mejor que hacer ojitos al jefe, convertirse en un leal subordinado y aprovechar la ocasión para cultivar la imagen, poniendo orgullosamente las patas sobre la mesa en un rancho de tejas.
Fue también el orgullo patrio el que nos llevó a la brillante gesta de Perejil, al alba y con viento recio de levante, cuando la altanería con que Aznar despachaba los asuntos de Marruecos propició paradogicamente, o no, como diría Rajoy, que el vecino del sur evaluara una posición española lo sificientemente débil como para acometer lo que hasta entonces no se había planteado.
Sin embargo, aquella ridícula reconquista se vendió como una orgullosa demostración de los galones que ostenta España, y así fue aplaudido por la parroquia incondicional de la derecha, a pesar de que a la postre se perdiera la batalla estratégica y con ella el pleno dominio de aquella estúpida piedra.
Y ahora, cuando la crisis nos atenaza, el orgullo patrio vuelve a las andadas para demostrar que España sigue siendo diferente.
España no ha sido rescatada, se empeñan en repetir con la boca ancha y estrecha. Sólo recibe ayudas para paliar el desastre de la herencia socialista, responden a los cuatro vientos, ocultando que la quiebra es del modelo bancario que, en las orgías de Madrid y de Valencia, ellos mismos diseñaron y ensalzaron.
Tampoco ha habido presiones ni imposiciones, si acaso es Rajoy quien tuerce las voluntades; ni el prestamo engrosará el déficit, aunque lo asuma el estado.
Pero resulta que sí es rescate, que hubo presiones tajantes y que el crédito endurece el objetivo del déficit (lo que traerá más recortes). Y ese minuto de orgullosa gloria ha dado aires a una ceremonia de la confusión y a la lógica reacción de los socios europeos, que se curan en salud endureciendo las condiciones de un préstamo todavía no cerrado.
A eso se llama irresponsabilidad, pero el orgullo de Rajoy prefiere la honra a los barcos. Cuestión de absurda sobreestima patria, en el más patriotero sentido de la palabra, que añade problemas y pone a España en la diana de la mofa y de la crítica, y que nos sale muy cara.
Y para colmo Trillo, insigne depositario de las esencias de España, desde su retiro dorado se queda calladito ante el permanente cachondeo con que Londres se despacha cada día en Gibraltar, muy cerca de aquella agreste piedra de Perejil, a la que algunos llaman Leyla.