domingo, 19 de abril de 2015

El Madrid que yo recuerdo



Si uno pudiera adivinar los zarpazos que la vida nos tiene reservados, sin lugar a duda alguna que intentaría evitarlos; otra cosa es que sirviera para algo.
Comenzaré por deciros que nací en Madrid un ocho de mayo de 1910, y que fui el primero de los siete hijos que mi madre trajo al mundo, por lo que gocé del muy dudoso privilegio de encarnar las más altas esperanzas familiares, y asumir ser el modelo en que pudieran fijarse mis hermanos.
Mi padre era un modesto abogado que además de bregar con los pocos pleitos que llegaban al despacho, desempeñaba el cargo de secretario de cierto círculo de comerciantes, conocido por La Cámara, lo que a pesar de ser tantos de familia nos permitía llevar una vida relativamente regalada, sin grandes lujos pero exenta también de graves necesidades. En casa, por ejemplo, siempre hubo sirvienta, que era un signo de distinción y cierto desahogo, pero jamás veraneamos en la playa, como acostumbraba hacer entonces la gente verdaderamente adinerada.
Era mi padre un hombre afable y animoso,  moderadamente culto, moderno para su tiempo y abierto a cuantas novedades irrumpían, entonces casi a diario, acompañando el ímpetu prodigioso con que arrancó el nuevo siglo. De semblante adusto y serio, y circunspecto en los ademanes, ocultaba sus facciones tras una espesa barba que acentuaba la profundidad de unos ojos muy oscuros. No era amigo de ir a fiestas ni a encopetadas o pomposas recepciones, a las que, sin embargo, debía acudir de vez en cuando obligado por los comprimisos y responsabilidades del cargo. Era familiar y por lo que sé buen esposo. Gustaba de sacarnos de vez en cuando de paseo por las tardes y llevarnos de excursión al campo o a comer o merendar al Retiro los domingos. También lo recuerdo jugando con nosotros tirándose por el suelo de la casa como un niño. No era jugador ni mujeriego, creo, tampoco bebedor, aunque recuerdo verlo llegar a casa alguna vez algo achispado, igual que la mirada afilada y de reproche con que lo recibía mi madre en esos casos. A veces se mostraba en extremo reservado y en algunas ocasiones irritable y malhumorado, y entonces era mejor no importunarlo.
Mi madre fue una mujer guapa y dotada de una naturaleza generosa y saludable, que mantuvo su atractivo aun después de tantos embarazos. Tenía un pelo muy oscuro, casi negro, que de joven llevaba siempre recogido en la nuca en un gran moño, según dictaba la moda de la época. Bajo unas cejas sutiles y arqueadas, sus ojos grandes y verdes le otorgaban una expresión tranquila y sosegada, a veces melancólica. Unos labios grusos en su boca ancha, y una nariz pequeña y recta completaban los rasgos de su cara, que al sonreír marcaba dos pequeños hoyuelos en las mejillas muy blancas. Se casó muy joven y enamorada, suponiendo que al hacerlo se aseguraba el ideal de vida que desde niña seguramente había imaginado. Era una madre tierna aunque no excesivamente cariñosa, y una mujer inteligente y muy consciente del suelo que pisaba. Medio en serio medio en broma le gustaba darse algunos aires de grandeza, pues sostenía que procedía de una distinguida familia de Toledo, ciudad de la que, según aseguraba, mi tatarabuelo había llegado a ser alcalde.
Antes de continuar voy a detenerme a presentar brevemente a mis hermanos, a los que iréis conociendo a lo largo del relato, pues por razón de las circunstancias compartí con ellos no sólo los primeros años de mi infancia, sino también otras muchas vicisitudes de mi vida.
La primera en nacer después de mí fue Magdalena, a la que siguieron mis otros cinco hermanos: Carlos, Carmen, Miguel, José, al que primero llamamos Pepito y después Pepe, y por último Pilar, la más pequeña.
Cuando nació Pilar yo tenía dieciséis años y en ese periodo habían nacido mis otros cinco hermanos, lo que al echar cuentas resulta que cada poco más de dos años celebrábamos un bautizo.
Vivíamos en el número veinticuatro de la calle de Preciados, casi en la esquina de Callao, en una casa grande y nueva que mis padres alquilaron nada más casarse. Entonces los niños madrileños pasábamos mucho tiempo en la calle y aquella era una zona que ofrecía numerosos atractivos y posibilidades. La Gran Vía, justo al lado de mi casa, era una avenida nueva, muy ancha y despejada, que se había convertido en el orgullo de todos los madrileños. Era el paseo más concurrido y siempre estaba animado. En las interminables tardes de la infancia, los niños nos sentábamos en sus aceras a observar el deambular frenético de los primeros automóviles, los tranvías que la atravesaban haciendo sonar su campanilla, y el trasiego incesante de gentes que a pie o en carruajes la subían y bajaban. A veces nos dejábamos caer por la cuesta de Santo Domingo hasta la Plaza de Oriente, y en aquellas grandes explanadas jugábamos partidillos de fútbol, poliladron, el pincho o la lata, y las niñas al zirigizo, la comba, el corro o el elástico.
El Madrid que yo recuerdo de niño era una ciudad de callejuelas estrechas con casas de pocas plantas y sin apenas rascacielos, aunque ya empezaban a levantarse los primeros. Salvo las avenidas principales, las calles eran polvorientas y malolientes, pues había obras por todas partes, los animales defecaban en cualquier sitio y todavía en muchas zonas no había alcantarillado. Durante el día el trasiego de gente no cesaba un instante. Caballeros con sombrero hongo y damas con sombrilla se cruzaban con obreros de boina y mono azul, y mujeres malvestidas ataviadas con pañuelos a la cabeza y delantales. De vez en cuando te topabas con pandillas de niños descalzos y vestidos de andrajos que correteaban por todas partes dando gritos y molestando con descaro a los viandantes, a los que no dudaban apedrear con saña y sorprendente tino si alguno osara regañarles. Había pocas tiendas porque la gente compraba sobretodo en los mercados, en cuyos alrededores y agrupados por oficios se instalaban los negocios de los artesanos, los sastres, los zapateros, los carpinteros y los barberos, que todavía entonces algunos eran también sacamuelas.
Al caer la noche, cuando era invierno, las calles se vaciaban pues, salvo en las principales avenidas y plazas, donde empezaba a llegar el alumbrado eléctrico, en cuanto uno se apartaba sólo había luz de gas y la oscuridad lo inundaba todo. La gente se acostaba muy temprano, ya que no había nada que hacer una vez que se acababa la jornada, ni siquiera escuchar la radio, que eso vino mucho más tarde. Entonces la calle era de los borrachos que abandonaban tambaleándose las últimas tabernas, y de las putas y los puteros que, en los estrechos callejones y al abrigo de las sombras, se ocupaban de sus sórdidos y ancestrales cortejos mercenarios.
En verano, por el contrario, las noches de Madrid eran muy animadas. Como hacía calor en las casas la gente sacaba las sillas a la calle y se formaban corros de vecinos que charlaban hasta altas horas, esperando que refrescara. En las plazas se organizaban animadas verbenas, con música de organillo y baile, a las que acudía el vecindario y donde los novios formales bailaban abrazados a la vista de todas las miradas. Recuerdo, con cinco o seis años, acudir a esas verbenas con mis padres y mi hermana Magdalena, y mi hermano Carlos, todavía un bebé, dormido en su cochecito. Nos sentábamos en alguna terraza y mi padre pedía un vino tinto con aceitunas para él, una palomita de anís y unas almendras para mi madre, y una gaseosa para mí y para mi hermana, que saboreábamos con deleite a pequeños sorbos procurando que aquel dulce placer se prolongara.
Yo escuchaba en silencio las conversaciones de mis padres, y aunque a veces no entendía gran cosa, casi siempre prestaba atención a sus palabras. Hablaban de sus proyectos, de los problemas o las anécdotas de mi padre en el trabajo, y de las dificultades de mi madre para llevar la casa, sobre todo cuando estaba embarazada. Comentaban la política, entonces muy enmarañada, con gobiernos que cambiaban por días y frecuentes enfrentamientos entre obreros y empresarios.
En ocasiones las conversaciones transitaban por derroteros más frívolos en los que mis distraidos oídos infantiles reparaban, como cuando con mi madre contaba a mi padre las últimas tendencias de la moda que llegaba de París, que mi madre seguía con atención entusiasta, esbozando con las manos la forma del talle del último vestido que había encargado, o algún detalle del peinado o el tocado en el que andaba pensando. Otras veces era mi padre el que se emocionaba detallando las virtudes del último modelo de automóvil que había visto circular por las calles, que además de sobrio y elegante, afirmaba con los ojos como platos, podía alcanzar los cien kilómetros por hora, tal de asombroso resultaba aquél magnífico aparato.
Fueron tiempos de grandes cambios en los que de la noche a la mañana asistíamos a sucesos prodigiosos, como cuando se fueron sustituyendo los tranvías hasta entonces tirados por caballos, por modernos vagones que se desplazaban aprovechando la electricidad, ese fluido, casi mágico para nosotros, que a traves de unas antenas obtenían de un entramado de cables suspendidos que atravesaban las calles.
También recuerdo la emoción de mi primer viaje en el metropolitano que acababa de inaugurar el propio rey don Alfonso, que nos llevó en sólo unos minutos de Sol a Cuatro Caminos, y todavía me estremece la sensación de penetrar por primera vez, apretando con fuerza la mano de mi madre, tan asombrada como yo y supongo que mi propio padre, en aquellos imponentes gusanos de hierro que se internaban rugiendo como fieras por aquellas misteriosas y oscuras galerías que horadaban a Madrid en sus entrañas.
En mis vivencias de niño recuerdo el estallido de la gran guerra, en la que los europeos divididos en dos bandos, y también los americanos y los turcos y hasta los australianos, que están tan lejos, se enfrentaban en cruentas batallas de cuyo desarrollo informaban a diario los periódicos y todo el mundo hablaba. Y recuerdo a mi padre quejarse de que en la España neutral los empresarios desaprovechaban la ventajosa oportunidad que la guerra les presentaba.
—Dentro de poco nos vamos a lamentar amargamente María —le confesaba mi padre a mi madre que le escuchaba con atención.
—¿Por qué dices eso, Agustín?
—Esta mañana me he encontrado con Adolfo.
—¿Y cómo está?
—Estupendamente y loco al mismo tiempo.
—Nunca anduvo muy bien ese muchacho.
Adolfo era un amigo de la familia. Él y su mujer, doña Elvira, coincidían a menudo con mis padres; iban juntos al teatro, coincidían en actos o recepciones, o quedaban para comer o cenar en algún conocido restaurante. Dos matrimonios de la misma edad que compartían gustos y aficiones, pero entre los que existían también notables diferencias, pues mientras que mi padre tenía que trabajar duro para sacarnos adelante, Adolfo venía de una familia adinerada, y a la muerte de su padre había heredado una próspera fábrica de velas y luminarias, posición a la que había unido los beneficios de un ventajoso matrimonio con la hija de un rico industrial de Cataluña.
—Nada más verlo se ha empeñado en que le acompañara a ver la casa que se está construyendo en Príncipe de Vergara.
—¡Qué lujo!
—Sí… qué lujo —musitó mi padre en tono despectivo—. No es una casa, María, es un palacio. Ha comprado una parcela y está levantando una mansión por todo lo alto.
—¿Pero en esa zona no se iban a construir pisos?
—Eso es lo que dice el plan municipal, pero él ha movido los hilos en el ayuntamiento y le han concedido una licencia.
—Mira que listo… ¿Y de dónde saca Adolfo para tanto?
—Adolfo se está forrando, María. Vende velas y candiles a espuertas, más de las que es capaz de producir. Le llegan pedidos de Francia, Bélgica, Alemania… Como allí están cerradas las fábricas…
—¡Qué suerte tienen algunos!
—Le he recomendado que aproveche el momento para modernizar la fábrica, le he hablado de las lámparas incandescentes, de su producción a gran escala. Es una oportunidad única puesto que las patentes están tiradas por los suelos, a precio de saldo. Se lo he dicho, y también que ahora no necesita una casa tan grande.
—¿Y él que dice?
—Dice que no lo ve claro. El sólo piensa en que ha llegado su momento y sólo se vive una vez; que su mujer y los niños están muy ilusionados con la nueva casa y que no va a dejar pasar la oportunidad de hacer realidad ese sueño.
—Bueno —concedió mi madre—, bien mirado no está mal pensado.
—¿Cómo que no? Adolfo es un imbécil que en su vida ha sido capaz de estar a la altura de las circunstancias. Puedo llegar a entender que no se atreva con las lámparas, porque la verdad es que el pobrecito no da para mucho y probablemente aquello le venga grande. Pero que en su situación tampoco quiera invertir un céntimo en la fábrica, eso no tiene perdón ni explicación. Me consta que no da a basto y está firmando contratos que no sabe si será capaz de cumplir. O es un cretino o un irresponsable, o las dos cosas al mismo tiempo. Además, paga mal y con retraso a los obreros, que ya se le han puesto en huelga varias veces y yo veo que con razón, porque él bien que se da la buena vida. Tenías que ver el automóvil que acaba de comprarse, un dineral le ha costado. Y en Madrid se sabe todo y los sindicatos saben que no paga pero vive como un rajá. Pero lo que más me puede es que no es capaz de mirar más allá de sus narices. No es consciente de que la guerra terminará más pronto que tarde y entonces se terminarán también esos fabulosos pedidos con los que se está forrando. Por ese camino cuando termine la guerra pierde la fábrica y entonces veremos para qué le sirve su palacio. 
—Tú verás como al final sale adelante.
—No creas que tampoco me extrañaría; estos tontos no lo son tanto y seguro que se acomodará a cualquier situación. Pero me exaspera tanta irresponsabilidad y tan mala cabeza. Hay mucha gente que depende de Adolfo. ¿Qué será de esos obreros a los que hoy explota y mañana tendrá que poner de patitas en la calle?
—Bueno Agustín, tal vez todo ocurra de otro modo.

—Ojalá me equivoque María, ojalá.

El texto que acabas de leer es el primer capítulo de
La azarosa vida de Ernesto Valente
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