viernes, 19 de abril de 2013

El comienzo de una historia



 Si uno pudiera adivinar los zarpazos que la vida nos tiene reservados, sin lugar a duda alguna intentaríamos evitarlos. Otra cosa es que sirviera para algo.
Comenzaré por deciros que nací en Madrid un ocho de mayo de 1910, y que fui el mayor de los siete hijos que mi madre trajo al mundo, por lo que gocé del muy dudoso privilegio que comunmente se atribuye al primogénito, encarnar las más altas esperanzas familiares, y asumir ser un modelo en que pudieran fijarse mis hermanos.
Mi padre era abogado. Además de llevar los pleitos del despacho desempeñaba el cargo de secretario de la Cámara de Comercio, lo que a pesar de ser tantos de familia nos permitía llevar una vida relativamente regalada; sin grandes lujos pero exenta también de graves necesidades. En casa, por ejemplo, siempre hubo sirvienta, que era un signo de distinción y cierto desahogo, pero jamás veraneamos en la playa, como acostumbraba hacer entonces la gente verdaderamente adinerada.
Era un hombre afable y animoso,  moderadamente culto, moderno para su tiempo y abierto a cuantas novedades irrumpían a diario, acompañando el ímpetu prodigioso con que arrancó el nuevo siglo. De semblante adusto y serio, y circunspecto en sus ademanes, ocultaba sus facciones tras una espesa barba que acentuaba la profundidad de unos ojos muy oscuros. No era muy amigo de ir a fiestas ni a encopetadas o pomposas recepciones, a las que, sin embargo, debía asistir de vez en cuando obligado por las responsabilidades y servidumbres del cargo. Era familiar y por lo que sé buen esposo. Gustaba de sacarnos de paseo por las tardes y llevarnos de excursión al campo o a comer o merendar al Retiro los domingos; también de jugar con nosotros tirándose por el suelo de la casa como un niño. No era jugador ni mujeriego, creo; tampoco bebedor, aunque recuerdo verlo llegar alguna vez algo achispado, igual que el semblante de reproche con que lo recibía mi madre en esos casos. A veces se mostraba en extremo reservado y en algunas ocasiones irritable y malhumorado, y entonces era mejor no importunarlo.
Mi madre era una mujer muy guapa, dotada de una naturaleza generosa que mantuvo su atractivo aun después de tantos embarazos. Tenía un pelo muy oscuro, casi negro, que de joven llevaba recogido en un gran moño, según dictaba la moda de la época. Bajo unas cejas poderosas y arqueadas, sus ojos grandes y verdes le otorgaban una expresión tranquila y sosegada, a veces melancólica y soñadora; una boca ancha y una nariz pequeña y recta completaban los rasgos de su cara, que al sonreír marcaba dos pequeños hoyuelos en unas mejillas muy blancas. Se casó muy joven y enamorada, suponiendo que al hacerlo se aseguraba el ideal de vida que desde niña seguramente había imaginado. Era una madre tierna aunque no excesivamente cariñosa, y una mujer inteligente y muy consciente del suelo que pisaba. Medio en serio medio en broma le gustaba darse algunos aires de grandeza, pues sostenía que procedía de una distinguida familia de Toledo, ciudad de la que, según aseguraba, mi tatarabuelo había llegado a ser alcalde.
Antes de continuar este relato voy a detenerme a presentar a mis hermanos, con quienes por razón de las circunstancias compartí no sólo los primeros años de mi infancia, sino también otras muchas vicisitudes de mi vida. Excuso de momento dar más detalles de mí mismo, pues a lo largo de lo que he de contaros conoceréis mucho más de lo que pudiera con estos breves trazos resumiros, y podréis entonces sacar vuestras propias conclusiones, sin duda más objetivas y acertadas que las mías.
La primera en nacer después de mí fue Magdalena, a la que siguieron muy seguidos mis otros cinco hermanos: Carlos, Carmen, Miguel, José, al que primero llamamos Pepito y después Pepe, y por último Pilar, la más pequeña.
Como os podéis imaginar, de los primeros años de mi infancia los recuerdos de mi madre son los de una mujer embarazada o con un bebé recién nacido en los brazos.
 Magdalena fue una niña muy bonita y de mayor y con diferencia la más guapa de mis tres hermanas. A la armonía de sus rasgos unía la naturalidad de sus gestos y expresiones, una voz agradable y una suerte de elegancia innata y espontánea. Era obstinada y tenaz, y lograba salirse con la suya casi siempre que se marcaba un objetivo. En lo que respecta a su carácter, sin embargo, Magdalena no resultó tan agraciada, pues a menudo gastaba mal humor y se mostraba osca y antipática. Tenía, por así decirlo, un temperamento muy voluble, y tan pronto la encontrabas dulce, alegre y encantadora, como por cualquier contrariedad y por nimia que esta fuera, sacaba la soberbia y el mal genio, y entonces resultaba aborrecible y era mejor no tratarla.
 Después de Magdalena vino Carlos, que desde pequeñito ya reveló el carácter tranquilo e indolente que le acompañaría a lo largo de su vida. Él desde siempre fue a lo suyo, sin meterse con nadie ni con nadie congeniar más de lo estrictamente necesario. No le pidieras un favor pero tampoco esperaras que él te pusiera en ningún mal trance o compromiso. Una habilidad tenía en la que muy pronto destacó: era una autentico manitas. No había cacharro o artilugio averiado que se le resistiera, ya fuera una puerta rota, un cajón atascado o un muñeco desarticulado. Con la herramienta adecuada en sus manos se las apañaba para arreglarlo o componerlo en un momento. De esta virtud sacaría buen provecho pues acabó convertido en un reputado mecánico. En los primeros años fue un niño pequeñito, canijo que se dice, muy poca cosa. Sin embargo, fue cumplir los doce o trece años y comenzó a crecer y crecer hasta ponerse muy alto y espigado. No era de extrañar porque alto también era mi padre y mi madre no era de estatura baja. Y altos fueron todos mis hermanos, salvo Miguel y yo, que en esto no sé a qué rama de la familia salimos.
La cuarta de nosotros, si yo me incluyo, fue mi hermana Carmen, a quien de niña llamábamos Carmencita. No sacó el físico de Magdalena, aunque sí lo peor de su carácter.  Aunque rubia y de ojos claros la pobre no era agraciada y las comparaciones con Magdalena resultaban inevitables. Una frente demasiado prominente, la nariz desproporcionada y aguileña, y una boquita muy pequeña y apretada configuraban un rostro extraño que ella no supo maquillar con una forma de ser más agradable. Antes al contrario, Carmen tendía a ser soberbia y engreída, y a menudo mentirosa y enredadora; cuando perdía los nervios, lo que no era difícil que ocurriera, se volvía histérica y es que para mí que siempre ha estado un poco loca.
El quinto era Miguel; el más noble y abnegado de todos mis hermanos. También iba a lo suyo pero de un modo distinto que Carlos; con él siempre podías contar con un leal aliado. Miguel no se metía en problemas y vivía en su propio mundo, pero siempre estaba dispuesto a echar una mano, mediar en una disputa e incluso asumir alguna culpa aun sin merecerla y sólo por evitar mayores males. Carmen y Magdalena, que eran bastante más malas, decían que de bueno a veces parecía tonto. Sin embargo era listo e inteligente, y si no llegó más lejos en la vida fue porque las circunstancias que le acompañaron no fueron las más propicias.
Después nació Pepito, simpático en la primera impresión, pero también tramposillo, pendenciero y bravucón cuando lo tratabas más a fondo. Egoísta y engreído siempre actuaba a su sola y exclusiva conveniencia. Conforme se hizo mayor fue manifestando un carácter juerguista y mujeriego que mantendría a lo largo de su vida; con el correr de los años le fue adversa la fortuna y acabó por convertirse en un ser irascible y amargado.
 La más pequeña de los siete hermanos fue Pilar, a la que llamábamos la chata por su pequeña naricilla, rosácea y más respingona de la cuenta. Si no era estrictamente fea tampoco se podría decir que fuera guapa, aunque también el hecho de que desde muy niña precisara llevar gruesas gafas nunca jugó a favor de su apariencia. Pero a Pilar su aspecto le resultaba indiferente pues en realidad pocas cosas le preocupaban; ella era un ser feliz que cuando fue niña parecía más infantil de lo que a su edad correspondía, pero que al hacerse mayor, sin perder su apariencia despistada, demostró poseer un carácter fuerte que le permitiría salir adelante siempre, hacer su voluntad en cada momento, y llevar una vida totalmente independiente.
Cuando nació Pilar yo tenía dieciséis años y en ese periodo habían nacido mis otros cinco hermanos, lo que al echar cuentas resulta que cada poco más de dos años celebrábamos un bautizo.
Vivíamos en el número veinticuatro de la calle de Preciados, casi en la esquina de Callao, en una casa grande y nueva que mis padres alquilaron nada más casarse. Entonces los niños madrileños pasábamos mucho tiempo en la calle y aquella era una zona que ofrecía numerosos atractivos y posibilidades. La Gran Vía, justo al lado de mi casa, era una avenida nueva y enormemente ancha que se había convertido en el orgullo de todos los madrileños. Era el paseo más concurrido y siempre estaba animado. Allí los niños nos sentábamos en las aceras y era todo un entretenimiento observar el deambular frenético de los primeros automóviles, los tranvías repletos que la atravesaban haciendo sonar su campanilla, y el trasiego incesante de gentes que a pie o en carruajes la subían y bajaban. A veces nos dejábamos caer por la cuesta de Santo Domingo hasta la Plaza de Oriente, y en aquellas grandes explanadas jugábamos partidos de fútbol, poliladron, el pincho o la lata, y las niñas al zirigizo, la comba, el corro o el elástico.
El Madrid que yo recuerdo de niño era una ciudad de callejuelas estrechas con casas de pocas plantas y sin apenas rascacielos, aunque ya empezaban a levantarse los primeros. Salvo las avenidas principales, las calles eran polvorientas y malolientes, pues había obras por todas partes, los animales defecaban en cualquier sitio y todavía en muchas zonas no había alcantarillado. Durante el día el trasiego de gente no cesaba un instante; caballeros con sombrero hongo y damas con sombrilla se cruzaban con obreros de boina y mono azul, y mujeres ataviadas con pañuelos a la cabeza y delantales. De vez en cuando te topabas con pandillas de niños descalzos y vestidos de andrajos que correteaban por todas partes dando gritos y molestando con descaro a los viandantes, a los que no dudaban apedrear con saña y sorprendente tino si alguno osara regañarles. Había muy pocas tiendas porque la gente compraba sobretodo en los mercados, en cuyos alrededores se instalaban los negocios de los artesanos, los sastres, los zapateros, los carpinteros, y los sacamuelas, que también eran barberos.
Al caer la noche cuando era invierno, las calles se vaciaban enseguida pues, salvo en las principales avenidas y plazas, donde empezaba a llegar el alumbrado eléctrico, en cuanto uno se apartaba un poco sólo había luz de gas y la oscuridad lo inundaba todo, y la gente se acostaba muy temprano, ya que no había nada que hacer una vez que se acababa la jornada; ni siquiera escuchar la radio, que eso vino mucho más tarde. Entonces la calle era de los borrachos que abandonaban tambaleándose las últimas tabernas, y de las putas y los puteros que, en los estrechos callejones y entre las sombras de la noche, se ocupaban de sus sórdidos cortejos mercenarios.
En verano, por el contrario, las noches de Madrid eran muy animadas. Como hacía calor en las casas la gente sacaba las sillas a la calle y se formaban corros de vecinos que charlaban hasta altas horas esperando que refrescara. En las plazas se organizaban animadas verbenas, con música de organillo y baile, a las que acudía el vecindario y donde los novios formales bailaban abrazados a la vista de todas las miradas. Recuerdo con cinco o seis años acudir a esas verbenas con mis padres y mi hermana Magdalena, y mi hermano Carlos, todavía un bebé, dormido en su cochecito. Nos sentábamos en alguna terraza y mi padre pedía un vino tinto con aceitunas para él, una palomita de anís y unas almendras para mi madre, y una gaseosa para mí y para mi hermana, que saboreábamos con deleite a pequeños sorbos procurando que aquel dulce placer se prolongara.
Yo escuchaba en silencio las conversaciones de mis padres, y aunque a veces no entendía gran cosa, casi siempre prestaba atención a sus palabras. Hablaban de sus proyectos, de los problemas o las anécdotas de mi padre en el trabajo y de las dificultades de mi madre para llevar la casa, sobre todo cuando estaba embarazada. Comentaban la política, entonces muy enmarañada, con gobiernos que cambiaban por días y frecuentes enfrentamientos entre obreros y empresarios.
Otras veces las conversaciones transitaban por derroteros más frívolos aunque no menos atrayentes para la atención de un niño, como cuando con mi madre contaba a mi padre las últimas tendencias de la moda que llegaba de París, que mi madre seguía con entusiasta atención, esbozando con las manos la forma del talle del último vestido que había encargado, o algún detalle del peinado o el tocado en el que andaba pensando. Otras veces era mi padre el que se emocionaba detallando las características del último modelo de automóvil que había visto circular por las calles, que además de sobrio y elegante, afirmaba con los ojos como platos, alcanzaba los cien kilómetros por hora; tal de asombroso resultaba aquél magnífico aparato.
Fueron tiempos de grandes cambios en los que de la noche a la mañana asistíamos a sucesos prodigiosos, como la sustitución de los tranvías tirados por caballos por otros que se desplazaban aprovechando la energía eléctrica, ese fluido, casi mágico para nosotros, que obtenían de un entramado de cables suspendidos que atravesaban las calles.
También recuerdo la emoción de mi primer viaje en el metropolitano que acababa de inaugurar el propio rey don Alfonso, que nos llevó en sólo unos minutos de Sol a Cuatro Caminos; y la sensación sobrecogedora y de asombro que me produjo penetrar por primera vez y apretando con fuerza la mano de mi madre, tan asombrada como yo y supongo que mi propio padre, en aquellos imponentes gusanos de hierro que se internaban rugiendo por misteriosas y oscuras galerías que horadaban Madrid en sus entrañas.
En mis vivencias de niño recuerdo el estallido de la gran guerra, en la que los europeos divididos en dos bandos, y también los americanos y los turcos y hasta los australianos, se enfrentaban en cruentas batallas de cuyo desarrollo los periódicos informaban permanentemente y todo el mundo hablaba. Y recuerdo a mi padre quejarse amargamente de que en la España neutral los empresarios desaprovechaban la ventajosa oportunidad que la guerra representaba, dilapidando en absurdos lujos las fortunas que se gestaban de la noche a la mañana.
—Dentro de poco nos vamos a lamentar amargamente María —le confesaba mi padre a mi madre que le escuchaba con atención.
—¿Por qué dices eso Agustín?
—Esta mañana me he encontrado con Adolfo.
—¿Y cómo está?
—Estupendamente y loco al mismo tiempo.
—Nunca anduvo muy bien ese muchacho.
Adolfo era un amigo de la familia. Él y su mujer, Elvira, se movían en los mismos círculos que mis padres; en ocasiones iban juntos al teatro, coincidían en actos o recepciones, o quedaban para comer o cenar en algún restaurante; dos matrimonios de la misma edad que compartían gustos y aficiones. Sin embargo entre ambos existían también notables diferencias, pues mientras que mi padre tenía que trabajar duro para salir adelante, sin poder permitirse grandes lujos, Adolfo venía de una familia adinerada y a la muerte de su padre había heredado una próspera fábrica de velas y luminarias, posición a la que había unido los beneficios de un ventajoso matrimonio con la hija de un rico industrial de Cataluña.
—Nada más verlo se ha empeñado en que le acompañara a ver la casa que se está construyendo en Príncipe de Vergara.
—¡Qué lujo!
—Sí … que lujo —musitó mi padre en tono despectivo—. No es una casa María es un palacio. Ha comprado una parcela y está levantando una mansión por todo lo alto.
—¿Pero en esa zona no se iban a construir pisos?
—Eso es lo que dice el plan municipal, pero él ha movido los hilos en el ayuntamiento y le han concedido una licencia.
—Mira que listo… ¿Y de dónde saca Adolfo para tanto?
—Adolfo se está forrando, María; vende velas y candiles a espuertas; más de las que es capaz de producir. Le llegan pedidos de Francia, Bélgica, Alemania … Como allí están cerradas las fábricas … Ya te digo no da a basto y el caso es que está firmando contratos que no sabe si será capaz de cumplir.
—¡Qué suerte tienen algunos!
—Le he recomendado que aproveche el momento para modernizar la fábrica; le he hablado de las lámparas incandescentes; de su producción a gran escala. Es una oportunidad única puesto que las patentes están tiradas por los suelos; a precio de saldo. Se lo he dicho, y también que ahora no necesita una casa tan grande.
—¿Y él que dice?
—Dice que no lo ve claro; el sólo piensa en que ha llegado su momento y sólo se vive una vez; que su mujer y los niños están muy ilusionados con la nueva casa y que no va a dejar pasar la oportunidad de hacer realidad ese sueño.
—Bueno —concedió mi madre—, bien mirado no está mal pensado.
—¿Cómo que no? Adolfo es un imbécil que en su vida ha sido capaz de estar a la altura de las circunstancias. Puedo llegar a entender que no se atreva con las lámparas, porque la verdad es que el pobrecito no da para mucho y probablemente aquello le venga grande; pero que en su situación tampoco quiera invertir un céntimo en la fábrica, eso no tiene perdón ni explicación. Lo que está haciendo es suicidarse como empresario. Está asumiendo unos riesgos de los que parece que no es consciente; porque no puede afrontarlos. O es un cretino o un irresponsable; o las dos cosas al mismo tiempo. Paga mal y con retraso a los obreros, que ya se le han puesto en huelga varias veces y yo veo que con razón, porque él bien que se da la buena vida. Tenías que ver el automóvil que acaba de comprarse; un dineral le ha costado. Y en Madrid se sabe todo y los sindicatos saben que no paga pero vive como un rajá. Pero lo que más me puede es que no es capaz de mirar más allá de sus narices. No es consciente de que la guerra terminará más pronto que tarde y que entonces se terminarán también esos fabulosos pedidos con los que se está forrando. Cuando termine la guerra, ya te lo digo yo María, Adolfo pierde la fábrica y entonces veremos para qué le sirve su palacio. 
—Tú verás como al final sale adelante.
—No creas que tampoco me extrañaría; estos tontos no lo son tanto y seguro que se acomodará a cualquier situación. Pero me da rabia tanta irresponsabilidad y tan mala cabeza. Hay mucha gente que depende de Adolfo. ¿Qué será de esos obreros a los que hoy explota y mañana tendrá que poner de patitas en la calle?
—Bueno Agustín, tal vez todo ocurra de otro modo.
—Ojalá me equivoque María, ojalá.
Cómo iba a saber yo que aquél botarate de quien hablaba mi padre y del que por instinto yo recelaba, por una serie de circunstancias de la que probablemente él no llegara a ser consciente, iba a tener tanto que ver en mi vida, por una cosa o por otra casi siempre para mal.
Mucho tiempo después, bajo el helado silbido de las balas, o al escuchar el ensordecedor silencio de la cárcel, recordaría aquellas palabras de mi padre, y la premonición que yo sentía al escucharlas. Ese hombre y otros muchos como él conformaban la sustancia de que están hechos los desastres; no lo suyos, los de todos. Hoy sé que las intuiciones son avisos que nuestra razón desprecia y rara vez hace caso.  Ahora que lo pienso con la perspectiva y el saber que sólo el tiempo nos regala, me estremezco al comprobar cuántas veces adiviné, inútilmente, que en mis decisiones me estaba equivocando.

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