sábado, 30 de marzo de 2013

El lenguaje de la crisis: de los recortes al escrache



Esta crisis tan profunda, además de dolorosas heridas, esta dejando también su huella en el lenguaje. Aparecen nuevos vocablos y otros antiguos se revitalizan o cobran insospechados sentidos.Vamos a examinar unos cuantos, y de paso ver qué significan. Hay voces que denominan agresiones, pues no son otra cosa los recortes, esa amarga e inútil medicina con que nos matan con la promesa de curarnos. Lo mismo se puede decir de los ajustes, que vienen a ser su sinónimo, y significan la voladura controlada de la sanidad, la educación y el sistema de pensiones públicos, en la evidente intención de hacer negocios con los amigos. Como coartada para semejante despropósito se apela al riesgo de rescate, curioso término que encierra una contradicción en sí mismo, porque todo el mundo sabe que un rescate no sería para salvarnos, sino más bien para hundirnos. Como artífices del cotarro nos encontramos un curioso triunvirato: Europa en manos de un gobierno conservador donde los haya, un FMI con sus tres últimos directores imputados, y una cohorte de agencias de raiting, que no obstante su probada incompetencia, se permiten aconsejar y aun exigir sacrificios en beneficio de la codicia voraz de los mercados, esos entes anónimos y amorfos para los que nuestros gobiernos acaban trabajando.
Al otro lado los ciudadanos claman contra los desahucios despiadados, exigen la dación en pago, una figura de elemental justicia que funciona en medio mundo, si bien en nuestra querida España al parecer es inviable, y a gritos denuncian estafas como fueron las llamadas preferentes, con las que se ha robado a los ancianos sus ahorros. Es normal que estemos indignados de ver tanta injusticia y sentir que nos toman por idiotas; pagando el precio de la burbuja inmobiliaria, una orgía de corrupción en la que otros se llenaron los bolsillos. Con descaro nos acusan de haber vivido por encima de nuestras posibilidades y, para engañarnos, nos piden paciencia y nos anuncian un remedo de esperanza en un futuro en el que nada volverá a ser como antes; como si lo de antes fuera el paraíso.
Y hay quien se extraña de que exista escrache, y dicen que no es democrático cuando son ellos los primeros en pervertir la democracia; los que sin rubor incumplen sus programas y prometen una cosa para hacer exactamente lo contrario; los mismos que amparan y compran el silencio de los corruptos; los mismos que deliberadamente mantienen un sistema judicial obtuso y manipulado, incapaz de hacer justicia. Y esos demócratas de salón y cuello blanco se atreven a llamar terrorista a quien, porque sufre y nada tiene que perder, porque lo ha perdido todo, protesta y les exige soluciones en las puertas de sus casas.
Pues que se vayan enterando, y que se vayan marchando. Si no saben o no quieren arreglarlo, que dejen paso. Que la gente ya está harta.

martes, 26 de marzo de 2013

La difusión de la obra: el (otro) punto débil de la autoedición




Si perteneces a esa inmensa mayoría de escritores que no ha conseguido la fama o convencido a un editor para que apueste por tu obra, ya sabrás que el noble arte de escribir no se agota en la creación.
Como además de por tu propia satisfacción, escribes para ser leído, que esta es una condición universal, una vez convencido de que lo que has escrito merece ser leído, se te plantea el sano y muy respetable propósito de hacerlo llegar a los lectores.
Hablamos de la difusión de tu libro, lo que implica conseguir dos objetivos, ya lo edites en papel o en digital: el primero que el público conozca su existencia, y el segundo y principal, que se decida a comprarlo (y mucho mejor si lo lee), o cuando menos a bajarse un ejemplar, si es que estás dispuesto a regalarlo.
Pero si escribir un buen libro no es sencillo, mucho menos resulta difundirlo por ti mismo.
Enseguida se piensa en Internet, el mismo entorno donde probablemente lo tengamos editado y publicado. Es fácil imaginar argucias más o menos previsibles con las que llegar a miles de potenciales lectores. El cuento de la lechera trasmutado al boca a boca digital.
Rápidamente te pondrás manos al teclado y colgarás el anuncio de tu libro, con su enlace, en los muros de tus amigos y en cuanta plataforma se te ofrezca en esa búsqueda que emprenderás en Internet.
Este es el error en el que no tardarás en darte cuenta que has caído. Compruebas que la aparición de tu anuncio es muy fugaz y enseguida se diluye en el torrente que circula por la red. También que aquel a quien tan afectuoso y cercano suponías, en realidad pasa bastante de ti, y si se digna a pulsar "me gusta", o acaso a felicitar tu valiente decisión, ya podrás darte por más que satisfecho, porque de que te compre el libro y/o se lo lea, salvo raras excepciones, ye te puedes olvidar.
Internet puede ser un instrumento poderoso, pero cuidado con el modo en que lo usamos. Como he oído decir, en la difusión "no hay peor enemigo que uno mismo con su obra". En todo caso, intenta ser sutil y ni se te ocurra abrumar a tus conocidos en las redes, y menos aun a los que te sean desconocidos; no conviertas tu obra en pobre spam, ni a ti mismo en un remedo de escritor.
Piensa que la publicidad, que al fin y al cabo de eso hablamos, es más eficaz cuanto más sutil y sugerente. Ofrece algo más que el simple enlace de tu obra, abre un blog y muestra cómo escribes, cómo piensas, quién eres; enseña tus relatos inéditos, opina de la actualidad, y si puedes, recurre a un buen profesional.

domingo, 10 de marzo de 2013

Editoriales y autoedición: ¿rivales o compañeras de viaje?




Hace un par de días una periodista y crítica literaria muy metida en estos derroteros, me aseguraba que hoy en día existe la convicción de que la mejor literatura que puede encontrarse, y con toda seguridad una muy buena parte de ésta, no es la que las editoriales están siendo capaces de descubrir y alumbrar, sino la que algunos autores noveles, rechazados por esas mismas editoriales, se están viendo obligados a publicar en internet. 
Compartiendo este comentario en un foro de autores, una compañera me planteaba la siguiente "duda filosófica": si las editoriales son cada día más conscientes de lo que mencionas respecto a las autoediciones, ¿entonces por qué en lugar de modificar sus políticas, parecen estarse "cerrando" cada día más en sus esquemas?...
Después de darle algunas vueltas, la respuesta que se me ocurre es que las editoriales no acaban de encontrar su lugar tras la irrupción de las nuevas tecnologías e internet. La aparición de lugares como Amazon, Bubok y otros similares en la red, les ha privado de la posición de privilegio que antes detentaban como intermediarias imprescindibles entre el autor y el lector. 
A ello se añade que, tal vez por la extensión de la cultura a capas muy amplias de la población, el volumen de producción de manuscritos (buenos y malos, que de todo hay) es incomparablemente mayor al de cualquier otro momento de la historia. Es como si la escritura literaria (y supongo que también la científica) se hubiera democratizado, y al mismo tiempo se hubiera masificado también. En esta tesitura las editoriales, hay que reconocer, se ven desbordadas e incapaces de cumplir su función tradicional de seleccionar y ofrecer en las mejores condiciones lo que, desde su perspectiva, consideren que más interesa al lector.
Una editorial mediana pongamos que limita su capacidad a la publicación de una docena de obras cada año, y sin embargo, al parecer, pueden ser decenas de manuscritos los que reciba cada día. Sólo leer esta cantidad de manuscritos ya requiere un esfuerzo organizativo, intelectual y financiero que la mayoría de editoriales no pueden afrontar. De este modo es lógico pensar que, aun reconociendo a la editorial el intento honesto de seleccionar las mejores o más acordes con su línea editorial, y con independencia de que lo consigan o no, que a la vista de lo que se acaba publicando parece que no lo consiguen siempre, un determinado número de obras cuando menos aceptables se quedarán probablemente sin leer, o en el mejor de los casos serán muy someramente evaluadas. 
Yo no me atrevo a aventurar cuál será la respuesta que las editoriales acaben dando a esta situación, que es tan nueva para ellas como lo es para los autores el descubrimiento del acceso "fácil" e independiente a la autopublicación en internet. 
Probablemente, a la vista de por donde andan las cosas, el sistema de selección de obras deba diversificarse para adaptarse a las nuevas condiciones, y a los tradicionales lectores de manuscritos las editoriales deban añadir "cazatalentos" que recorran las plataformas de autoedición, algo que ya está ocurriendo, en busca de obras por las que se decidan a publicar en papel, pues este campo todavía permanece bajo su ámbito de control, e insisto en el todavía porque la situación también podría cambiar. 
Por otro lado, y como cada nueva realidad también genera nuevas necesidades, a las editoriales, o a los profesionales que trabajan en ellas, la irrupción de la autopublicación también abre nuevas oportunidades. Al fin y al cabo, la autoedición no deja de ser también una edición; la novedad radica en que ahora depende del autor, no en que resulte prescindible o deba desaparecer. Todas esas aportaciones que suman valor a la obra, la corrección y la difusión principalmente, siguen siendo en alguna medida necesarias para el autor que se autoedita, si verdaderamente quiere presentar una obra digna y llegar en las mejores condiciones al lector. ¿Se trataría de la reconversión de ciertas editoriales en empresas de servicios para el autor? Tal vez. 


Más complicado me parece conjugar los intereses de las grandes cadenas de librerías. Éstas sí entran en franca competencia con la edición digital y por eso no es de extrañar que se muestren reacias y aun hostiles con el fenómeno, sobre todo con la autoedición, que al no estar mediatizada por las editoriales con las que habitualmente negocian, escapa por completo a su control. El lector que compra o se baja un libro de la red no se acerca a la librería, o retrasa y disminuye la frecuencia con que adquiere un libro en papel, y esto se traduce en la cuenta de resultados de la empresa. Así se comprende lo que tan descriptivamente esa misma compañera calificaba como el "boicot callandero", cuando no desdén y menosprecio, que las grandes cadenas de distribución de libros, y los medios de comunicación con los que por lo general están emparentados, casi unánimemente dispensan a la autoedición. 
De momento, para que un medio de comunicación se haga eco del éxito que un libro autoeditado esté alcanzando, su autor deberá esperar a que una editorial convencional se decida a publicarlo en papel. 
De momento, pero ya veremos hasta cuando. 


sábado, 2 de marzo de 2013

Escándalos reales




En la historia de España los escándalos en las casas reales y sus aledaños políticos y familiares no han sido precisamente excepcionales. Entre los más sonados, sin duda, el pelotazo urbanístico del duque de Lerma, allá por 1601, cuando, como valido de Felipe III y con su aquiescencia, decidió trasladar la capital del reino a Valladolid, donde poseía terrenos y propiedades que por esta causa vieron su valor multiplicado; también, y no menos escandalosa, la participación de la reina regente María Cristina, la misma de la canción, en turbios negocios especulativos con la sal, los ferrocarriles y, se dice, también con la trata de esclavos, todo ello mano a mano con Narváez, el Espadón de Loja, siete veces presidente de diversos Consejos de Ministros de la época.

A estos vergonzosos antecedentes se añaden ahora las escandalosas andanzas del yerno de don Juan Carlos, para, prevaliéndose de su ascendiente familiar, amasar, presuntamente, una fortuna, distrayendo subvenciones y parabienes concedidos, por administraciones corruptas e incompetentes, a una fundación cultural y deportiva, nacida con fines benéficos y sociales.



Pero si la historia nos ofrece un momento marcado por la sospecha de gravísimos sucesos en los que la monarquía aparece involucrada, este es el reinado de Felipe II, al que tocó en suerte reinar durante la época de mayor esplendor hispánico, pero sobre el que también se cierne una lúgubre leyenda negra plagada de crímenes y escándalos, de la que su mayor exponente es la muerte de su propio hijo, el príncipe Carlos, en muy extrañas circunstancias; si no engaña la leyenda, asesinado precisamente por la mano de su padre.



De ese trágico momento se ocupa un breve fragmento de una novela en la que estoy trabajando; es la detención del príncipe don Carlos lo que se narra, en estos términos:



El rey decidió la detención del príncipe que, rodeada de la mayor solemnidad, se llevaría a efecto al día siguiente. No quiso formular cargos de asesinato; sería un escándalo demasiado difícil de manejar; la condena no podía ser otra más que a muerte y en el proceso se vería obligado a recurrir al tormento si el príncipe no delataba a sus cómplices. Hasta ese punto no estaba dispuesto a llegar; no iba a hacer públicas las intenciones de don Carlos, nadie debía conocer sus planes y la conspiración sería tapada como un secreto de Estado; en cuanto al resto de implicados, aquellos que desde Flandes y en España estaban dispuesto a secundarla, no resultaría difícil ponerlos al descubierto; se investigarían los movimientos y la correspondencia del príncipe, sus últimos contactos; la venganza del rey llegaría tarde o temprano.
La detención la llevó a cabo el mismo rey asistido de varios miembros de su Consejo de Estado, a los que se hizo prestar juramento de guardar secreto en cuanto a los motivos porque se actuaba.
A las once de la noche, cuando todos dormían en el Alcázar, el rey salió de su gabinete acompañado por sus más directos consejeros: el duque de Feria, Luis de Quijada y el propio Ruy Gómez, Pedro Madrid y don Diego de Acuña; todos armados. Con ellos iban dos ayudas de cámara portando hachones encendidos y provistos de clavos y martillos con los que sellar puertas y ventanas. Antonio y don Juan de Austria permanecieron en la antesala del gabinete del rey, prestos a colaborar en las inmediatas resoluciones que habían de adoptarse.
Dentro de su cámara el príncipe cenaba con don Juan de Mendoza y el conde de Lerma, dos de sus incondicionales. Había que actuar con prudencia; se sabía que don Carlos guardaba un arcabuz cargado en el armario. La entrada fue por tanto sorpresiva y violenta. Pedro Madrid y Acuña reventaron la puerta de un golpe y todos entraron en tropel ante los ojos incrédulos del príncipe y sus invitados, que de súbito se vieron rodeados por media docena de espadas amenazantes. El príncipe corrió a hacerse con un arma pero Acuña le cortó el paso. Entonces estalló de ira y hubo de ser reducido por la fuerza y ante los ojos impasibles de su padre.
= ¡Vos ponéis la mano sobre vuestro hijo! ¡Hasta aquí va a llegar vuestra inhumana crueldad! –gritó el príncipe sujetado por ambos brazos.
= Vos no habéis sabido ser ni príncipe ni hijo; vos sois mi desgracia y me avergüenzo de todos vuestros actos; aquí quedaréis retenido en pago de vuestras culpas, y dad gracias porque os perdone la vida –le espetó impertérrito el rey, que acto seguido se giró sobre sus talones y abandono solo la estancia.
Apenas se marchó el rey la cámara de don Carlos se convertiría en su cárcel; todos los que a esas horas ya dormían en el Alcázar, se despertaron sobresaltados sin poder imaginar a qué obedecía aquél escándalo.
Esa misma noche se ordenó a los soldados de la guardia que impidieran cualquier entrada o salida que no estuviera personalmente autorizada por el rey.
En palacio la consternación fue indescriptible. Los llantos de la reina doña Isabel sumieron la corte en una profunda amargura de la que nadie podía sustraerse.
El rey, impasible en apariencia, ordenó que todo continuase como si nada hubiera pasado. 
Pero si éste era el sentir que se vivía en palacio, extramuros la noticia corrió como la pólvora encendida, y al poco en cada plaza madrileña o salón de la nobleza no se hablaba de otra cosa.