Corría el año 1972 cuando, tras una rocambolesca
peripecia política y personal, el frustrado periodista y antiguo sargento mayor
Joseph-Desiré Mobutu fue proclamado oficialmente presidente de la República
Democrática del Congo, que pasó a denominarse Zaire, y reconocido como tal por
la práctica totalidad de potencias de oriente y occidente. Poco importó que a su
ascensión contribuyeran oscuros intereses y alianzas, viles traiciones, crímenes,
componendas y venganzas; un cúmulo de sórdidas circunstancias en las que Mobutu
había sabido desenvolverse con extraordinaria eficacia.
Decidido a liberarse
de la influencia exterior, una vez en el poder, Mobutu radicalizó el discurso
africanista y, prácticamente de la noche a la mañana, proclamó una realidad
autóctona enfrentada a las antiguas metrópolis europeas, causantes, en su
opinión y en la de otros muchos, bien es cierto que no faltos de razón, de la
situación de extremo atraso y pobreza que azotaba tanto al Zaire como al entero
continente africano.
En coherencia con su
pensamiento político, Mobutu Sese Seko, como quiso y logró ser desde entonces llamado,
acometió la expropiación de empresas extranjeras para adueñarse personalmente de ellas o, en algunos casos,
repartirlas entre sus familiares y colaboradores más allegados.
Sin embargo, la
nacionalización de los recursos, en vez de activar la industria, el comercio y
el empleo, no vino sino a agravar el injusto y desproporcionado reparto de la riqueza,
concentrándola en un grupúsculo de ambiciosos, corruptos e incompetentes
jerarcas, mientras se acrecentaba, una vez más, la miseria y la pobreza del
pueblo.
Todo ello se tradujo
en un clima de creciente frustración y descontento, en el que germinaron grupos
opositores que se aliaron y aunaron fuerzas para azuzar revueltas que fueron especialmente
virulentas en el este.
Para enfrentar la
creciente insurrección, Mobutu precisaba urgentemente armas y dinero, y por
tanto, como no podía ser de otra forma, gobiernos extranjeros dispuestos a
proporcionárselos, claro está que no sin exigir cobrar un alto precio.
Es noche cerrada en
Kinshasa y Mobutu ha despedido a los miembros de su gobierno. En un espacioso
salón anexo a su despacho el presidente departe con sus más directos
colaboradores. Tras los amplios ventanales la lluvia cae torrencial sobre los
jardines del palacio presidencial. Al fondo de la estancia enmoquetada, bajo
una colorida escena de caza y alrededor de una ostentosa e incomprensible
chimenea meramente ornamental, el grupo de notables escucha las reflexiones que
en voz alta expone el presidente.
Nadie osa interrumpirle o
puntualizarle, mucho menos polemizar. Es un soliloquio al que un reducido grupo
de jerarcas y asesores atiende con aire serio y circunspecto. Mobutu está
desanimado y deprimido. Con expresión cansada dirige una mirada hierática que
se pierde más allá de los gruesos cristales de sus enormes gafas de concha.
Apoyada una mano sobre su inseparable bastón, el dictador mantiene en la otra
un vaso de grueso cristal del que de vez en vez sorbe largos tragos de su
whisky favorito.
“Tenemos un
problema, un grave problema —se lamenta asintiendo con teatrales golpes de
cabeza—. Nuestra política ha fracasado. Las industrias tienen que cerrar por
falta de obreros cualificados y nuestros ingenieros, que tanto me cuesta
mantener, son incapaces de solucionar la más sencilla avería porque dicen que
carecen de herramientas y repuestos. Este es un país de inútiles y así no
iremos a ninguna parte. Les he devuelto la dignidad de ser nosotros mismos y
labrarnos nuestro propio futuro. Les he dicho “vosotros zaireños, vosotros y
sólo vosotros sois dueños de vuestro país y de vuestro destino”; pero ellos no
son capaces de aprovechar la oportunidad única que yo les brindo”.
Mobutu da un largo
sorbo y, mientras siente cómo el alcohol calienta e impregna su lengua y su
garganta, permanece un largo rato en silencio, recreándose en sus pensamientos
y saboreando con deleite la quietud del momento. Luego continúa su monólogo.
“Para empeorar la
situación los problemas se multiplican en el este. Ruanda no cesa de expulsar
tutsis que se asientan en Burundi y en Uganda, y también en nuestro territorio.
Eso nos traerá problemas a la larga…, ya los está provocando. Es una masa
enorme de desplazados furiosos y ociosos, y los tutsis son belicosos y
organizados. Nuestros enemigos se ocuparán de utilizarlos contra nosotros. Ya
lo están haciendo fomentando su alianza con ese patán de Kabila y su guerrilla
de traidores y ladrones”.
Después de un largo
trago abandona el vaso vacío sobre una mesita a su derecha. Abre una pitillera
y enciende un cigarrillo del que exhala una larga y profunda bocanada. Tras
unos segundos en los que parece embriagarse dejando escapar lentamente el humo,
retoma su reflexión en voz alta.
“Son demasiados problemas y no podemos
afrontarlos solos. Tenemos que pedir ayuda y tendremos que pagar un alto precio
por ella. También será ocasión de hacer negocios —sostiene esbozando un sonrisa
que enseguida se transforma en gesto serio—. Pero no es como yo desearía
hacerlos... ahora tendremos que compartirlos con otros, y esos otros no pueden
ser más que los franceses y los belgas. ¡Cuánto los detesto! —se lamenta
expresando rabia y repulsa con la mano—, a ellos y a sus aires de grandeza y
prepotencia. Se creen superiores y las circunstancias parece que quieren venir
a darles la razón. Me duele en el alma tener que llamarles y ponerles buena
cara, otorgarles concesiones y devolverles privilegios. Es un trago muy amargo,
una decisión que no quiero tomar y para la que sin embargo no encuentro otra
salida. No hay más remido”.
Durante unos
segundos permanece reflexionando extasiado mientras mira un punto fijo en frente.
De repente extiende ambas manos queriendo expresar sorpresa y desconcierto al
sentenciar: “Y ahora, además, precisamente ahora, ¡los católicos piden abrir
nuevas misiones y nuevos conventos!”.
Esta es la introducción de la novela, si quieres leerla entera la puedes descargar aquí
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