miércoles, 24 de abril de 2013

Desventura en el colegio





No me cabe la menor duda de que mi padre era un hombre de ideas liberales, aunque influido por la mentalidad y las creencias de su época, en cuyas convenciones, a su parecer, cada cosa encontraba su razón de ser, y un cierto acomodo armónico y prácticamente perfecto.
Igualmente y conforme a las concepciones de entonces, mi madre creció educada en la convicción de que una esposa debía apoyar siempre y en toda circunstancia a su marido, y si bien como mujer inteligente tenía ideas y pensamientos propios, solía secundar a mi padre en cuantas decisiones adoptara, aun cuando en ocasiones no estuviera muy de acuerdo.
Aunque ninguno de los dos era muy practicante, cuando llegó el momento de que se plantearan la educación que habría de recibir su primer hijo, la decisión de mi padre, inmediatamente apoyada por mi madre, se decantó porque la recibiera en un colegio religioso, que, habida cuenta nuestra pretenciosa posición, no podía ser otro más que el Pilar, el más prestigioso y exclusivo del momento.
Sin embargo, no les fue fácil obtener una plaza para mí en aquel colegio, en el que cada año se rechazaban decenas de peticiones de admisión. Tuvieron que acudir a las consabidas recomendaciones, sin las que en el Madrid de aquellos tiempos era prácticamente imposible conseguir alguna cosa.
Después de una prolongada espera desde que la solicitáramos, por fin recibimos una carta del director del colegio, dándonos cita para una entrevista en la que suponíamos que, sin mayores problemas, se formalizaría mi admisión.
Yo contaba ya casi diez años y hasta entonces había estudiado en la escuela de don Ricardo, un maestro y un buen hombre al que recuerdo con cariño, que regentaba una pequeña academia al lado de nuestra casa. En un par de aulas de paredes desconchadas, y por un módico precio, una veintena de niños del vecindario cursábamos la educación primaria y nos preparábamos para el examen de ingreso a secundaria, que se realizaba en torno precisamente a la edad que entonces yo tenía; de hecho pude haberme presentado a ingreso un año antes, pero se pospuso la ocasión porque iba un poco adelantado, y porque se pensó que ya que iba a ingresar en el Pilar, sería mejor que comenzara cursando allí el bachillerato.
El director nos recibió en un lujoso despacho y tras una enorme mesa de madera labrada y pulcramente ordenada, sobre la que destacaba un ostentoso crucifijo  y una bonita imagen de la Virgen del Pilar. Nos hizo pasar después de hacernos esperar un buen rato en una sala aneja amueblada con un diván y varias sillas con asientos acolchados, dispuestas en torno a una mesita sobre la que descansaban los últimos números de una revista que editaban los propios marianistas, orden a la que pertenecía y creo que sigue perteneciendo el colegio.
Tras de un empalagoso y zalamero recibimiento, que a mí me pareció más bien fingido, el director fue directo al grano y nos planteó un inconveniente que no habíamos previsto. Si bien yo por mi edad debería acceder a primero de bachillerato, ese año, para ese curso, no había plazas disponibles. Por tanto, si quería ingresar en el colegio debía hacerlo necesariamente repitiendo el último curso de primaria.
 A mi madre no le gustó lo más mínimo la idea, pero el director se mostró inflexible, por lo que como mis padres dudaban sin saber qué responder, les concedió un breve plazo de unos días para que pudiéramos pensarlo.
Recuerdo el regreso a casa en taxi, y a mi madre preocupada intentando convencer a mi padre para que buscáramos otro colegio.
— No me gusta la idea Agustín, es dar un paso atrás y Ernesto va muy bien en los estudios.
— María, estudiar en el Pilar —decía mi padre— es una garantía para el futuro. Allí podrá entablar amistades y relaciones que le van a ser muy útiles en la vida. A mí tampoco me gusta que tenga que repetir curso pero pienso que lo importante es meter la cabeza en ese ambiente; estoy seguro de que más adelante podremos encontrar alguna forma de que promocione y recupere el año.
— Dos años son muchos a estas edades, Agustín. Ernesto va a estar con niños de ocho años y él ya tiene casi diez.
— ¿Y tú qué opinas Ernesto? —me preguntó mi padre.
— Padre yo no quiero repetir, y no me gusta ese colegio —le respondí mohino.
—¿Por qué dices eso? —me preguntó sin dar crédito.
—No sé, no me ha gustado ese director.
—Tonterías —sentenció mi padre—. Es el mejor colegio de Madrid y un privilegio para cualquier muchacho. He tenido que mover el cielo con la tierra para que te aceptaran.
—Sí, pero en un curso inferior —terció mi madre, logrando molestar a mi padre con un comentario que sonó a reproche.
—Bueno pues ya está —repuso mi padre enojado—. Un año más o menos no tiene tanta importancia; ingresarás en primaria y el año que viene ya veremos —y de este modo dio por zanjada la discusión, aunque sólo de momento.
Aquella noche, desde mi cuarto, yo escuché cómo mis padres discutían y eso me hizo sentir culpable. Intenté convencerme de que, como había dicho mi padre, repetir tampoco tenía tanta importancia. Sin embargo mi intuición me decía que no era precisamente lo mejor que podría sucederme. Además, no me había gustado el tono adulador y al mismo tiempo exigente e inflexible que empleaba el director. Había algo en ese cura que me desagradaba; eran sus maneras fingidas y esa sonrisa hipócrita  y sibilina lo que me inquietaba.
Mi padre, que no era muy dado a las rectificaciones, al final tomó la decisión que me temía, y contestó al colegio aceptando mi incorporación al último curso de primaria.


El día en que comenzaban las clases mis padres me acompañaron al colegio. En el patio coincidimos con los demás niños y sus familiares, que igualmente esperaban que comenzara el acto de inauguración del nuevo curso. Nos encontrábamos en una esquina ajardinada cuando a lo lejos vimos acercarse a Adolfo Cifuentes y doña Elvira, su señora, que acompañaban a su hijo, que también se llamaba Adolfo, aunque le llamaban Fito, y que tenía mi misma edad, si bien él ya llevaba varios años estudiando en aquel colegio. Fito y yo habíamos coincidido otras veces y por alguna razón nunca habíamos congeniado, más bien todo lo contrario.
Cuando estaban muy cerca de nosotros mi padre se adelantó animoso a recibirles y las dos familias intercambiamos un saludo amistoso aunque también protocolario. En un momento doña Elvira y mi madre se habían apartado de nosotros, en tanto que don Adolfo, al lado de mi padre, se me quedaba mirando.
— Hoy empezáis el curso, ¿eh Ernesto? —me dijo en tono amistoso.
—Pues sí, don Adolfo —contesté yo.
—No te veo muy contento —se sorprendió— y deberías estarlo porque este es un colegio magnifico. ¿Verdad Fito?
—Sí padre —contestó el otro niño.
—A Fito le encanta y a ti estoy seguro que también te gustará —me dijo.
—Está disgustado porque no va a poder empezar el bachillerato —terció con expresión ceñuda mi padre.
Al escucharlo Fito levantó cómicamente una ceja, al tiempo que me dirigía una mirada entre divertida e incrédula
—Por más empeño que le hemos puesto no ha sido posible. No había plazas en bachillerato y va a tener que repetir cuarto de primaria —añadió como justificándose.
—¡Qué contrariedad! —repuso don Adolfo sin reparar en que al lamentarse de ese modo en mi presencia, me producía precisamente más fastidio—. Bueno, qué le vamos a hacer.
—Pues sí —continuó mi padre mientras me acariciaba cariñosamente la cabeza—, de todas formas un curso más o menos viene a ser lo mismo, y el año que viene podrá empezar el bachillerato.
—Pues claro —contestó don Adolfo queriendo quitarle importancia y animarme.
Después de un pesado discurso de bienvenida y escuchar en posición de firmes el himno nacional, nuestros padres se despidieron y una campana comenzó a sonar para llamar a los alumnos a clase.
Con mi cartera de cuero nuevo en la espalda, me encaminé hacia el aulario de primaria, momento en el que tuve que pasar junto a un grupo chavales en el que estaba Fito Cifuentes, que al verme llegar y mirándome con sorna se dirigió a sus amigos para comentarles algo que arrancó sus carcajadas.
Yo me hice el tonto simulando no haberme dado cuenta y continué caminando sin mirarles. Sin embargo, al pasar cerca de donde se encontraban no pude evitar, porque él lo dijo para que yo lo escuchara claramente, oír lo que en tono de burla Fito le decía a sus amigos.
—Mirad a Ernestito Valente ... se va con los niños chicos —y a continuación quiso añadir una estúpida gracia—; será porque es muy chico o será porque es tontito.
—Guárdate esas palabras, Fito —le contesté amenazante.
—¡Tú a callar! —me gritó él— que no tienes derecho a hablarme. Novato y de primaria, ¿cómo te atreves?, ¡venga a clase, rápido!
No quise caer en su provocación y me giré para marcharme cuando le escuché decir “a mí la que me gusta es tu hermana”, al tiempo que de refilón ví cómo hacía un gesto obsceno apretando los puños y adelantando la pelvis.
Y entonces no pude contenerme, me di la vuelta y mientras me quitaba la cartera de la espalda me fui directamente hacia él, que, viéndome venir, levantó los puños invitándome abiertamente a la pelea. Me abalancé soltando golpes e intentando agarrarle por el cuello para tumbarle.
— ¡Pelea! ¡pelea! —escuché que gritaban a nuestro alrededor, mientras que decenas de niños formaban un círculo en torno nuestro, jaleándonos excitados.
Fito y yo éramos de la misma altura y semejante complexión, por lo que la lucha no encontraba un claro vencedor. Yo intentaba inmovilizarlo y él se defendía como podía, retorciéndose y lanzando golpes y patadas. Caímos los dos al suelo y la gravilla del patio nos rasgó los trajes e hirió en los muslos, las rodillas y los brazos.
En un momento varios profesores nos separaron, y enseguida hizo acto de presencia el director, que con los ojos fuera de las órbitas nos gritó: “¡Los dos ahora mismo a mi despacho!”.
 Cogidos del brazo por dos profesores nos condujeron como a detenidos al despacho de don Cirilo, que era así como se llamaba el director. Junto a la puerta había un banco alargado y estrecho en el que nos ordenaron sentarnos y esperar su llegada, que se demoró casi una hora, pues don Cirilo supervisaba personalmente la distribución de los alumnos en las clases.
Allí esperamos en silencio y cabizbajos, temerosos, al menos yo lo estaba, de lo que nos pudiera hacer el director, y de la segura reprimenda que nos esperaba en casa. Cuando llevábamos un rato callados Fito me insultó por lo bajo y comentó algo que no pude entender y a lo que no quise hacer el menor caso.
Al cabo llegó don Cirilo que haciendo volar la sotana pasó como una exhalación por delante de nosotros, sin mirarnos, y entró en su despacho cerrando de un portazo.
Todavía pasaron unos minutos hasta que se acercó el conserje y nos dijo que el director nos esperaba.
Llamamos a la puerta y obedeciendo a un adelante entramos en el despacho. Tras su mesa, recostado en el sillón y manteniendo los dedos de la mano entrelazados, don Cirilo nos recibió con una mirada escrutadora y distante. “Ahí delante —nos dijo esbozando un gesto de desdeñoso desprecio con las manos—; de pié, con las manos atrás y en silencio absoluto... y no me miréis a la cara”. Los dos niños obedecimos y nos mantuvimos con la cabeza agachada frente a él.
Don Cirilo era un cura joven que rayaría la treintena. Era delgado y no muy alto, aunque atlético y fibroso. Su cabeza era pequeña en relación al cuerpo, y su cara estrecha y angulada. Como sus proporciones recordaban las de un fósforo, los niños, tan certeros con los motes, le llamaban el cerillo.
Durante un minuto eterno se mantuvo en silencio observándonos con un rictus de sonrisa forzada; después se levantó de su sillón y rodeo la mesa hasta colocarse delante de nosotros, tan cerca que podíamos percibir el olor a alcohol de la loción de afeitado, y el aire áspero y reseco de su aliento.
Cuando, a la vista de su actitud, esperabamos escuchar un tormentoso discurso de reproche, de repente, sin decir una palabra, con su mano derecha el cerilllo me soltó una tremenda bofetada que me estallo en el oído y por poco si me tira al suelo. Después se quedó mirándome sin perder la sonrisa, y acto seguido, en un impulso traicionero y con la misma mano quiso abofetear a Fito que, sin embargo, advertido y viendo llegar el golpe, pudo volver la cara y esquivarlo, lo que sólo le sirvió para recibir una tanda tortazos, esta vez con las dos manos, aunque él si se pudo proteger la cara.
Tan fuerte le pegó que se hizo daño, y durante el sermón que a continuación nos vino encima el Cirilo se las estuvo frotando.
Nos llamó sinvergüenzas, maleantes y gentuza, y nos repitió varias veces que él personalmente nos tendría estrechamente vigilados. También que a la mínima nos pondría de patitas en la calle. Por supuesto nuestros padres serían informados y, de momento y hasta nueva orden, durante los recreos permaneceríamos en la clase castigados. 
Cuando ya nos marchábamos don Cirilo se dirigió a mí: “Ernesto Valente, quédese un momento”, me dijo tras lo que guardó silencio hasta que Fito se hubo marchado del despacho.
Como hasta ese momento nos había hablado en plural yo no lo había advertido, pero ahora me soprendió que me hablara de usted siendo yo un niño, lo que no me pareció muy buen presagio.
—Es su primer día en el colegio y parece que ya se ha presentado –me dijo cuando nos quedamos solos-. Su compañero lleva años en el centro y es la primera vez que lo veo en mi despacho; usted sin embargo en apenas una hora ya se ha estrenado.
Luego se me acercó tanto que sus labios casi pudieron rozar mi mejilla; entonces me habló en voz muy baja y en un tono despectivo y de amenaza.
—Ándese con cuidado Ernesto Valente. Desde el primer día que le eché la vista encima no me gustó su cara. Ha entrado en el colegio por recomendaciones pero usted es un don nadie y no se puede imaginar cuánto me gustaría que su estancia entre nosotros resulte más corta de lo previsto. Deme otra justificación y estaré encantado de expulsarle.
Me quedé helado al escuchar esas palabras. Permanecí en silencio sin decir nada. Al momento don Cirilo retomó su sonrisa sibilina, y en un tono de falsa cortesía me despidió: “Y ahora márchese a su clase”.


A pesar de entrar con tan mal pie, lo cierto es que las amenazas no se concretaron y pasados los años yo continuaba en el colegio, al que supe amoldarme aunque nunca llegara a gustarme. Yo siempre era el mayor de la clase y aquella situacion me acomplejaba. En los recreos pasaba el tiempo con chavales de mi edad, pero al regresar a la clase me volvía a encontrar fuera de sitio. Me sentía incómodo y a disgusto y en vez de esforzarme en los estudios cada vez fui mostrando mayor desinterés, lo que obviamente se tradujo en unas calificaciones muy bajas. Adquirí una merecida mala fama, que poco a poco me fue encasillando en el grupo de los torpes de la clase.
Algunos profesores me despreciaban y, como me creían un poco retrasado, a veces me preguntaban con el único objetivo de comprobar qué barbaridad les contestaba. Cuando lo hacía estallaban las carcajadas de los otros niños y el profesor me insultaba; “burro más que burro”, me decía, al tiempo que imitaba un rebuzno y se llevaba las manos a la cabeza simulando dos orejas para provocar más algarada. Así la clase se desahogaba y el profesor, después de haberme humillado, continuaba dictando la lección como si nada.
El caso es que por alguna extraña razón yo había acabado por encontrarle, si no el gusto, sí cierta utilidad a estas situaciones, y por eso a veces, incluso sabiendo la respuesta de lo que se me preguntaba, yo decía la mayor barbaridad que me pasara por la cabeza, arrancando a los demás niños un estruendo de golpes y risotadas. Ahora creo comprender porqué lo hacía; durante el resto de la clase el profesor me ignoraba y yo, perdido en el último rincón del aula, hacía lo que me viniera en gana, sabedor de que para él ya no existía.
Poca gracia me hacían los profesores que a la mínima te cruzaban la cara de un tortazo, o aquellos que tiraban de la regla y te dejaban las palmas amoratas. Había uno que a veces golpeaba con un palo en las yemas de los dedos. Como yo no era precisamente un dechado de virtudes escolares, éstos sádicos se cebaban conmigo y yo les odiaba.
Las primeras veces en casa se alarmaban ante cada suspenso o aviso que llegaba del colegio, y entonces mi padre me castigaba sin dejarme salir y encerrándome en su despacho. Eran castigos inútiles; yo no quería estudiar y aun cuando en ocasiones me esforzaba en intentarlo no lograba concentrarme; mi mente era incapaz de centrarse en esos galimatías que encerraban los libros del colegio, y se marchaba detrás de cualquier idea peregrina que se me cruzara.
Al principio mi madre alguna vez le reprochó a mi padre que la causa de mis malos resultados era haber repetido ingreso, a lo que mi padre, por no admitirlo, respondía con un huraño silencio. Sin embargo, dos años más tarde mi hermano Carlos también ingresó en el Pilar, y como quiera que sacaba tan malas notas como yo, al igual que le sucedía a Magdalena en la academia de don Ricardo, al final mis padres acabaron por asumir resignados que sus hijos no eran buenos estudiantes. Por otra parte, conforme iba creciendo la familia otras preocupaciones relativizaban a sus ojos nuestro escaso rendimiento en el colegio, que acabaron asumiendo como algo normal e inevitable.
Pero aunque en junio siempre suspendía, en septiembre los profesores pasaban la mano, lo que unido a la habilidad que fui desarrollando para copiar en los exámenes, me permitió ir pasando de curso hasta llegar al sexto grado, y por tanto al último que se podía estudiar en el colegio.
Entonces, sin embargo, ocurrió algo que vino a precipitarlo todo. Era el primer año que mi hermano Miguel había ingresado en el Pilar, y nos encontrábamos en los primeros días del curso a la hora del recreo principal de la mañana, cuando coincidíamos en el patio todos los niños del colegio. Unos jugaban mientras que otros charlaban tranquilamente paseando, y los más gamberros aprovechaban para fumar a escondidas en un rincón recóndito más allá de los servicios. En ese grupo me encontraba yo cuando a lo lejos observé la figura del Cerillo que atravesaba el patio arrastrando a un niño pequeño que gritaba. Fijé mi vista y comprobé que era mi hermano Miguel quien se revolvía y lloraba mientras el cura, llevándole de una oreja, le obligaba a entrar en los servicios. Apagué el cigarro y corrí hasta el cuartillo donde vi que habían entrado, para ver cómo mi hermano de rodillas era empujado de la cabeza por el director, que parecía como si quisiera hundírsela en el hueco del retrete, al tiempo que le gritaba: “¡Te voy a enseñar yo dónde se vomita, imbécil!”.
La sangre me subió disparada a la cabeza y el vello se me erizó al contemplar aquella escena cruel y humillante. Todavía en este momento, al recordarlo, siento la misma rabiosa indignación que sentí entonces. No pude evitarlo, entré en el cuartillo, agarré al director por la sotana y lo separé de mi hermano gritándole “¡suéltalo, hijo de puta!”, al tiempo que lo lancé con todas mis fuerzas estrellándolo contra un lavabo. El director resbaló y cayó al suelo quedándose por un momento conmocionado y en una postura ridícula. En seguida se recobró e hizo ademán de levantarse y abalanzarse contra mí que, inmóvil y con los ojos inyectados, le esperaba con los puños y los dientes apretados, mientras mi hermano a mi espalda seguía llorando. Sin embargo, el cerillo se calmó súbitamente, se sacudió la sotana, me miró con aquella sonrisa cínica que tantas otras veces le había visto, y me recordó aquellas palabras que ya me dijo mi primer día en el colegio “nunca me gustó tu cara, Ernesto Valente”. Me miró con desprecio al pasar a mi lado y se marchó  abriéndose paso entre el tumulto de niños que, sin dar crédito a lo que acababa de suceder, se habían agolpado a la entrada de los servicios.

 Por supuesto me expulsaron, y mis padres, a los que siempre agradeceré que me apoyaran, decidieron que también me acompañaran mis hermanos.
Una vez más, sin yo saberlo, el destino estaba jugando sus cartas a mi espalda.

Si leíste el primer capítulo, deseo que este te haya gustado. 
Si no lo leíste, puedes hacerlo en este post anterior 
Y a todos, si os gustado, os invito a leer la novela completa

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