sábado, 19 de abril de 2014

Capitulo II, San Miguel, Katanga, Zaire



II

Jamás conocí a mi padre y de mi madre no guardo más que un grato lejano recuerdo. Las primeras percepciones de las que soy consciente se desvanecen en la nebulosa de la fría mañana en que me encomendaron a las monjas que llevaban la misión.
Por ellas pude saber que procedía de una aldea en las cercanías de Kahia, en Entala, una región boscosa del valle del Lukuga, y que mi madre había sido una pequeña y bondadosa mujer que a la muerte de mi padre tuvo que abandonar el Zaire y dirigirse huyendo a Tanzania, más allá del gran Tanganica, de donde nunca regresó.
Por triste y desgarradora que pueda parecer mi historia, allí donde yo nací no resulta en modo alguno extraordinaria. Como tantas otras criaturas del Señor, tuve el infortunio de venir al  mundo a sufrir los desvaríos que desde décadas asolaban, y aun hoy continúan asolando, la maldita región centroafricana. Familias enteras desplazadas cuando no cruelmente desmembradas, historias de horrendos asesinatos, mutilaciones, venganzas y represalias, violaciones, detenciones y tormentos infringidos sin más motivo que el de pertenecer a la otra etnia o facción, o por el solo hecho de vivir en el lugar inadecuado. Ese fue el dramático escenario en que me tocó en suerte nacer.
Sin embargo, y a pesar de todo, podría decirse que al fin y al cabo yo fui una niña afortunada, pues la sabia decisión de mi madre me salvó de un destino que pudo ser mucho peor. Aunque la guerra, o por mejor decirlo, las incesantes disputas y escaramuzas, de tan diverso origen y tamaño, a nada ni a nadie respetaban, San Miguel se mantuvo por algún tiempo al margen de los conflictos. No es que las facciones en disputa apreciaran el trabajo humanitario de las monjas, ni tampoco que a sus comandantes les detuviera algún sentimiento o reserva de carácter religioso; simple y llanamente respetaban la misión por pura conveniencia, sabedores de que allí podían encontrar medicinas y cuidados para los heridos en los enfrentamientos que tropas gubernamentales y rebeldes libraban en las selvas recónditas de aquellas apartadas montañas.
Las tareas habituales de la misión resultaban de lo más variadas, aunque todas giraban en torno al propósito de prestar ayuda a cualquiera que la necesitara. Prevenir o combatir epidemias y pandemias, curar heridas y atender enfermos y ancianos desahuciados, potabilizar el agua de los pozos e inculcar normas de higiene entre la población, constituían el quehacer cotidiano de la misión. Un quehacer que se compaginaba con otras no menos importantes labores educativas y formativas a las que las monjas se entregaban: enseñar sencillas técnicas de cultivo a los campesinos, instruir a jóvenes y mujeres sobre principios de educación sexual y, por supuesto, iniciar en las primeras letras a los niños y a los adultos interesados que poblaban las aldeas aledañas. 
Aunque inicialmente no estuvo previsto, con los años y para dar respuesta a una necesidad a la que las monjas no pudieron ni quisieron dar la espalda, San Miguel acabó convirtiéndose también en una residencia de acogida para niños huérfanos o abandonados.
Puedo asegurar que la catequesis y la evangelización no ocupaban ni de lejos el afán prioritario de las monjas, al menos de una forma explícita y deliberada. La predicación de los Evangelios no absorbía el tiempo ni el esfuerzo en la ajetreada vida de la misión, en tanto que las oraciones quedaban para el ámbito interno de la comunidad de monjas, en el que las hermanas, discretamente, cada mañana muy temprano y cada tarde acabada la jornada, si las obligaciones lo permitían, se ocupaban de sus rezos en la pequeña capilla.
Era de un modo más sutil y apenas perceptible como las monjas cumplían lo que ellas llamaban su misión: sin la imposición de ritos ni liturgias, sin propagar dogmas o doctrinas, con la persuasión más eficaz que da el ejemplo. Así las hermanas expresaban una fe que en aquellas tierras sólo unos pocos nativos compartíamos, pues aunque muchos habían sido bautizados y conocían sus dogmas y principios elementales, en su fuero interno la mayoría preservaba sus creencias religiosas ancestrales, y en el fondo percibía el cristianismo como una religión extraña y extranjera.
La misión era muy simple en su estructura y configuración. Sus dependencias se reducían a la pequeña escuela y el hospital y su dispensario, además de la capilla y las austeras aunque cómodas y ventiladas estancias de las monjas, que a lo largo de los años nunca fueron más de seis.
La construcción de cada estancia era también muy sencilla, pues salvo el dormitorio de las hermanas, la pequeña oficina y el hospital, fabricados de madera, ladrillos y cemento, con paredes, puertas y ventanas, y tejados a dos aguas al estilo occidental, el resto de las dependencias: cocina, escuela y demás, se habían construido con troncos de madera enlazados por cuerdas o lianas, y techumbres de ramas y argamasa que proporcionaban espacios a cubierto de las lluvias tan frecuentes, o del inclemente calor del mediodía. Sólo las letrinas y los baños prestaban la necesaria intimidad, y el almacén de los víveres y las herramientas también estaba construido con ladrillos y cemento y se mantenía cerrado bajo llave, al igual que el dispensario.
El núcleo de la misión ocupaba una extensa superficie cuadrangular, enclavada en el promontorio de un gran claro de selva que formaba una amplia y despejada explanada. En el centro del calvero las monjas había delimitado un contorno cerrado por las diferentes dependencias de la misión, que se adosaban unas a otras formando un rectángulo que dejaba un tramo abierto que servía de acceso al interior. En el espacio despejado que abarcaba la misión, disponiendo piedras encaladas, se habían trazado dos caminos que comunicaban cada lado y su contrario, formando de tal modo una gran cruz. En el crucero, con troncos de madera, las monjas habían levantado una  plataforma sobre la que descansaba un depósito al que un pequeño motor de gasóleo elevaba el agua que llegaba conducida desde un manantial cercano. Con gran sentido práctico, aprovechando la elevación del depósito, las hermanas habían conseguido dotar de agua corriente a muchas de las dependencias de la misión, lo que posibilitaba el mantenimiento de unas sorprendentes condiciones de limpieza y salubridad, inusitadas en aquél entorno tan salvaje y primitivo. Junto al gran depósito se habían construido la cocina y un lavadero bien techado, y a sus espaldas unas sencillas duchas que nos permitían cumplir las estrictas medidas de higiene que las monjas inculcaban y exigían.
Cercano al dormitorio de las religiosas, compartiendo los servicios y la protección que otorgaba la misión, diseminadas con cierto orden en una zona acotada de la explanada, se levantaban las chozas donde vivíamos los niños. Eran cabañas de planta circular, paredes de adobe y techumbre de ramas y cañizos, sin otro mueble en su interior más que un estrecho camastro por ocupante, con su correspondiente cajón a modo de baúl, donde guardábamos nuestras escasas pertenencias personales. Alojados en grupos de tres o cuatro niños por cabaña, el de mayor edad solía ser el responsable de la estancia.
Dispersas en los alrededores y con mayor independencia e intimidad, surgían por aquí y por allá las viviendas de los empleados, que vivían con sus familias y se ocupaban de ayudar a las hermanas en las múltiples tareas que precisaba el día a día de la misión, especializados algunos como enfermeros, cocineros, carpinteros o albañiles, y otros, los menos hábiles o dispuestos, empleados como meros ayudantes o peones. Los de mayor criterio o confianza se ocupaban como mensajeros o recaderos, destinos de gran responsabilidad en aquél recóndito lugar perdido en las montañas, donde la comunicación y los suministros eran servicios de la mayor importancia. Todos los empleados, además, colaboraban cuando era necesario en el cuidado de la huerta y las tareas de la granja. Por su trabajo no percibían ningún salario, sólo la comida y el vestido, y la impagable seguridad y protección que en tantos órdenes la misión podía prestarles.  
Los recursos con que contaban las hermanas se reducían a una pequeña asignación que cada año establecía el obispado, y a los beneficios, muy escasos, que se obtenían de la venta de productos de la huerta y de la granja. Estos ingresos se empleaban íntegramente en adquirir medicamentos y material para la clínica, así como combustible, semillas, fertilizantes, piensos, herramientas y otros utensilios necesarios para el trabajo en la pequeña granja, y en los cultivos de verduras, mandioca, algodón y bananas.
Con cierta regularidad llegaban a la misión medicamentos, alimentos básicos y abundante ropa usada, procedente todo ello de excedentes de países ricos que se recibían como ayuda humanitaria.
Los visitantes y los familiares de los enfermos que ingresaban en el pequeño hospital, cuando no volvían a sus aldeas a esperar la cura o evolución de las dolencias, se acomodaban en las cabañas disponibles, si las había, o en improvisados chamizos que con ramas y plásticos ellos mismos levantaban. En conjunto vivían en la misión y sus alrededores un centenar largo de personas, si bien de sus atenciones y servicios se beneficiaban decenas de pequeñas aldeas desperdigadas por las montañas.
Al frente de la misión estaba sor Ángela, la superiora, a la que todos llamábamos “madre”. Sor Ángela había nacido en Valliers, en las cercanías de Annecy, junto a la frontera franco-suiza, en un apartado cantón provenzal rodeado de una hermosa campiña moteada de granjas y pequeñas casas de labranza.
A menudo nos decía que el plácido verdor que rodeaba la misión le recordaba su querido y en ocasiones añorado paisaje de Valliers, y nos invitaba a imaginarlo como la rica y generosa campiña que ella quería convencernos de que un día podría ser.
 Ante nuestra mirada divertida gustaba otear los inmensos valles entre las escarpadas montañas, y como en una ensoñación hacernos imaginar un paisaje de ondulantes acequias colmadas de agua fresca hábilmente conducida hacia los sembrados y las granjas. Donde no había más que selva ella quería ver cañaverales frondosos y suaves senderos que conducían a hermosas huertas con vacas, gallos orgullosos y aguerridos perros ovejeros. Sobre las suaves colinas adivinaba fértiles y cuidadas terrazas que escalonaban las laderas, y sembrados de viñedos, olivos, trigales y frutales y, como enormes alfombras de llamativos tonos verdes, inmensos pastizales saciados por el inagotable y generoso Zaire.
Sor Ángela nos animaba a rechazar aquella  evocación como una quimera imposible y negada por irresistibles circunstancias. Prefería que la viéramos como una premonición de lo que algún día, tal vez lo quisiera Dios, pudiera llegar a ser aquella hermosa, vigorosa y fértil tierra africana.

Pero frente a su entusiasmo y el nuestro se imponía la tremenda e irremisible realidad de un país inmenso e inmensamente rico en el que sus gentes, sin embargo, malvivían y morían miserablemente. Décadas de infame explotación y corrupción, de absurdas, interminables y sangrientas disputas y contiendas; el sacrificio de una generación tras otra; ahí estaba la razón de la pobreza de una tierra maravillosa como es África. Todo el mundo conoce las causas pero nadie hace nada eficaz para alumbrar siquiera la esperanza. Odios fomentados por diversos y siempre oscuros intereses; a veces cercanos y previsibles, otras lejanos e insospechados, siempre mezquinos intereses. Guerras que matan y empobrecen a millones para satisfacer las ambiciones de unos pocos. Generaciones condenadas a vivir sin presente y sin futuro; hombres y mujeres, ancianos y niños, personas de toda condición convertidas en fichas sin valor, sacrificadas en el tablero del terrible juego de la codicia y las venganzas.

Este es el segundo capítulo de la novela. Si te ha gustado lo que has leído, puedes seguir con la novela completa.

Feliz día.


miércoles, 16 de abril de 2014

Tierra deseada


Comenzamos a subir a un bote de madera en el que mal podían caber más de una veintena de personas. Aunque me habían asegurado que esa noche embarcaría, me preocupé pues éramos treinta las que esperábamos en la playa y temí ser una de las que se acabara quedando en tierra. Lo mismo debieron pensar los demás y los nervios se apoderaron de cada uno de nosotros. Todos queríamos subir precipitadamente pero los que organizaban el embarque no lo permitieron; con gritos y empujones lograron formar tres filas: una para los diez marroquíes, que fueron los primeros en subir, otra para los asiáticos, que sumaban cinco plazas, y una tercera para los negros, en la que reservaron los tres primeros puestos a las únicas mujeres del pasaje. Egoístamente me tranquilicé al comprender que habría una plaza para mí.
Conforme íbamos subiendo el patrón nos indicaba dónde debíamos colocarnos, procurando repartir el peso y mantener en equilibrio la embarcación. Cuando habíamos embarcado los marroquíes, los asiáticos y las tres mujeres, pensé que ya no había sitio para más, pero el patrón continuó llamando a nuevos ocupantes, obligando a los que ya estábamos en el bote a que nos apretáramos para hacerles sitio.
Cuando habíamos subido veintiséis se ocuparon todos los huecos posibles y el patrón con un gesto terminante señaló que ya no cabían más. Al menos una docena se quedó en tierra, mirándonos con envidia a los que pudimos embarcar, que al tiempo cruzábamos entre nosotros miradas de temor, conscientes de que en esas condiciones nuestro ansiado viaje acababa de convertirse en una muy peligrosa locura. Sólo el patrón iba provisto de un salvavidas.
Nos hicimos a la mar de madrugada, sobre las dos o las tres de la mañana. La embarcación, impulsada por un pequeño y silencioso motor enfiló el horizonte en una noche sin luna. Al frente, en el horizonte, se divisaban líneas y grupúsculos de pequeñas luces que brillaban al otro lado del Estrecho. Más a la izquierda un resplandor más intenso evidenciaba la presencia de una ciudad; el patrón la nombró señalándola: “Algeciras”.
La noche era tranquila pero conforme nos alejábamos de la costa el balanceo del bote iba cobrando intensidad y en ocasiones el mar se acercaba peligrosamente al borde de la embarcación amenazando inundarla. Todos, incluido el patrón, éramos conscientes de la delicada situación y, por eso, todos guardábamos un temeroso silencio. Pasaba el tiempo y las luces de la costa seguían percibiéndose a la misma distancia. La escasa potencia del motor, la sobrecarga del bote y lo engañoso que ahora yo comprobaba que era medir una distancia en el mar, me hicieron comprender que la travesía no sería tan corta como había imaginado.
Conforme avanzábamos mar adentro, nos adentramos en una zona de bruma que se fue haciendo cada vez más densa, hasta que una espesa neblina nos impidió divisar las luces de la costa. Ahora dependíamos del sentido de la orientación del patrón, lo que no resultaba muy tranquilizador. Cada cual en su interior recordaba las terribles historias de pateras a la deriva y trágico final que todos habíamos escuchado. Probablemente para rebajar la tensión, con gestos y un lamentable francés, el patrón nos explicó que en realidad aquella niebla en cierto modo podía beneficiarnos, puesto que al igual que nosotros no podíamos divisar la costa, tampoco el bote podía ser fácilmente avistado por las lanchas, helicópteros y puestos de vigilancia que con seguridad nos estarían acechando. También nos dijo que en todo caso podíamos ser detectados por algún radar, si  ien el tráfico en aquella zona era muy intenso, lo que reducía las probabilidades de que llamáramos la atención.
Como en todas las empresas y aventuras la suerte era un factor con el que había que contar y en esta ocasión parecía que la fortuna había venido a ponerse de nuestro lado. Por inquietante que resultara, la espesa niebla que nos rodeaba no amenazaba el éxito de la travesía sino que por el contrario jugaba a nuestro favor. Al menos eso era lo que el patrón sostenía.
Así transcurrieron varias horas que se hicieron eternas y en las que el ruido sordo del pequeño motor y el suave roce del bote surcando el mar fueron los únicos sonidos perceptibles. Cada cual en su credo, todos rezábamos para nuestros adentros.
Pasadas varias horas que se me hicieron eternas, por fin el sol anunció su salida en el horizonte, y hacia el oeste el cielo se fue pintando de un tenue azul plomizo cada vez más claro. La bruma impedía ver más allá de unos pocos metros alrededor. El mar se encontraba en calma, como una balsa de aceite, y el bote lo surcaba deslizándose suavemente. Con el alba la temperatura descendió súbitamente y sentí el frío y la humedad que comenzó a calarme los huesos. Los demás en el bote, igual que hacía yo, dirigían sus miradas en todas direcciones intentando divisar alguna señal que indicara la cercanía de la tierra.
De pronto el tenue calor del sol comenzó a disipar la niebla y en un momento, como una repentina aparición, la tierra se hizo presente frente a nuestras miradas impacientes. En pocos instantes la costa española apareció impresionante y tan cercana que se podían distinguir nítidamente no sólo sus recortados contornos, sino también los pequeños detalles del paisaje, los acantilados y las calas, los árboles e incluso los matorrales y las plantas más pequeñas.
Estábamos muy cerca del lugar de destino y el patrón alzó la voz y sonrió anunciando el próximo fin de un viaje que había comenzado hacía ya casi ocho horas. Excitados por la próxima llegada y para desentumecernos después de tanto tiempo encogidos, todos nos removimos sobre nuestros asientos, lo que provocó que el patrón nos llamara a gritos la atención, pues el bote se tambaleó con peligro de anegarse y zozobrar.
Cuando estábamos a unos veinte metros de la playa el patrón nos dijo a gritos que bajáramos del bote, se supone, pues nadie le entendía, que de uno en uno y con cuidado, si bien algunos no sabíamos nadar y aunque estábamos muy cerca de la orilla no nos atrevíamos a saltar. Le pedimos al patrón que se acercase más a la playa, pero él volvió a echarnos a voces y una gran confusión se apoderó de la embarcación. Algunos se echaron saltando al agua y el bote comenzó a dar tumbos a punto de volcar. Yo, aterrorizada, me asía a la borda como podía para no caer, pero en uno de los bruscos movimientos no me pude sujetar.
Caí al mar y al sumergirme sentí que había llegado mi final. Inmovilizada por el terror notaba cómo me hundía. Abrí los ojos bajo el agua y pude ver la figura desdibujada de otros compañeros a mi lado que afanosamente luchaban por ganar la superficie. Hacia abajo podía ver el fondo rocoso muy cerca de sus pies, pero me resultaba imposible impulsarme para ascender y tomar aire. El tiempo se me hizo eterno y lamenté amargamente mi mala fortuna. Apenas a unos metros de alcanzar aquella tierra tan ansiada, sentía que todo se iba a acabar. En un instante pasaron por mi mente infinidad de secuencias de mi vida: el rostro de mi madre mirándome ensimismada, la cara de un hombre que supuse que sería la de mi padre, me vi también a mí misma corriendo con otros niños en los primeros días en la misión, mi primer encuentro con el mar en las cercanías de Melilla, el rostro amable de sor Ángela, la mirada pícara y bonachona de Mehamed, y la amplia y confiada sonrisa con que Anna me miraba mientras paseábamos cualquier tarde por las calles de Matadi. Sensaciones olvidadas afloraron vívidas desde lo más recóndito de mis recuerdos, y en un momento pude ver con nitidez mi propia imagen descendiendo lentamente al fondo de un abismo que me tragaba y me llevaba consigo para siempre.
Pensé que todo había acabado y cuando ya no me quedaban ni fuerzas ni esperanzas me dispuse a morir. Sin embargo, de pronto sentí cómo alguien me asió del pelo y tiró de mí con fuerza y hacia arriba. Al momento sentí el aire en la cara y la intensa luz del sol que me cegaba. Intenté pero no pude respirar. Mis pulmones estaban anegados y una sensación de angustia se apoderó otra vez de mí. Estaba apunto de desvanecerme cuando mi cuerpo se estremeció con una brusca convulsión, y un intenso dolor se me clavó en el pecho a punto de estallar; entonces arrojé una bocanada y comencé a toser sin control expulsando el agua que me ahogaba. Por fin pude sentir nuevamente el aire llenado sus pulmones y supe que me había salvado; que a pesar de todo no iba a morir. Avancé un poco más con torpes brazadas y al momento mis pies tocaron un fondo pedregoso. Junto a mí, el joven que me había ayudado me miraba sonriente; habíamos llegado a la costa española y ya la estábamos pisando. Exhausta me tumbé en la orilla y percibí en la arena una suave calidez. Pegué mi boca al suelo, lo besé y me eché a llorar balbuceando una oración y dando gracias.
Tuvimos suerte y nadie del bote pereció. Todos estábamos a salvo en la playa. Algunos rezaban sus oraciones, otros escrutaban los alrededores pensado en el siguiente paso que habría que dar.
Según nos habían asegurado alguien debía esperarnos en la playa, pero por allí nadie apareció. El grupo de marroquíes parecía más informado y propuso buscar algún camino secundario que nos llevara a cualquier lugar habitado; allí nos dispersaríamos y mezclaríamos con la población. Pareció lo más razonable y, sin darnos tiempo al descanso, todos nos dispusimos a dejar la playa cuando, de pronto, escuchamos el sonido de vehículos que se acercaban y, al instante, el estridente ulular de una sirena. En apenas un minuto el lugar se llenó de policías y soldados. Los agentes se apostaron alrededor y uno de ellos, con un megáfono en la mano, comenzó a dar instrucciones que al menos yo no podía comprender. Permanecimos agrupados e inmóviles en la playa y los agentes avanzaron hacia nosotros. Observé sus uniformes militares y quedé sumida en la desolación. Sin embargo, me fijé en el rostro y la mirada de un agente y me pereció amable y amistosa, lo que me tranquilizó.
Después busqué entre mis compañeros al joven que me había salvado la vida hacía solo un momento en el agua. Fui mirando uno a uno a cada uno de ellos y, sin embargo, no lo pude encontrar. Debía estar entre nosotros, seguro que lo estaba, pero ninguno de los rostros que escrutaba se parecía al de aquel joven que buscaba. 

Esto es sólo un fragmento de la novela, si quieres leerla entera puedes encontrarla aquí

Una luz más allá del horizonte, el comienzo de una novela



Corría el año 1972 cuando, tras una rocambolesca peripecia política y personal, el frustrado periodista y antiguo sargento mayor Joseph-Desiré Mobutu fue proclamado oficialmente presidente de la República Democrática del Congo, que pasó a denominarse Zaire, y reconocido como tal por la práctica totalidad de potencias de oriente y occidente. Poco importó que a su ascensión contribuyeran oscuros intereses y alianzas, viles traiciones, crímenes, componendas y venganzas; un cúmulo de sórdidas circunstancias en las que Mobutu había sabido desenvolverse con extraordinaria eficacia.
Decidido a liberarse de la influencia exterior, una vez en el poder, Mobutu radicalizó el discurso africanista y, prácticamente de la noche a la mañana, proclamó una realidad autóctona enfrentada a las antiguas metrópolis europeas, causantes, en su opinión y en la de otros muchos, bien es cierto que no faltos de razón, de la situación de extremo atraso y pobreza que azotaba tanto al Zaire como al entero continente africano.
En coherencia con su pensamiento político, Mobutu Sese Seko, como quiso y logró ser desde entonces llamado, acometió la expropiación de empresas extranjeras para adueñarse  personalmente de ellas o, en algunos casos, repartirlas entre sus familiares y colaboradores más allegados.
Sin embargo, la nacionalización de los recursos, en vez de activar la industria, el comercio y el empleo, no vino sino a agravar el injusto y desproporcionado reparto de la riqueza, concentrándola en un grupúsculo de ambiciosos, corruptos e incompetentes jerarcas, mientras se acrecentaba, una vez más, la miseria y la pobreza del pueblo.
Todo ello se tradujo en un clima de creciente frustración y descontento, en el que germinaron grupos opositores que se aliaron y aunaron fuerzas para azuzar revueltas que fueron especialmente virulentas en el este.
Para enfrentar la creciente insurrección, Mobutu precisaba urgentemente armas y dinero, y por tanto, como no podía ser de otra forma, gobiernos extranjeros dispuestos a proporcionárselos, claro está que no sin exigir cobrar un alto precio.

Es noche cerrada en Kinshasa y Mobutu ha despedido a los miembros de su gobierno. En un espacioso salón anexo a su despacho el presidente departe con sus más directos colaboradores. Tras los amplios ventanales la lluvia cae torrencial sobre los jardines del palacio presidencial. Al fondo de la estancia enmoquetada, bajo una colorida escena de caza y alrededor de una ostentosa e incomprensible chimenea meramente ornamental, el grupo de notables escucha las reflexiones que en voz alta expone el presidente.
Nadie osa interrumpirle o puntualizarle, mucho menos polemizar. Es un soliloquio al que un reducido grupo de jerarcas y asesores atiende con aire serio y circunspecto. Mobutu está desanimado y deprimido. Con expresión cansada dirige una mirada hierática que se pierde más allá de los gruesos cristales de sus enormes gafas de concha. Apoyada una mano sobre su inseparable bastón, el dictador mantiene en la otra un vaso de grueso cristal del que de vez en vez sorbe largos tragos de su whisky favorito.
“Tenemos un problema, un grave problema —se lamenta asintiendo con teatrales golpes de cabeza—. Nuestra política ha fracasado. Las industrias tienen que cerrar por falta de obreros cualificados y nuestros ingenieros, que tanto me cuesta mantener, son incapaces de solucionar la más sencilla avería porque dicen que carecen de herramientas y repuestos. Este es un país de inútiles y así no iremos a ninguna parte. Les he devuelto la dignidad de ser nosotros mismos y labrarnos nuestro propio futuro. Les he dicho “vosotros zaireños, vosotros y sólo vosotros sois dueños de vuestro país y de vuestro destino”; pero ellos no son capaces de aprovechar la oportunidad única que yo les brindo”.
Mobutu da un largo sorbo y, mientras siente cómo el alcohol calienta e impregna su lengua y su garganta, permanece un largo rato en silencio, recreándose en sus pensamientos y saboreando con deleite la quietud del momento. Luego continúa su monólogo.
“Para empeorar la situación los problemas se multiplican en el este. Ruanda no cesa de expulsar tutsis que se asientan en Burundi y en Uganda, y también en nuestro territorio. Eso nos traerá problemas a la larga…, ya los está provocando. Es una masa enorme de desplazados furiosos y ociosos, y los tutsis son belicosos y organizados. Nuestros enemigos se ocuparán de utilizarlos contra nosotros. Ya lo están haciendo fomentando su alianza con ese patán de Kabila y su guerrilla de traidores y ladrones”.
Después de un largo trago abandona el vaso vacío sobre una mesita a su derecha. Abre una pitillera y enciende un cigarrillo del que exhala una larga y profunda bocanada. Tras unos segundos en los que parece embriagarse dejando escapar lentamente el humo, retoma su reflexión en voz alta.
 “Son demasiados problemas y no podemos afrontarlos solos. Tenemos que pedir ayuda y tendremos que pagar un alto precio por ella. También será ocasión de hacer negocios —sostiene esbozando un sonrisa que enseguida se transforma en gesto serio—. Pero no es como yo desearía hacerlos... ahora tendremos que compartirlos con otros, y esos otros no pueden ser más que los franceses y los belgas. ¡Cuánto los detesto! —se lamenta expresando rabia y repulsa con la mano—, a ellos y a sus aires de grandeza y prepotencia. Se creen superiores y las circunstancias parece que quieren venir a darles la razón. Me duele en el alma tener que llamarles y ponerles buena cara, otorgarles concesiones y devolverles privilegios. Es un trago muy amargo, una decisión que no quiero tomar y para la que sin embargo no encuentro otra salida. No hay más remido”.

Durante unos segundos permanece reflexionando extasiado mientras mira un punto fijo en frente. De repente extiende ambas manos queriendo expresar sorpresa y desconcierto al sentenciar: “Y ahora, además, precisamente ahora, ¡los católicos piden abrir nuevas misiones y nuevos conventos!”.

Esta es la introducción de la novela, si quieres leerla entera la puedes descargar aquí