Si uno pudiera adivinar los zarpazos que la vida nos tiene reservados,
sin lugar a duda alguna que intentaría evitarlos; otra cosa es que sirviera para
algo.
Comenzaré por deciros que nací en Madrid un ocho de mayo de 1910, y que
fui el primero de los siete hijos que mi madre trajo al mundo, por lo que gocé
del muy dudoso privilegio de encarnar las más altas esperanzas familiares, y
asumir ser el modelo en que pudieran fijarse mis hermanos.
Mi padre era un modesto abogado que además de bregar con los pocos pleitos
que llegaban al despacho, desempeñaba el cargo de secretario de cierto círculo
de comerciantes, conocido por La Cámara, lo que a pesar de ser tantos de
familia nos permitía llevar una vida relativamente regalada, sin grandes lujos
pero exenta también de graves necesidades. En casa, por ejemplo, siempre hubo
sirvienta, que era un signo de distinción y cierto desahogo, pero jamás
veraneamos en la playa, como acostumbraba hacer entonces la gente
verdaderamente adinerada.
Era mi padre un hombre afable y animoso, moderadamente culto, moderno para su tiempo y
abierto a cuantas novedades irrumpían, entonces casi a diario, acompañando el
ímpetu prodigioso con que arrancó el nuevo siglo. De semblante adusto y serio,
y circunspecto en los ademanes, ocultaba sus facciones tras una espesa barba
que acentuaba la profundidad de unos ojos muy oscuros. No era amigo de ir a
fiestas ni a encopetadas o pomposas recepciones, a las que, sin embargo, debía acudir
de vez en cuando obligado por los comprimisos y responsabilidades del cargo.
Era familiar y por lo que sé buen esposo. Gustaba de sacarnos de vez en cuando
de paseo por las tardes y llevarnos de excursión al campo o a comer o merendar
al Retiro los domingos. También lo recuerdo jugando con nosotros tirándose por
el suelo de la casa como un niño. No era jugador ni mujeriego, creo, tampoco
bebedor, aunque recuerdo verlo llegar a casa alguna vez algo achispado, igual
que la mirada afilada y de reproche con que lo recibía mi madre en esos casos.
A veces se mostraba en extremo reservado y en algunas ocasiones irritable y
malhumorado, y entonces era mejor no importunarlo.
Mi madre fue una mujer guapa y dotada de una naturaleza generosa y saludable,
que mantuvo su atractivo aun después de tantos embarazos. Tenía un pelo muy
oscuro, casi negro, que de joven llevaba siempre recogido en la nuca en un gran
moño, según dictaba la moda de la época. Bajo unas cejas sutiles y arqueadas,
sus ojos grandes y verdes le otorgaban una expresión tranquila y sosegada, a
veces melancólica. Unos labios grusos en su boca ancha, y una nariz pequeña y
recta completaban los rasgos de su cara, que al sonreír marcaba dos pequeños
hoyuelos en las mejillas muy blancas. Se casó muy joven y enamorada, suponiendo
que al hacerlo se aseguraba el ideal de vida que desde niña seguramente había
imaginado. Era una madre tierna aunque no excesivamente cariñosa, y una mujer
inteligente y muy consciente del suelo que pisaba. Medio en serio medio en
broma le gustaba darse algunos aires de grandeza, pues sostenía que procedía de
una distinguida familia de Toledo, ciudad de la que, según aseguraba, mi
tatarabuelo había llegado a ser alcalde.
Antes de continuar voy a detenerme a presentar brevemente a mis
hermanos, a los que iréis conociendo a lo largo del relato, pues por razón de
las circunstancias compartí con ellos no sólo los primeros años de mi infancia,
sino también otras muchas vicisitudes de mi vida.
La primera en nacer después de mí fue Magdalena, a la que siguieron mis
otros cinco hermanos: Carlos, Carmen, Miguel, José, al que primero llamamos
Pepito y después Pepe, y por último Pilar, la más pequeña.
Cuando nació Pilar yo tenía dieciséis años y en ese periodo habían
nacido mis otros cinco hermanos, lo que al echar cuentas resulta que cada poco
más de dos años celebrábamos un bautizo.
Vivíamos en el número veinticuatro de la calle de Preciados, casi en la
esquina de Callao, en una casa grande y nueva que mis padres alquilaron nada
más casarse. Entonces los niños madrileños pasábamos mucho tiempo en la calle y
aquella era una zona que ofrecía numerosos atractivos y posibilidades. La Gran
Vía, justo al lado de mi casa, era una avenida nueva, muy ancha y despejada, que
se había convertido en el orgullo de todos los madrileños. Era el paseo más
concurrido y siempre estaba animado. En las interminables tardes de la
infancia, los niños nos sentábamos en sus aceras a observar el deambular
frenético de los primeros automóviles, los tranvías que la atravesaban haciendo
sonar su campanilla, y el trasiego incesante de gentes que a pie o en carruajes
la subían y bajaban. A veces nos dejábamos caer por la cuesta de Santo Domingo
hasta la Plaza de Oriente, y en aquellas grandes explanadas jugábamos partidillos
de fútbol, poliladron, el pincho o la lata, y las niñas al zirigizo,
la comba, el corro o el elástico.
El Madrid que yo recuerdo de niño era una ciudad de callejuelas
estrechas con casas de pocas plantas y sin apenas rascacielos, aunque ya
empezaban a levantarse los primeros. Salvo las avenidas principales, las calles
eran polvorientas y malolientes, pues había obras por todas partes, los
animales defecaban en cualquier sitio y todavía en muchas zonas no había
alcantarillado. Durante el día el trasiego de gente no cesaba un instante.
Caballeros con sombrero hongo y damas con sombrilla se cruzaban con obreros de
boina y mono azul, y mujeres malvestidas ataviadas con pañuelos a la cabeza y
delantales. De vez en cuando te topabas con pandillas de niños descalzos y
vestidos de andrajos que correteaban por todas partes dando gritos y molestando
con descaro a los viandantes, a los que no dudaban apedrear con saña y
sorprendente tino si alguno osara regañarles. Había pocas tiendas porque la gente
compraba sobretodo en los mercados, en cuyos alrededores y agrupados por
oficios se instalaban los negocios de los artesanos, los sastres, los
zapateros, los carpinteros y los barberos, que todavía entonces algunos eran
también sacamuelas.
Al caer la noche, cuando era invierno, las calles se vaciaban pues,
salvo en las principales avenidas y plazas, donde empezaba a llegar el
alumbrado eléctrico, en cuanto uno se apartaba sólo había luz de gas y la
oscuridad lo inundaba todo. La gente se acostaba muy temprano, ya que no había
nada que hacer una vez que se acababa la jornada, ni siquiera escuchar la
radio, que eso vino mucho más tarde. Entonces la calle era de los borrachos que
abandonaban tambaleándose las últimas tabernas, y de las putas y los puteros que,
en los estrechos callejones y al abrigo de las sombras, se ocupaban de sus
sórdidos y ancestrales cortejos mercenarios.
En verano, por el contrario, las noches de Madrid eran muy animadas.
Como hacía calor en las casas la gente sacaba las sillas a la calle y se
formaban corros de vecinos que charlaban hasta altas horas, esperando que
refrescara. En las plazas se organizaban animadas verbenas, con música de
organillo y baile, a las que acudía el vecindario y donde los novios formales
bailaban abrazados a la vista de todas las miradas. Recuerdo, con cinco o seis
años, acudir a esas verbenas con mis padres y mi hermana Magdalena, y mi
hermano Carlos, todavía un bebé, dormido en su cochecito. Nos sentábamos en
alguna terraza y mi padre pedía un vino tinto con aceitunas para él, una
palomita de anís y unas almendras para mi madre, y una gaseosa para mí y para
mi hermana, que saboreábamos con deleite a pequeños sorbos procurando que aquel
dulce placer se prolongara.
Yo escuchaba en silencio las conversaciones de mis padres, y aunque a
veces no entendía gran cosa, casi siempre prestaba atención a sus palabras.
Hablaban de sus proyectos, de los problemas o las anécdotas de mi padre en el
trabajo, y de las dificultades de mi madre para llevar la casa, sobre todo cuando
estaba embarazada. Comentaban la política, entonces muy enmarañada, con
gobiernos que cambiaban por días y frecuentes enfrentamientos entre obreros y
empresarios.
En ocasiones las conversaciones transitaban por derroteros más frívolos
en los que mis distraidos oídos infantiles reparaban, como cuando con mi madre
contaba a mi padre las últimas tendencias de la moda que llegaba de París, que
mi madre seguía con atención entusiasta, esbozando con las manos la forma del
talle del último vestido que había encargado, o algún detalle del peinado o el
tocado en el que andaba pensando. Otras veces era mi padre el que se emocionaba
detallando las virtudes del último modelo de automóvil que había visto circular
por las calles, que además de sobrio y elegante, afirmaba con los ojos como
platos, podía alcanzar los cien kilómetros por hora, tal de asombroso resultaba
aquél magnífico aparato.
Fueron tiempos de grandes cambios en los que de la noche a la mañana
asistíamos a sucesos prodigiosos, como cuando se fueron sustituyendo los
tranvías hasta entonces tirados por caballos, por modernos vagones que se
desplazaban aprovechando la electricidad, ese fluido, casi mágico para
nosotros, que a traves de unas antenas obtenían de un entramado de cables
suspendidos que atravesaban las calles.
También recuerdo la emoción de mi primer viaje en el metropolitano que
acababa de inaugurar el propio rey don Alfonso, que nos llevó en sólo unos
minutos de Sol a Cuatro Caminos, y todavía me estremece la sensación de
penetrar por primera vez, apretando con fuerza la mano de mi madre, tan
asombrada como yo y supongo que mi propio padre, en aquellos imponentes gusanos
de hierro que se internaban rugiendo como fieras por aquellas misteriosas y
oscuras galerías que horadaban a Madrid en sus entrañas.
En mis vivencias de niño recuerdo el estallido de la gran guerra, en la
que los europeos divididos en dos bandos, y también los americanos y los turcos
y hasta los australianos, que están tan lejos, se enfrentaban en cruentas
batallas de cuyo desarrollo informaban a diario los periódicos y todo el mundo
hablaba. Y recuerdo a mi padre quejarse de que en la España neutral los
empresarios desaprovechaban la ventajosa oportunidad que la guerra les
presentaba.
—Dentro de poco nos vamos a lamentar amargamente María —le confesaba mi
padre a mi madre que le escuchaba con atención.
—¿Por qué dices eso, Agustín?
—Esta mañana me he encontrado con Adolfo.
—¿Y cómo está?
—Estupendamente y loco al mismo tiempo.
—Nunca anduvo muy bien ese muchacho.
Adolfo era un amigo de la familia. Él y su mujer, doña Elvira,
coincidían a menudo con mis padres; iban juntos al teatro, coincidían en actos
o recepciones, o quedaban para comer o cenar en algún conocido restaurante. Dos
matrimonios de la misma edad que compartían gustos y aficiones, pero entre los
que existían también notables diferencias, pues mientras que mi padre tenía que
trabajar duro para sacarnos adelante, Adolfo venía de una familia adinerada, y
a la muerte de su padre había heredado una próspera fábrica de velas y
luminarias, posición a la que había unido los beneficios de un ventajoso
matrimonio con la hija de un rico industrial de Cataluña.
—Nada más verlo se ha empeñado en que le acompañara a ver la casa que
se está construyendo en Príncipe de Vergara.
—¡Qué lujo!
—Sí… qué lujo —musitó mi padre en tono despectivo—. No es una casa,
María, es un palacio. Ha comprado una parcela y está levantando una mansión por
todo lo alto.
—¿Pero en esa zona no se iban a construir pisos?
—Eso es lo que dice el plan municipal, pero él ha movido los hilos en
el ayuntamiento y le han concedido una licencia.
—Mira que listo… ¿Y de dónde saca Adolfo para tanto?
—Adolfo se está forrando, María. Vende velas y candiles a espuertas,
más de las que es capaz de producir. Le llegan pedidos de Francia, Bélgica,
Alemania… Como allí están cerradas las fábricas…
—¡Qué suerte tienen algunos!
—Le he recomendado que aproveche el momento para modernizar la fábrica,
le he hablado de las lámparas incandescentes, de su producción a gran escala.
Es una oportunidad única puesto que las patentes están tiradas por los suelos,
a precio de saldo. Se lo he dicho, y también que ahora no necesita una casa tan
grande.
—¿Y él que dice?
—Dice que no lo ve claro. El sólo piensa en que ha llegado su momento y
sólo se vive una vez; que su mujer y los niños están muy ilusionados con la
nueva casa y que no va a dejar pasar la oportunidad de hacer realidad ese
sueño.
—Bueno —concedió mi madre—, bien mirado no está mal pensado.
—¿Cómo que no? Adolfo es un imbécil que en su vida ha sido capaz de
estar a la altura de las circunstancias. Puedo llegar a entender que no se
atreva con las lámparas, porque la verdad es que el pobrecito no da para mucho
y probablemente aquello le venga grande. Pero que en su situación tampoco quiera
invertir un céntimo en la fábrica, eso no tiene perdón ni explicación. Me
consta que no da a basto y está firmando contratos que no sabe si será capaz de
cumplir. O es un cretino o un irresponsable, o las dos cosas al mismo tiempo. Además,
paga mal y con retraso a los obreros, que ya se le han puesto en huelga varias
veces y yo veo que con razón, porque él bien que se da la buena vida. Tenías
que ver el automóvil que acaba de comprarse, un dineral le ha costado. Y en
Madrid se sabe todo y los sindicatos saben que no paga pero vive como un rajá.
Pero lo que más me puede es que no es capaz de mirar más allá de sus narices.
No es consciente de que la guerra terminará más pronto que tarde y entonces se
terminarán también esos fabulosos pedidos con los que se está forrando. Por ese
camino cuando termine la guerra pierde la fábrica y entonces veremos para qué
le sirve su palacio.
—Tú verás como al final sale adelante.
—No creas que tampoco me extrañaría; estos tontos no lo son tanto y
seguro que se acomodará a cualquier situación. Pero me exaspera tanta
irresponsabilidad y tan mala cabeza. Hay mucha gente que depende de Adolfo.
¿Qué será de esos obreros a los que hoy explota y mañana tendrá que poner de
patitas en la calle?
—Bueno Agustín, tal vez todo ocurra de otro modo.
—Ojalá me equivoque María, ojalá.
El texto que acabas de leer es el primer capítulo de
La azarosa vida de Ernesto Valente
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